miércoles, 16 de abril de 2025

El ahorcado

 El ahorcado se mecía lívido, casi desmayado, se balanceaba como si quisiera acunar su vida entera en los instantes de la muerte: tal era la pena y la fe perdida que sentía por sí mismo. La cuerda le rasgaba el cuello, la piel le ardía, y la sangre, voluptuosa, le palpitaba desesperadamente en las venas. Se acordó entonces de la célebre canción infantil: 

un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña. 

Él no era un elefante, desde luego, aunque tenía en semejanza a estos grandes mamíferos una prominente trompa que, en su caso, no era el fruto de una larga serie de mutaciones adaptativas, sino un tumor maligno que horrorizaba a cuantos desconocidos se cruzaban en su camino, y también era la razón de que sus amigos y familiares se hubieran apartado de su presencia: no soportaban la abominable visión de aquella masa de carne azulada que deformaba su rostro. La soga tampoco podía considerarse una telaraña, ni él mismo podía considerarse un insecto; sin embargo, entre las sogas y las telarañas hay más parecidos que diferencias, y la única diferencia entre una araña y un ahorcado es que el ahorcado se inyecta el veneno a sí mismo, y tan sólo el residuo o la sombra de ese veneno alcanza a otros por el impacto simbólico, y no efectivo, de sus muertes.

—Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña… Como veía que se resistía fue a buscar a otro elefante…

    Al segundo verso, con esa típica pero espantosa reminiscencia que surge en los momentos más indeseados, sintió la absoluta demolición de todo su ser: también los ahorcados pueden perder la confianza en sí mismos, aunque en su caso, la protesta ya sea en vano. ¿Por qué no se fue a vivir a Botsuana o a Zimbabue, donde hay grandes poblaciones de elefantes en libertad? Quizá no se hubiera sentido tan solo, tan monstruoso, en fin, tan irredimible como en la civilización. ¿Y no podría haberse hecho amigo de algún otro engendro, de algún individuo despreciable y horrendo que le hiciera compañía...? Si el elefante se balancea sobre la tela de una araña es porque tiene esperanzas... Pero la esperanza —de eso trata en el fondo la canción— no tiene conclusión ni otro propósito que el de continuar expandiéndose hasta el infinito: con paciencia se pueden juntar cien mil trillones de elefantes en una misma telaraña. A él, sin embargo, no le quedaba ni esperanza ni paciencia: los elefantes lo hubieran pisoteado por acercase a su manada, los deformes se reirían de él o, peor aún, lo seduciría el sueño de sentirse menos repugnante junto a ellos...

    A punto ya de la asfixia, cuando la conciencia se le esfumaba hacia la eternidad y hasta el dolor y el placer se transformaban en cosa liviana, en calma tétrica, pensó que no era falta lo que sentía, sino deuda: pensó más bien que le debían, como todo buen ahorcado piensa durante su último suspiro, una vida mejor.. Para empezar, le debían una vida con otra cara.

   ¿Deber? ¿Pero Quién, con qué Derecho y Autoridad? Y así murió, sin apercibirse de la estupidez que acababa de meditar, canturreando una falacia… 


sábado, 12 de abril de 2025

En términos morales solo hay dos opciones serias: el quietismo o la fe. La segunda tiene la aparente ventaja de ser movimiento. ¿Pero hacia qué? Hacia el descubrimiento, tal vez, de que Dios es un quietista convencidísimo.

martes, 8 de abril de 2025

La fobia al spolier es el síntoma más evidente de la superficialidad de los productos culturales del momento, cuyo fin es solo el entretenimiento de las masas. En la buena literatura no hay spolier: Don Quijote muere entristecido luego de recuperar su cordura, Ana Karenina se suicida arrojándose a las vías del tren, Raskolnikov le entrega su amor a una prostituta y se redime, a Gregor Samsa lo mata su padre tirándole una manzana en el caparazón… —Qué gran final el de La metamorfosis, por cierto. Creo que todos estamos en ese mismo estado de degradación, a punto de sucumbir: nuestra herida ya está infectada. Es solo cuestión de tiempo que le hagamos a nuestros seres queridos el favor de morirnos.

