lunes, 29 de enero de 2024

Al suicidario le preocupa, sobre todo, la negación del deleite de su muerte. El suicidario acepta la muerte: le importa un pimiento si se ahorca, mete la cabeza en el horno, se arroja a las vías del tren, se pega un tiro entre ceja y ceja o se atiborra a una combinación mortífera de fármacos hipnóticos, anestésicos y bloqueantes neuromusculares —cada suicidario contempla su muerte con un goce estético que difiere según los gustos particulares, hay quien encuentra, por ejemplo, como profundamente antiestético el suicidio por sofocación con bolsa tras la administración de algún sedante, a pesar de su enorme seguridad si el protocolo es el adecuado—. Lo que el suicidario no tolera es la imposibilidad de contemplar su muerte como si de una obra de teatro se tratara, donde el escenario representa su velatorio, su ausencia (autoconsciente, ya sea espectral o trascendentalmente) es el protagonista y todos sus allegados esos inútiles secundarios a los que un guionista incompetente ha sido incapaz de escribirles unas pocas buenas líneas de guion. —Cuando Sócrates afirma que la filosofía es una preparación para la muerte no quiere decir que la filosofía se pueda reducir a la auto-ayuda, como vulgarmente se afirma, sino que el filósofo se ejercita en una purificación del alma intelectiva despojada del cuerpo: temer  a la muerte es absurdo porque el filósofo no encontrará el obstáculo de los objetos sensibles una vez retorne a las Ideas. Sin embargo, el mundo de las Ideas es fácilmente refutado al contacto con cualquiera de estos secundarios del montón, pues ideas, lo que se dice ideas, se nota que no ha tenido contacto con ninguna: no es que hayan las olvidado, es que son seres negados para el pensar y representarse las formas más puras. Tal preparación para la muerte debería consistir en que cada cual se piense bien lo que va a decir en el velatorio de un tercero: yo incluiría un examen para poder abrir la boca en los velatorios cuya pregunta sea una sola: ¿SÍ O NO? Cuidado con lo que respondes–.

    Una vez presencié un velatorio, por desgracia no el mío como ánima eterna sino el de mi padre, y recuerdo que mi tío, pudiendo escoger el silencio, prefirió decir una de esas malas y estúpidas líneas de guion para secundarios deficientes cuya gracia estribaría, si acaso estribase en alguna parte, únicamente en la repetición del estribillo. No obstante lo dijo una sola vez, con la voz grave y, lo que es de auténtico delito, tras haberlo querido pensar durante unos minutos:

     —Ya sabéis que somos como velitas que un día el tiempo sopla, se apagan y entonces nos vamos a otra parte…

    Ay, si por lo menos hubiera dicho que somos un incendio, que la muerte de mi padre iba a provocar la caída del sol sobre la tierra o la implosión hermosa de los astros en el cielo… ¡Menuda ciénaga de idioteces!

    No, si alguna vez decido acabar con mi vida, aniquilar mi consciencia, detener mi pulso, extinguir la respiración, borrar como decía Borges tan poéticamente «la suma intolerable del universo», voy a asegurarme de que mi tío ni nadie que no apruebe ese examen (que yo mismo dedicaré los últimos años de mi vida a elaborar) aparezca por mi funeral. ¿Tendré que estrangular a mi tío antes de suicidarme, con lo cual la causa de este pueda conducir a engaño,  es decir, que los investigadores y nuestros mutuos allegados crean que me di muerte para evitar la pena por homicidio, que lo asesiné por motivo de alguna vieja rencilla, y no para regalarle al resto de mis allegados un velatorio íntegro, honesto, digno?

    Es un precio que estoy dispuesto a pagar. Tal vez deba, por ambiciosa seguridad, borrar primero esa suma intolerable del universo antes de darme muerte (hay un árbol negrísimo y muy alto a las afueras de mi pueblo, al que se llega por un sendero embarrado en otoño, helado en invierno, infectado de plagas en primavera y achicharrado en verano, que me parece perfecto para amanecer colgado en cualquiera de las cuatro estaciones); pero no encuentro la manera de hacerlo: la técnica no ha evolucionado lo suficiente como para entregarle, igualitariamente, a cada hombre una bomba letal con la que mandar al vertedero este planeta lleno de cerebros y de estiércol. ¿Y la eutanasia consentida? El progreso moral es pura filfa, y jamás se evitará el nacimiento de los nuevos seres gimientes.

