sábado, 29 de marzo de 2025

Veo a la luz poco pulida. ¿Cómo un Dios todopoderoso y omnisciente podría ser tan mediocre creador? La luz tiene muchos problemas estéticos, aunque quizá el más importante de sus problemas sea de tipo práctico: no te puedes refugiar en la luz durante un bombardeo nuclear.

miércoles, 8 de mayo de 2024

En presencia de Schopenhauer y la misantropía

Escribe Houellebecq en su ensayo breve "En presencia de Schopenhauer" que este y más tarde Auguste Comte fueron los dos filósofos que más lo impactaron: un amargado y un loco, como él mismo dice. 

   Es una grata coincidencia: ambos me causaron un impacto semejante. Con Schopenhauer nos acercamos a un amigo irresistiblemente cenizo, un amigo al que no podemos darle la espalda mientras bajamos por las escaleras, pero un amigo que ensancha el espíritu y lo eleva ante nuevos y más sombríos paisajes —lo sombrío es sinónimo de hondura—. La metafísica del alemán es quizá la elaboración filosófica más aguda de los últimos siglos, y aunque en sí misma su habilidad como razonador filosófico sea mediocre, su gran estilo como prosista salva cualquier desavenencia con su discurrir. En Comte se dan problemas de índole parecida, pero lejos de menguar la calidad de su pensamiento, no hacen más que abrir grietas más precisas: su lucidez está a la altura de su egocentrismo, de su manía, de su absurdo y febril optimismo. Comte debió dedicarse tal vez a las matemáticas: las cuentas le salen siempre. No importa que sus lectores sepamos que dos más dos no dan cincuenta, como suele darle a él; ese magnífico número cincuenta necesitaba ser ideado y, una vez ideado, hay que limitarse a contemplarlo con admiración: qué importa si el cincuenta cae como un meteorito del cielo y nos aplasta a todos.

    Schopenhauer razonó la negación del yo, la compasión y la contemplación como únicas vías de resistencia ante la Voluntad. Comte creía que una sociología positivista podría hacer predicciones científicas para el ordenamiento civil y terminó sus días divulgando una extraña religión de la humanidad. Entre los dos tal vez no haya mayor parecido que la calidad de sus excesos. Houellebecq elige a Comte y se define como un "positivista" con entusiasmo desengañado. Yo no puedo elegir a Schopenhauer, porque su misantropía es mucho más profunda que la mía: en realidad me fascina el género humano, el espectáculo de sus dolores, de sus perversiones, de sus idioteces; supongo que yo sería algo así como un pesimista morbosamente contemplativo, pero no puedo ser un simple misántropo. Cito para acabar a un cantautor, Pablo und Destruktion:


"Y yo os voy a ser sincero

A mí me gusta la gente

Con sus odios, con sus miedos

Con su lengua de serpiente

A mí me gusta la gente

Y solo tengo un deseo

Que no sean peor que los malos

Los que nos creemos buenos" 


Aunque yo tengo un deseo más puro y trascendental: que el espectáculo de la degradación humana alcance el infinito y lo sobrepase. 

Dejo aquí un fragmento de ese mismo ensayo:

«Mi segunda conmoción filosófica fue el descubrimiento de Auguste Comte, diez años más tarde, que me llevó en una dirección radicalmente opuesta; es difícil imaginar dos mentes más distintas. Si Comte hubiera conocido a Schopenhauer, es probable que solo hubiera visto en él a un metafísico, un representante del pasado (estimable sin duda, en la estela del “metafísico más importante”, léase Kant; pero a fin de cuentas un representante del pasado). Si Schopenhauer hubiera conocido a Comte, es probable que no se hubiera tomado muy en serio sus especulaciones. Entre paréntesis, los dos hombres eran contemporáneos (1788-1860 en el caso de Schopenhauer, 1798-1860 en el de Comte); a menudo siento la tentación de concluir que, en el plano intelectual, no ha ocurrido nada desde 1860. Y, por supuesto, es un fastidio vivir en una época de mediocres; sobre todo cuando uno se siente incapaz de elevar el nivel. Sin duda no produciré ninguna idea filosófica nueva; creo que, a mi edad, ya hubiera dado alguna señal de ello: pero estoy bastante seguro de que produciría mejores novelas si el pensamiento, a mí alrededor, fuese un poco más rico.