sábado, 29 de marzo de 2025

Veo a la luz poco pulida. ¿Cómo un Dios todopoderoso y omnisciente podría ser tan mediocre creador? La luz tiene muchos problemas estéticos, aunque quizá el más importante de sus problemas sea de tipo práctico: no te puedes refugiar en la luz durante un bombardeo nuclear.

jueves, 1 de agosto de 2024

Poema zen revisitado

La distancia que media entre el cielo y el infierno, dice un antiguo poema zen, es muy sutil, y sólo los separa un pelo. Del cielo, dice este mismo poema, se puede escapar trepando por ese pelo, y del infierno también se puede escapar trepando por el mismo pelo.

                Hay que tener cuidado, sin embargo, con los seres que corretean por el cielo, porque son muy curiosos, y si encuentran ese pelo tratarán de descender al infierno en busca de aventuras; también hay que tener cuidado con las criaturas que moran en el infierno: son muy codiciosas, y querrán subir al cielo para hurtar todos sus tesoros.

                Los pelos son muy frágiles, como todo el mundo sabe, y se quiebran fácilmente, de manera que sólo soportarán un descendimiento o un ascenso a la vez. ¡Pero los seres del cielo son tan impacientes! ¡Y las criaturas del infierno tan ansiosas! Tu mayor dificultad estribará, por lo tanto, en subir y bajar sin que nadie te descubra. Recuerda: tampoco lleves nada contigo, ni del cielo ni del infierno, pues cualquier peso extraño a tu cuerpo romperá el pelo y quedarás para siempre atrapado en ese espacio horrible que separa el cielo del infierno: tú mismo.

                El poema acaba cuando su autor nos recuerda las tres normas básicas: cuidarse de los seres del cielo, cuidarse de las criaturas del infierno, cuidarse de uno mismo. Si consigues esconderte de los seres del cielo, de las criaturas del infierno y de ti mismo, podrás subir y bajar entre el cielo y el infierno sin problemas. Un error común es, no obstante, pensar que para defendernos de los seres del cielo, de las criaturas del infierno y de nosotros mismos debemos hacer tres cosas diferentes, pero no es cierto, y para vivir en paz y armonía una sola cosa debemos hacer: olvidar que existe ese pelo, pues la sabiduría es ignorancia.


miércoles, 8 de mayo de 2024

En presencia de Schopenhauer y la misantropía

Escribe Houellebecq en su ensayo breve "En presencia de Schopenhauer" que este y más tarde Auguste Comte fueron los dos filósofos que más lo impactaron: un amargado y un loco, como él mismo dice. 

   Es una grata coincidencia: ambos me causaron un impacto semejante. Con Schopenhauer nos acercamos a un amigo irresistiblemente cenizo, un amigo al que no podemos darle la espalda mientras bajamos por las escaleras, pero un amigo que ensancha el espíritu y lo eleva ante nuevos y más sombríos paisajes —lo sombrío es sinónimo de hondura—. La metafísica del alemán es quizá la elaboración filosófica más aguda de los últimos siglos, y aunque en sí misma su habilidad como razonador filosófico sea mediocre, su gran estilo como prosista salva cualquier desavenencia con su discurrir. En Comte se dan problemas de índole parecida, pero lejos de menguar la calidad de su pensamiento, no hacen más que abrir grietas más precisas: su lucidez está a la altura de su egocentrismo, de su manía, de su absurdo y febril optimismo. Comte debió dedicarse tal vez a las matemáticas: las cuentas le salen siempre. No importa que sus lectores sepamos que dos más dos no dan cincuenta, como suele darle a él; ese magnífico número cincuenta necesitaba ser ideado y, una vez ideado, hay que limitarse a contemplarlo con admiración: qué importa si el cincuenta cae como un meteorito del cielo y nos aplasta a todos.