    Además, si no es mi tío el cacareador será mi prima, mi hermano, un amigo desconsiderado o alguna vecina dicharachera que, a fin de consolar bobamente a mi pobre madre, le espete un:

    —Su muerte nos ha pillado totalmente desprevenidos: yo estaba cociendo unos huevos para el potaje cuando me enteré. Ninguno sabíamos que su hijo sufriera tanto. Lo tenía todo en la vida. Con lo joven que era. ¿Qué le ha pasado? No sabíamos que tuviera depresión. Siempre me sujetaba la puerta del portal cuando me veía con el carro de la compra. Hasta se ofrecía a subírmela él mismo a mi casa si me percibía agotada. ¿Acaso pretendía ahorcarse en mi propia casa, mientras yo colocaba los yogures en la nevera? No puedo dejar de pensar en eso: cada vez que alguien entra a mi casa le obligo a permanecer a mi lado todo el tiempo, porque ya no sé si se va a ahorcar o no. La muerte de su hijo nos ha traumatizado a todos.

    A lo que mi madre, hallándose en ese momento mínimamente inspirada (lo que seamos francos, no es probable que suceda), habría de responder:

    —Nació con el cordón umbilical anudado al cuello. Al principio temimos por su vida y creímos que fue un accidente, pero cuando la matrona trato de desatárselo, él lucho contra ella para ganarse con la victoria el favor de una muerte precoz por asfixia. Al sentirse así arrebatado de su dulce condena, teniéndolo yo sobre mi regazo, todavía parecía como si quisiera estrangularse con sus propias manos. Luego supimos que era la luz blanca del paritorio: siempre fue fotosensible. La culpa de todo la tiene el sol. Si hoy no fuera un día de lluvia, sino un día soleado, yo me desmoronaría: gracias a mi hijo comprendo la maldad del sol.

    Uno nunca conoce a las personas hasta que no le cuentan algunas de estas falsas historias macabras, aunque de un encanto indudable: a raíz de esta anécdota, que yo mismo fabulé por primera vez a los doce años, comprendí el origen de mis migrañas: el maldito sol y la antiquísima frustración de no haber muerto a los tres segundos de nacer.

    Pensándolo bien, a propósito de aquel deleite auto-contemplativo, siempre será mucho mejor una muerte lentísima por alguna gravísima y feroz enfermedad que el típico suicidio, ya que la visión de la muerte dura apenas unos segundos, mientras que si estiras lo suficiente una enfermedad puedes pasarte media vida persiguiéndote la muerte. Perseguir la muerte es absurdo. Recordemos el cuento de La muerte en Samarra: en un descuido, la muerte nos alcanza, y es humano huir aterrorizado. Creo que cuanto más cerca nos encontramos de la muerte más lejos estamos asimismo de aceptarla. Es esta, y ninguna otra, la moraleja del cuento. Si el hombre de Samarra hubiera visto a la muerte por videoconferencia, seguro que le habría exigido sus favores en lugar de huir espantado como un conejo ante la presencia del zorro…


lunes, 22 de enero de 2024

47 puñaladas

Fueron cuarenta y siete puñaladas las que le asestó en el cráneo, con un cuchillo de cocina que había estado afilando durante varias noches, mientras todos dormían. El cuchillo se le había resbalado por culpa de la sangre excesivamente fluida de la cabeza de su víctima, causándole unas heridas extraordinarias en la mano, al punto que cuando por fin se agotó de apuñalarle la cabeza a su padre dio un respingo fatigado hacia atrás y observó que su mano ya no le pertenecía. Contempló primero el aberrante muñón, agitó el brazo como si fuera una sucia tela sanguinolenta que un soldado enloquecido usara para rendirse ante el enemigo y seguidamente condujo la mirada hacia su mano: continuaba apuñalando a su padre incesante y febrilmente, como una máquina capaz de odiar. La sangre salpicaba ya muy viscosa, y entonces la mano, como si comprendiera de pronto su inútil empecinamiento, que la repetición había trocado en manía, en absurdo estribillo, se giró y le devolvió a su antiguo dueño algo parecido a una mirada. La mano sostenía aún el cuchillo, cuyo radiante filo apuntaba ahora hacia la siguiente cabeza y parecía proclamar, con prepotencia, su inagotable perfección.