    Entre Schopenhauer y Comte, al final me acabé decantando, y progresivamente, con un entusiasmo desengañado, me he vuelto positivista; al mismo tiempo, pues, he dejado de ser schopenhaueriano. A pesar de ello, releo poco a Comte y nunca con un placer simple, inmediato, más bien con ese placer algo perverso (y violento, una vez se le toma el gusto) que a menudo se siente con las rarezas estilísticas de los lunáticos, mientras que, a mi entender, no hay ningún filósofo cuya lectura sea tan inmediatamente agradable y reconfortante como la de Arthur Schopenhauer».


miércoles, 1 de mayo de 2024

A Dios no le salió bien la luz. Lo saben todos los depresivos del mundo cada vez que abren los ojos por la mañana. Quizá esta luz tan poco lustrosa sea su único error, pero es un gran único error: el error origen de todo lo demás. Dios no debió crear la luz, debió haberse conformado con adornar un poco las tinieblas. Pero para un artista, conformarse es lo más difícil de todo.


«1 En el principio creó Dios los cielos y la tierra.

2 Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.

3 Y dijo Dios: Sea este collar de conchas para las tinieblas; y fue el collar de conchas. 4. Y vio Dios que las tinieblas quedaron adornadas...». El génesis corregido.

viernes, 15 de marzo de 2024

Un cadáver

 ¿Qué le diría yo a mi cadáver, si un día me lo encontrase por la calle, esperando ambos a que un semáforo se ponga en verde? 

—Cadáver querido, cadáver querido… —le diría, dándole unas sensibleras caricias en la mejilla con el dorso de la mano—, llévame contigo allá donde tú vayas, pues estaré mejor contigo de lo que nunca lo estaré conmigo: tú y sólo tú eres mi único redentor, sólo ante ti me arrodillo y suplico...

A lo que mi cadáver, cruzando la calle apresurado y apenas sin prestarme atención, respondería:

—Disculpe, no entiendo la confusión: el cadáver siempre fue usted.

lunes, 29 de enero de 2024

Al suicidario le preocupa, sobre todo, la negación del deleite de su muerte. El suicidario acepta la muerte: le importa un pimiento si se ahorca, mete la cabeza en el horno, se arroja a las vías del tren, se pega un tiro entre ceja y ceja o se atiborra a una combinación mortífera de fármacos hipnóticos, anestésicos y bloqueantes neuromusculares —cada suicidario contempla su muerte con un goce estético que difiere según los gustos particulares, hay quien encuentra, por ejemplo, como profundamente antiestético el suicidio por sofocación con bolsa tras la administración de algún sedante, a pesar de su enorme seguridad si el protocolo es el adecuado—. Lo que el suicidario no tolera es la imposibilidad de contemplar su muerte como si de una obra de teatro se tratara, donde el escenario representa su velatorio, su ausencia (autoconsciente, ya sea espectral o trascendentalmente) es el protagonista y todos sus allegados esos inútiles secundarios a los que un guionista incompetente ha sido incapaz de escribirles unas pocas buenas líneas de guion. —Cuando Sócrates afirma que la filosofía es una preparación para la muerte no quiere decir que la filosofía se pueda reducir a la auto-ayuda, como vulgarmente se afirma, sino que el filósofo se ejercita en una purificación del alma intelectiva despojada del cuerpo: temer  a la muerte es absurdo porque el filósofo no encontrará el obstáculo de los objetos sensibles una vez retorne a las Ideas. Sin embargo, el mundo de las Ideas es fácilmente refutado al contacto con cualquiera de estos secundarios del montón, pues ideas, lo que se dice ideas, se nota que no ha tenido contacto con ninguna: no es que hayan las olvidado, es que son seres negados para el pensar y representarse las formas más puras. Tal preparación para la muerte debería consistir en que cada cual se piense bien lo que va a decir en el velatorio de un tercero: yo incluiría un examen para poder abrir la boca en los velatorios cuya pregunta sea una sola: ¿SÍ O NO? Cuidado con lo que respondes–.