    Schopenhauer razonó la negación del yo, la compasión y la contemplación como únicas vías de resistencia ante la Voluntad. Comte creía que una sociología positivista podría hacer predicciones científicas para el ordenamiento civil y terminó sus días divulgando una extraña religión de la humanidad. Entre los dos tal vez no haya mayor parecido que la calidad de sus excesos. Houellebecq elige a Comte y se define como un "positivista" con entusiasmo desengañado. Yo no puedo elegir a Schopenhauer, porque su misantropía es mucho más profunda que la mía: en realidad me fascina el género humano, el espectáculo de sus dolores, de sus perversiones, de sus idioteces; supongo que yo sería algo así como un pesimista morbosamente contemplativo, pero no puedo ser un simple misántropo. Cito para acabar a un cantautor, Pablo und Destruktion:


"Y yo os voy a ser sincero

A mí me gusta la gente

Con sus odios, con sus miedos

Con su lengua de serpiente

A mí me gusta la gente

Y solo tengo un deseo

Que no sean peor que los malos

Los que nos creemos buenos" 


Aunque yo tengo un deseo más puro y trascendental: que el espectáculo de la degradación humana alcance el infinito y lo sobrepase. 

Dejo aquí un fragmento de ese mismo ensayo:

«Mi segunda conmoción filosófica fue el descubrimiento de Auguste Comte, diez años más tarde, que me llevó en una dirección radicalmente opuesta; es difícil imaginar dos mentes más distintas. Si Comte hubiera conocido a Schopenhauer, es probable que solo hubiera visto en él a un metafísico, un representante del pasado (estimable sin duda, en la estela del “metafísico más importante”, léase Kant; pero a fin de cuentas un representante del pasado). Si Schopenhauer hubiera conocido a Comte, es probable que no se hubiera tomado muy en serio sus especulaciones. Entre paréntesis, los dos hombres eran contemporáneos (1788-1860 en el caso de Schopenhauer, 1798-1860 en el de Comte); a menudo siento la tentación de concluir que, en el plano intelectual, no ha ocurrido nada desde 1860. Y, por supuesto, es un fastidio vivir en una época de mediocres; sobre todo cuando uno se siente incapaz de elevar el nivel. Sin duda no produciré ninguna idea filosófica nueva; creo que, a mi edad, ya hubiera dado alguna señal de ello: pero estoy bastante seguro de que produciría mejores novelas si el pensamiento, a mí alrededor, fuese un poco más rico.

    Entre Schopenhauer y Comte, al final me acabé decantando, y progresivamente, con un entusiasmo desengañado, me he vuelto positivista; al mismo tiempo, pues, he dejado de ser schopenhaueriano. A pesar de ello, releo poco a Comte y nunca con un placer simple, inmediato, más bien con ese placer algo perverso (y violento, una vez se le toma el gusto) que a menudo se siente con las rarezas estilísticas de los lunáticos, mientras que, a mi entender, no hay ningún filósofo cuya lectura sea tan inmediatamente agradable y reconfortante como la de Arthur Schopenhauer».


miércoles, 1 de mayo de 2024

A Dios no le salió bien la luz. Lo saben todos los depresivos del mundo cada vez que abren los ojos por la mañana. Quizá esta luz tan poco lustrosa sea su único error, pero es un gran único error: el error origen de todo lo demás. Dios no debió crear la luz, debió haberse conformado con adornar un poco las tinieblas. Pero para un artista, conformarse es lo más difícil de todo.


«1 En el principio creó Dios los cielos y la tierra.

2 Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.

3 Y dijo Dios: Sea este collar de conchas para las tinieblas; y fue el collar de conchas. 4. Y vio Dios que las tinieblas quedaron adornadas...». El génesis corregido.

viernes, 15 de marzo de 2024

Un cadáver

 ¿Qué le diría yo a mi cadáver, si un día me lo encontrase por la calle, esperando ambos a que un semáforo se ponga en verde? 

