martes, 21 de marzo de 2023

 Si la mayoría de la gente se muriese siendo aún muy joven, con no más de dos o tres años –cinco como máximo, antes de la edad crucial de la autoconsciencia, cuando la muerte de un infante es ya moralmente inaceptable– se le haría un gran favor a las funerarias.

Juzgado el caso desde la mera rentabilidad, es decir, priorizando el éxito empresarial pero sin olvidarnos ni del desarrollo sostenible ni de la responsabilidad corporativa –etcétera–, lo cierto es que las funerarias verían aumentada su clientela a la par que disminuirían los gastos asociados tanto en madera para ataúdes –el Amazonas nos lo agradecería– como en terrenos, pues en los cementerios cabrían muchísimos más muertos al ser los cadáveres más pequeños y en el espacio liberado podrían plantarse muchos árboles, edificarse ambulatorios o simplemente ser reservados para huertos urbanos. 

En una economía de libre mercado, sin duda que las funerarias le devolverían este favor a la sociedad invirtiendo una gran parte de sus beneficios en promover todo tipo de bondades o para financiar investigaciones médicas, pensiones, subsidios, asilos estrictamente humanizados o  hasta un supermercado cooperativo.

Y dado que las funerarias nos prestan un servicio esencial de incalculable valor, pues gobierne quien gobierne y tengamos el sistema que tengamos la gente seguirá muriéndose, casi podría decirse que son el único ejemplo actual de auténtica ética y necesidad empresarial. Pero con el tiempo, ni siquiera las funerarias serán necesarias, pues gracias a su responsable esfuerzo, a su ardor progresista y liberal, el pueblo, sostenido económicamente a través de ingresos mínimos vitales muy generosos y con la ayuda del exponencial crecimiento tecnológico que permitirá que los robots trabajen por él, recuperará para sí la soberanía individual perdida, enterrando a sus pequeños muertos con sus propias manos y en cementerios extraterrestres diseñados para tal hermoso fin: una nueva mística  nacida de la prosperidad económica universal.


martes, 14 de marzo de 2023

No se puede agitar la sociedad con las máximas de La Rochefoucauld, escribe Cioran. Ni con 'El Capital', habría que añadir, con una fórmula retórica que imita además a las del pensador rumano.

Lo único que consiguió Marx fue vivir, a duras penas, de una filosofía que interpretaba las miserias del mundo cuando lo que él deseaba era cambiarlo. Pero las teorías nunca son revolucionarias salvo por la paralela histórica que trazan respecto a las revoluciones. Creer otra cosa es estar dispuesto a afirmar que una teoría puede por sí misma urdir una revolución: que toda revolución necesita una previa formulación teórica. Marx tan sólo puso terminología al padecimiento que ya agitaba Occidente –que no es precisamente poco. Él mismo comienza así el 'Manifiesto Comunista': con el fantasma que recorre Europa. La clase obrera sufría demencialmente, y agitaba ya sus cuerpos bajo los látigos de sus opresores, ora estremecida, ora sedienta de justicia. Marx no agitó la sociedad, a lo sumo, agitó la bandera de una filosofía: su filosofía. Y a juzgar por el resultado de esa agitación, casi parecería que los revolucionarios hayan derramado su sangre inútilmente, pues la teoría marxista encontró su acomodo definitivo en el aparato burocrático y depredador stalinista. «Toda revolución se evapora y deja atrás sólo el fango de una nueva burocracia» escribió Kafka. Un desposeído es alguien que pone su carne al servicio de la prosperidad de otro. ¿Y acaso los desposeídos han dado pruebas de servir para algo más?

La sociedad, en cualquier caso, nunca se agita, paladea su sufrimiento un instante y luego muere de asco mientras los poderosos siguen reinando y los hombres padecen en cuerpo y en espíritu bajo la servidumbre. El que reine un hombre o reine otro de poco puede importarnos: lo único importante es que al perro solo le quitan el collar el día que se muere.



lunes, 6 de marzo de 2023

Dado que Dios prohibió única y exclusivamente que Adán y Eva comieran de los frutos del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal es de suponer que, de haberse Adán y Eva comido el uno al otro, Dios no se hubiera ofendido ni un ápice.

Es muy difícil sobrevivir al propio pasado. El pasado es un asesino muy eficaz, pues es todo lo que un asesino eficaz debe ser: invisible e irrefutable.

Para un padre su mayor felicidad es ver crecer a sus hijos. Sin embargo, no todos los padres tendrán esa suerte y algunos de sus hijos morirán antes que ellos. Esa felicidad abolida se convertirá entonces en la peor de las pesadillas inimaginables: no sólo muere un ser concreto, un hombre o un niño, sino que con él se esfuma la posibilidad de un tiempo esperanzador mediante el cual el propio padre habría de eternizarse. Los hijos son, antes que herederos, depositarios. 

Para los hijos, en cambio, el afecto que sienten hacia sus padres supone un tipo de amor cualitativamente muy distinto, tan egoísta en lo práctico como ontológicamente desinteresado, pues en el amor de un hijo por sus padres no cabe esa esperanza: él es el responsable de su eternidad, único portador y representante, que tratará de asegurar ya sea mediante la procreación, la gloria o la mística: buscará la trascendencia por cualquier medio a su alcance. 

Por esta razón los padres, a menudo, se sienten tan decepcionados de sus hijos: creen que sus hijos se han distanciado tanto de ellos a través de ciertas particularidades ideológicas o conductuales que su eternidad se ha vuelto incierta: la transferencia es mera formalidad, su emblema, más que desaparecido, se encuentra irónicamente entrecomillado. ¿Es acaso este hijo mío un extraño, no el depositario de mi fe como yo pensaba, sino un traidor, el Leviatán que devora no ya mi corazón, sino mi alma entera y su eternidad?