    Una vez presencié un velatorio, por desgracia no el mío como ánima eterna sino el de mi padre, y recuerdo que mi tío, pudiendo escoger el silencio, prefirió decir una de esas malas y estúpidas líneas de guion para secundarios deficientes cuya gracia estribaría, si acaso estribase en alguna parte, únicamente en la repetición del estribillo. No obstante lo dijo una sola vez, con la voz grave y, lo que es de auténtico delito, tras haberlo querido pensar durante unos minutos:

     —Ya sabéis que somos como velitas que un día el tiempo sopla, se apagan y entonces nos vamos a otra parte…

    Ay, si por lo menos hubiera dicho que somos un incendio, que la muerte de mi padre iba a provocar la caída del sol sobre la tierra o la implosión hermosa de los astros en el cielo… ¡Menuda ciénaga de idioteces!

    No, si alguna vez decido acabar con mi vida, aniquilar mi consciencia, detener mi pulso, extinguir la respiración, borrar como decía Borges tan poéticamente «la suma intolerable del universo», voy a asegurarme de que mi tío ni nadie que no apruebe ese examen (que yo mismo dedicaré los últimos años de mi vida a elaborar) aparezca por mi funeral. ¿Tendré que estrangular a mi tío antes de suicidarme, con lo cual la causa de este pueda conducir a engaño,  es decir, que los investigadores y nuestros mutuos allegados crean que me di muerte para evitar la pena por homicidio, que lo asesiné por motivo de alguna vieja rencilla, y no para regalarle al resto de mis allegados un velatorio íntegro, honesto, digno?

    Es un precio que estoy dispuesto a pagar. Tal vez deba, por ambiciosa seguridad, borrar primero esa suma intolerable del universo antes de darme muerte (hay un árbol negrísimo y muy alto a las afueras de mi pueblo, al que se llega por un sendero embarrado en otoño, helado en invierno, infectado de plagas en primavera y achicharrado en verano, que me parece perfecto para amanecer colgado en cualquiera de las cuatro estaciones); pero no encuentro la manera de hacerlo: la técnica no ha evolucionado lo suficiente como para entregarle, igualitariamente, a cada hombre una bomba letal con la que mandar al vertedero este planeta lleno de cerebros y de estiércol. ¿Y la eutanasia consentida? El progreso moral es pura filfa, y jamás se evitará el nacimiento de los nuevos seres gimientes.

    Además, si no es mi tío el cacareador será mi prima, mi hermano, un amigo desconsiderado o alguna vecina dicharachera que, a fin de consolar bobamente a mi pobre madre, le espete un:

    —Su muerte nos ha pillado totalmente desprevenidos: yo estaba cociendo unos huevos para el potaje cuando me enteré. Ninguno sabíamos que su hijo sufriera tanto. Lo tenía todo en la vida. Con lo joven que era. ¿Qué le ha pasado? No sabíamos que tuviera depresión. Siempre me sujetaba la puerta del portal cuando me veía con el carro de la compra. Hasta se ofrecía a subírmela él mismo a mi casa si me percibía agotada. ¿Acaso pretendía ahorcarse en mi propia casa, mientras yo colocaba los yogures en la nevera? No puedo dejar de pensar en eso: cada vez que alguien entra a mi casa le obligo a permanecer a mi lado todo el tiempo, porque ya no sé si se va a ahorcar o no. La muerte de su hijo nos ha traumatizado a todos.

    A lo que mi madre, hallándose en ese momento mínimamente inspirada (lo que seamos francos, no es probable que suceda), habría de responder:

    —Nació con el cordón umbilical anudado al cuello. Al principio temimos por su vida y creímos que fue un accidente, pero cuando la matrona trato de desatárselo, él lucho contra ella para ganarse con la victoria el favor de una muerte precoz por asfixia. Al sentirse así arrebatado de su dulce condena, teniéndolo yo sobre mi regazo, todavía parecía como si quisiera estrangularse con sus propias manos. Luego supimos que era la luz blanca del paritorio: siempre fue fotosensible. La culpa de todo la tiene el sol. Si hoy no fuera un día de lluvia, sino un día soleado, yo me desmoronaría: gracias a mi hijo comprendo la maldad del sol.

    Uno nunca conoce a las personas hasta que no le cuentan algunas de estas falsas historias macabras, aunque de un encanto indudable: a raíz de esta anécdota, que yo mismo fabulé por primera vez a los doce años, comprendí el origen de mis migrañas: el maldito sol y la antiquísima frustración de no haber muerto a los tres segundos de nacer.