—Cadáver querido, cadáver querido… —le diría, dándole unas sensibleras caricias en la mejilla con el dorso de la mano—, llévame contigo allá donde tú vayas, pues estaré mejor contigo de lo que nunca lo estaré conmigo: tú y sólo tú eres mi único redentor, sólo ante ti me arrodillo y suplico...

A lo que mi cadáver, cruzando la calle apresurado y apenas sin prestarme atención, respondería:

—Disculpe, no entiendo la confusión: el cadáver siempre fue usted.

lunes, 29 de enero de 2024

Al suicidario le preocupa, sobre todo, la negación del deleite de su muerte. El suicidario acepta la muerte: le importa un pimiento si se ahorca, mete la cabeza en el horno, se arroja a las vías del tren, se pega un tiro entre ceja y ceja o se atiborra a una combinación mortífera de fármacos hipnóticos, anestésicos y bloqueantes neuromusculares —cada suicidario contempla su muerte con un goce estético que difiere según los gustos particulares, hay quien encuentra, por ejemplo, como profundamente antiestético el suicidio por sofocación con bolsa tras la administración de algún sedante, a pesar de su enorme seguridad si el protocolo es el adecuado—. Lo que el suicidario no tolera es la imposibilidad de contemplar su muerte como si de una obra de teatro se tratara, donde el escenario representa su velatorio, su ausencia (autoconsciente, ya sea espectral o trascendentalmente) es el protagonista y todos sus allegados esos inútiles secundarios a los que un guionista incompetente ha sido incapaz de escribirles unas pocas buenas líneas de guion. —Cuando Sócrates afirma que la filosofía es una preparación para la muerte no quiere decir que la filosofía se pueda reducir a la auto-ayuda, como vulgarmente se afirma, sino que el filósofo se ejercita en una purificación del alma intelectiva despojada del cuerpo: temer  a la muerte es absurdo porque el filósofo no encontrará el obstáculo de los objetos sensibles una vez retorne a las Ideas. Sin embargo, el mundo de las Ideas es fácilmente refutado al contacto con cualquiera de estos secundarios del montón, pues ideas, lo que se dice ideas, se nota que no ha tenido contacto con ninguna: no es que hayan las olvidado, es que son seres negados para el pensar y representarse las formas más puras. Tal preparación para la muerte debería consistir en que cada cual se piense bien lo que va a decir en el velatorio de un tercero: yo incluiría un examen para poder abrir la boca en los velatorios cuya pregunta sea una sola: ¿SÍ O NO? Cuidado con lo que respondes–.

    Una vez presencié un velatorio, por desgracia no el mío como ánima eterna sino el de mi padre, y recuerdo que mi tío, pudiendo escoger el silencio, prefirió decir una de esas malas y estúpidas líneas de guion para secundarios deficientes cuya gracia estribaría, si acaso estribase en alguna parte, únicamente en la repetición del estribillo. No obstante lo dijo una sola vez, con la voz grave y, lo que es de auténtico delito, tras haberlo querido pensar durante unos minutos:

     —Ya sabéis que somos como velitas que un día el tiempo sopla, se apagan y entonces nos vamos a otra parte…

    Ay, si por lo menos hubiera dicho que somos un incendio, que la muerte de mi padre iba a provocar la caída del sol sobre la tierra o la implosión hermosa de los astros en el cielo… ¡Menuda ciénaga de idioteces!