    Pensándolo bien, a propósito de aquel deleite auto-contemplativo, siempre será mucho mejor una muerte lentísima por alguna gravísima y feroz enfermedad que el típico suicidio, ya que la visión de la muerte dura apenas unos segundos, mientras que si estiras lo suficiente una enfermedad puedes pasarte media vida persiguiéndote la muerte. Perseguir la muerte es absurdo. Recordemos el cuento de La muerte en Samarra: en un descuido, la muerte nos alcanza, y es humano huir aterrorizado. Creo que cuanto más cerca nos encontramos de la muerte más lejos estamos asimismo de aceptarla. Es esta, y ninguna otra, la moraleja del cuento. Si el hombre de Samarra hubiera visto a la muerte por videoconferencia, seguro que le habría exigido sus favores en lugar de huir espantado como un conejo ante la presencia del zorro…


lunes, 12 de junio de 2023

Aunque las cloacas nos parezcan a los hombres lugares indeseables para vivir, lo cierto es que hay multitud de vida que prolifera, orgullosamente agradecida, en las cloacas. Un ejemplo de esto son las ratas.

Las ratas no creen que las cloacas sean lugares indeseables para vivir. A las ratas les encanta vivir en las cloacas. Son felices nadando en la abundancia de infección. No es sólo que estén obligadas a vivir en las cloacas para sobrevivir, como si algún designio natural las hubiera obligado a resignarse con los secretos recovecos de la mugre: creo sinceramente que las ratas son felices procreando, multiplicándose entre nuestros desperdicios, que el libre albedrío existe para todos los seres por igual y que las ratas escogieron la insalubridad. Una rata no cambiaría su cloaca por ninguna de las siete maravillas del mundo.  

¿Pero por qué a las ratas les gusta tanto vivir en las cloacas? Quizá la suciedad, la infección, los espantosos olores y el angosto y laberíntico espacio sea para las ratas lo que para nosotros la limpieza, lo aséptico, la comodidad, el silencio y la ilusión de un propósito en la vida. 

Es cierto que a menudo las ratas salen de sus cloacas para buscar comida, robarnos basura o contagiarle la rabia a un caniche. Aparentemente, las ratas también hacen cosas que no tienen sentido. Se han contado muchas historias de ratas que incluso secuestran bebés, para Dios sabe qué fines pérfidos o instructivos. Si Rómulo y Remo, criados por lobos, fundaron Roma, no se me ocurre nada que unos bebés criados por ratas no puedan fundar. ¿Serán Abel y Caín esos bebes, fundadores del valle de lágrimas?

En cualquier caso, también los hombres escapan de sus ciudades y trepan montañas, o se hacen a la mar en un crucero para visitar las islas griegas y luego, quince días más tarde y saciados de oleaje y gaviotas, mareados pero sumidos en la fornicación trivial, regresan a sus hogares para continuar con su aburrimiento mortal cotidiano. Por no decir que la adopción de una mascota equivale prácticamente a un secuestro. Y hasta en términos del contagio, también nosotros les contagiamos a nuestras mascotas una amplia variedad de neurosis y desidias. 

No somos tan distintos a las ratas. Las supersticiones fundamentales de una rata son las mismas que las de los hombres. Sólo cambian las distancias. Tanto para los hombres como para las ratas la diferencia entre hombre y basura, entre rata y basura, parece estar clara y resultar una verdad autoevidente como que dos más dos son cuatro, pero mientras que las ratas conviven con la basura sin marginarla, nuestra superstición alcanza cotas de inmoralidad, porque nos marginamos nosotros de la basura: las ratas desplazan la basura hacia dentro, se revuelcan gozosamente en ella, y nosotros desplazamos la basura hacia afuera, para ahogarnos en su abundancia irreparable. Le echamos la basura a otros seres, incluso a otros grupos humanos, de tal manera que la enajenación consiste en esa irresponsabilidad que el hombre desapegado del resultado de su vida padece. Las ratas, al contrario, no son seres enajenados: han conseguido que exista un equilibrio perfecto entre desecho y alimentación, entre desperdicio y vida, o entre desecho y creación. 