    No, si alguna vez decido acabar con mi vida, aniquilar mi consciencia, detener mi pulso, extinguir la respiración, borrar como decía Borges tan poéticamente «la suma intolerable del universo», voy a asegurarme de que mi tío ni nadie que no apruebe ese examen (que yo mismo dedicaré los últimos años de mi vida a elaborar) aparezca por mi funeral. ¿Tendré que estrangular a mi tío antes de suicidarme, con lo cual la causa de este pueda conducir a engaño,  es decir, que los investigadores y nuestros mutuos allegados crean que me di muerte para evitar la pena por homicidio, que lo asesiné por motivo de alguna vieja rencilla, y no para regalarle al resto de mis allegados un velatorio íntegro, honesto, digno?

    Es un precio que estoy dispuesto a pagar. Tal vez deba, por ambiciosa seguridad, borrar primero esa suma intolerable del universo antes de darme muerte (hay un árbol negrísimo y muy alto a las afueras de mi pueblo, al que se llega por un sendero embarrado en otoño, helado en invierno, infectado de plagas en primavera y achicharrado en verano, que me parece perfecto para amanecer colgado en cualquiera de las cuatro estaciones); pero no encuentro la manera de hacerlo: la técnica no ha evolucionado lo suficiente como para entregarle, igualitariamente, a cada hombre una bomba letal con la que mandar al vertedero este planeta lleno de cerebros y de estiércol. ¿Y la eutanasia consentida? El progreso moral es pura filfa, y jamás se evitará el nacimiento de los nuevos seres gimientes.

    Además, si no es mi tío el cacareador será mi prima, mi hermano, un amigo desconsiderado o alguna vecina dicharachera que, a fin de consolar bobamente a mi pobre madre, le espete un:

    —Su muerte nos ha pillado totalmente desprevenidos: yo estaba cociendo unos huevos para el potaje cuando me enteré. Ninguno sabíamos que su hijo sufriera tanto. Lo tenía todo en la vida. Con lo joven que era. ¿Qué le ha pasado? No sabíamos que tuviera depresión. Siempre me sujetaba la puerta del portal cuando me veía con el carro de la compra. Hasta se ofrecía a subírmela él mismo a mi casa si me percibía agotada. ¿Acaso pretendía ahorcarse en mi propia casa, mientras yo colocaba los yogures en la nevera? No puedo dejar de pensar en eso: cada vez que alguien entra a mi casa le obligo a permanecer a mi lado todo el tiempo, porque ya no sé si se va a ahorcar o no. La muerte de su hijo nos ha traumatizado a todos.

    A lo que mi madre, hallándose en ese momento mínimamente inspirada (lo que seamos francos, no es probable que suceda), habría de responder:

    —Nació con el cordón umbilical anudado al cuello. Al principio temimos por su vida y creímos que fue un accidente, pero cuando la matrona trato de desatárselo, él lucho contra ella para ganarse con la victoria el favor de una muerte precoz por asfixia. Al sentirse así arrebatado de su dulce condena, teniéndolo yo sobre mi regazo, todavía parecía como si quisiera estrangularse con sus propias manos. Luego supimos que era la luz blanca del paritorio: siempre fue fotosensible. La culpa de todo la tiene el sol. Si hoy no fuera un día de lluvia, sino un día soleado, yo me desmoronaría: gracias a mi hijo comprendo la maldad del sol.

    Uno nunca conoce a las personas hasta que no le cuentan algunas de estas falsas historias macabras, aunque de un encanto indudable: a raíz de esta anécdota, que yo mismo fabulé por primera vez a los doce años, comprendí el origen de mis migrañas: el maldito sol y la antiquísima frustración de no haber muerto a los tres segundos de nacer.