La altura intelectual del hombre se refiere, tal vez, a su enorme enajenación, pues cuanto más elevada es una criatura más distancia se genera entre su alimentación y su desperdicio. Así pues, más que supremacista la inteligencia del hombre es colmadora. Fuera de sí mismo, el hombre todo lo colma de basura.





martes, 23 de mayo de 2023

«Exigir la inmortalidad de la individualidad significa propiamente querer perpetuar un error hasta el infinito. Pues en el fondo cada individualidad no es más que un error especial, un paso en falso, algo que sería mejor que no fuese, e incluso liberarnos de eso constituye el verdadero fin de la vida. Esto se confirma también porque la mayoría, en realidad todos los hombres, son de tal condición que no podrían ser felices en ningún mundo en el que se les pudiera colocar. En efecto, en la medida en que escapasen de la necesidad y la fatiga caerían en el aburrimiento; y en la medida en que este se previniera, caerían en la necesidad, la pena y el sufrimiento. Así que para que el hombre alcanzara un estado feliz no bastaría con que se le pusiera en un «mundo mejor» sino que también sería necesario que sufriera una transformación radical, es decir, que dejara de ser lo que es y, por el contrario, fuera lo que no es. Pero para eso, primero tiene que dejar de ser lo que es: ese requisito lo cumple transitoriamente la muerte, cuya necesidad moral puede ya apreciarse desde ese punto de vista. (...) Sin embargo, la preocupación de que con la muerte desaparezca todo es comparable a uno que soñando pensara que no había más que sueños sin nadie que soñara. — Después de que con la muerte ha llegado a su fin una conciencia individual, ¿sería siquiera deseable que fuera de nuevo animada para seguir existiendo hasta el infinito? El contenido de esa conciencia no es en su mayor parte, y casi siempre en su totalidad, más que una corriente de pensamientos insignificantes, terrenos y miserables, como también de infinitos cuidados: ¡Dejadlos por fin descansar! — Con un acertado sentido inscribían los antiguos en sus lápidas: securitati perpetuae o bonae quieti». El mundo como Voluntad y Representación; Arthur Schopenhauer.

jueves, 11 de mayo de 2023

Tres cosas que hay que acordarse de quemar este verano: las casas de apuestas, las urgencias de los hospitales y todos los bosques.

martes, 25 de abril de 2023

Hay escritores dificilísimos de citar, porque su genialidad es un bloque de hormigón, un continuo narrativo o reflexivo que no permite la extracción descontextualizada de la agudeza particular, a no ser que uno cite cuatro páginas seguidas y a la cita añada un breve prefacio explicativo. 

Con otros escritores, todavía más difíciles de citar, ocurre justo lo contrario, pues encarnan una paradoja: son tan pródigos en genialidades, tienden tan abiertamente al adagio o a la ocurrencia, al redoble retórico, que su literatura parece más una invitación a lo particular, al descubrimiento y embelesamiento por sus ingeniosidades esparcidas por doquier, que una construcción unitaria y hermética rendida a lo genérico y estructural. Estos escritores ponen difícil la cita porque hay quinientas mil ocurrencias distintas que se pueden citar: y nadie quiere pasarse un año entero citando a Céline.

Céline, precisamente, es el más vivo ejemplo de escritor ocurrentemente genial. Excluyendo los libros de aforismos —Cioran, La Rochefoucauld o Dávila— y algunos diarios, —como ‘El oficio de vivir’, de Cesare Pavese o  el falso diario ‘El libro del desasosiego’ de Pessoa, donde los autores prueban su agudeza hasta el hartazgo, no hay tantos libros tan derrochadores de lucidez y negra jocosidad como en la novela ‘Viaje al fin de la noche’; al punto de que, en sus siguientes novelas, a Céline se le encuentra ya con el cerebro exprimido: su metralleta regurgita las balas, pero ya no las proyecta. En ‘Viaje al fin de la noche’ no hay página sin su perla, y a menudo sin su retahíla de perlas despiadadamente inagotables, y más bien parecen las perlas los hilos conductores entre un suceso y el siguiente, razón por la cual la novela se compone por un elemento, en apariencia, tan aleatorio y absurdo donde el principio de cohesión es incluso poco redondeado.