    Pensándolo bien, a propósito de aquel deleite auto-contemplativo, siempre será mucho mejor una muerte lentísima por alguna gravísima y feroz enfermedad que el típico suicidio, ya que la visión de la muerte dura apenas unos segundos, mientras que si estiras lo suficiente una enfermedad puedes pasarte media vida persiguiéndote la muerte. Perseguir la muerte es absurdo. Recordemos el cuento de La muerte en Samarra: en un descuido, la muerte nos alcanza, y es humano huir aterrorizado. Creo que cuanto más cerca nos encontramos de la muerte más lejos estamos asimismo de aceptarla. Es esta, y ninguna otra, la moraleja del cuento. Si el hombre de Samarra hubiera visto a la muerte por videoconferencia, seguro que le habría exigido sus favores en lugar de huir espantado como un conejo ante la presencia del zorro…


lunes, 12 de junio de 2023

Aunque las cloacas nos parezcan a los hombres lugares indeseables para vivir, lo cierto es que hay multitud de vida que prolifera, orgullosamente agradecida, en las cloacas. Un ejemplo de esto son las ratas.

Las ratas no creen que las cloacas sean lugares indeseables para vivir. A las ratas les encanta vivir en las cloacas. Son felices nadando en la abundancia de infección. No es sólo que estén obligadas a vivir en las cloacas para sobrevivir, como si algún designio natural las hubiera obligado a resignarse con los secretos recovecos de la mugre: creo sinceramente que las ratas son felices procreando, multiplicándose entre nuestros desperdicios, que el libre albedrío existe para todos los seres por igual y que las ratas escogieron la insalubridad. Una rata no cambiaría su cloaca por ninguna de las siete maravillas del mundo.  

¿Pero por qué a las ratas les gusta tanto vivir en las cloacas? Quizá la suciedad, la infección, los espantosos olores y el angosto y laberíntico espacio sea para las ratas lo que para nosotros la limpieza, lo aséptico, la comodidad, el silencio y la ilusión de un propósito en la vida. 

Es cierto que a menudo las ratas salen de sus cloacas para buscar comida, robarnos basura o contagiarle la rabia a un caniche. Aparentemente, las ratas también hacen cosas que no tienen sentido. Se han contado muchas historias de ratas que incluso secuestran bebés, para Dios sabe qué fines pérfidos o instructivos. Si Rómulo y Remo, criados por lobos, fundaron Roma, no se me ocurre nada que unos bebés criados por ratas no puedan fundar. ¿Serán Abel y Caín esos bebes, fundadores del valle de lágrimas?

En cualquier caso, también los hombres escapan de sus ciudades y trepan montañas, o se hacen a la mar en un crucero para visitar las islas griegas y luego, quince días más tarde y saciados de oleaje y gaviotas, mareados pero sumidos en la fornicación trivial, regresan a sus hogares para continuar con su aburrimiento mortal cotidiano. Por no decir que la adopción de una mascota equivale prácticamente a un secuestro. Y hasta en términos del contagio, también nosotros les contagiamos a nuestras mascotas una amplia variedad de neurosis y desidias. 

No somos tan distintos a las ratas. Las supersticiones fundamentales de una rata son las mismas que las de los hombres. Sólo cambian las distancias. Tanto para los hombres como para las ratas la diferencia entre hombre y basura, entre rata y basura, parece estar clara y resultar una verdad autoevidente como que dos más dos son cuatro, pero mientras que las ratas conviven con la basura sin marginarla, nuestra superstición alcanza cotas de inmoralidad, porque nos marginamos nosotros de la basura: las ratas desplazan la basura hacia dentro, se revuelcan gozosamente en ella, y nosotros desplazamos la basura hacia afuera, para ahogarnos en su abundancia irreparable. Le echamos la basura a otros seres, incluso a otros grupos humanos, de tal manera que la enajenación consiste en esa irresponsabilidad que el hombre desapegado del resultado de su vida padece. Las ratas, al contrario, no son seres enajenados: han conseguido que exista un equilibrio perfecto entre desecho y alimentación, entre desperdicio y vida, o entre desecho y creación. 

La altura intelectual del hombre se refiere, tal vez, a su enorme enajenación, pues cuanto más elevada es una criatura más distancia se genera entre su alimentación y su desperdicio. Así pues, más que supremacista la inteligencia del hombre es colmadora. Fuera de sí mismo, el hombre todo lo colma de basura.