Este estilo de novela realista donde el aforismo tiene su peso demoledor en la crítica a las costumbres y vicios de la época ya lo utilizaban Stendhal o Balzac, aunque de manera infinitamente más comedida y racional, y muchos otros novelistas franceses que les siguieron, como Proust, Camus o, muy recientemente, Michel Houellebecq; quizá debido a la tradición aforística francesa que desarrollaron sus moralistas —La Brúyere, Chamfort, el marqués de Vauvenargues o el ya mencionado, y mi preferido, La Rochefoucauld—. Beckett, en teatro, y Tzara en poesía, serían acaso comparables en cuanto a la cantidad de disparates por página.

Otros autores muy pródigos en profundas agudezas, como el Conde de Lautreámont en ‘Los cantos de Maldoror’, nacido en Uruguay pero escritor en lengua francesa y que aquí hemos evitado mencionar por tratarse de una poesía en prosa más que de una novela, el japonés Yukio Mishima, el americano Henry Miller —con peores perspicacias— o el ruso Dostoievski —a quien Nabokov no reconoce más mérito que unos pocos pero logrados paisajes humorísticos— son notables ejemplos de la novela de impacto retórico, a pesar de que Céline escribiera la mejor y más perfecta máquina de energía infinita de ocurrencias. Irónicamente, ‘Viaje al fin de la noche’ es tan abundante en sentencias descarnadas que casi podrían citarse sus más de 600 páginas, con la ventaja, por supuesto, de que no haría falta ningún prefacio. ¿Quieres citarle alguna genialidad de ‘Viaje al fin de la noche’ a tu amante? Mejor regálale el libro y que se cite tu amante  las 600 páginas a sí mismo.

Quizá podría desconfiarse de todos estos autores, acusarlos de pirotécnicos y de artificiales, afirmar que recurrían al golpe por ser incapaces de componer sus novelas sofisticadamente, querer ver en sus talentos explosivos una deficiencia tanto del fondo como de la forma. Tamaño desaire parece insostenible, sin embargo, ante los mejores libros de un Mishima o un Dostoievski, autores ambos explosivos y a la vez, sobre todo en el caso del japonés, estructuralmente irreprochables. Céline únicamente llevó el esparcimiento hasta el extremo... «Invocar la propia posteridad es hacer un discurso a los gusanos», escribió.


Céline con un erizo
Louis-Ferdinand Céline.


martes, 21 de marzo de 2023

 Si la mayoría de la gente se muriese siendo aún muy joven, con no más de dos o tres años –cinco como máximo, antes de la edad crucial de la autoconsciencia, cuando la muerte de un infante es ya moralmente inaceptable– se le haría un gran favor a las funerarias.

Juzgado el caso desde la mera rentabilidad, es decir, priorizando el éxito empresarial pero sin olvidarnos ni del desarrollo sostenible ni de la responsabilidad corporativa –etcétera–, lo cierto es que las funerarias verían aumentada su clientela a la par que disminuirían los gastos asociados tanto en madera para ataúdes –el Amazonas nos lo agradecería– como en terrenos, pues en los cementerios cabrían muchísimos más muertos al ser los cadáveres más pequeños y en el espacio liberado podrían plantarse muchos árboles, edificarse ambulatorios o simplemente ser reservados para huertos urbanos. 

En una economía de libre mercado, sin duda que las funerarias le devolverían este favor a la sociedad invirtiendo una gran parte de sus beneficios en promover todo tipo de bondades o para financiar investigaciones médicas, pensiones, subsidios, asilos estrictamente humanizados o  hasta un supermercado cooperativo.

Y dado que las funerarias nos prestan un servicio esencial de incalculable valor, pues gobierne quien gobierne y tengamos el sistema que tengamos la gente seguirá muriéndose, casi podría decirse que son el único ejemplo actual de auténtica ética y necesidad empresarial. Pero con el tiempo, ni siquiera las funerarias serán necesarias, pues gracias a su responsable esfuerzo, a su ardor progresista y liberal, el pueblo, sostenido económicamente a través de ingresos mínimos vitales muy generosos y con la ayuda del exponencial crecimiento tecnológico que permitirá que los robots trabajen por él, recuperará para sí la soberanía individual perdida, enterrando a sus pequeños muertos con sus propias manos y en cementerios extraterrestres diseñados para tal hermoso fin: una nueva mística  nacida de la prosperidad económica universal.