jueves, 22 de abril de 2021

Soy una persona débil y autista, aunque muy orgulloso, como todo gran humillado, como todo gran ofendido por la vida y el estado natural del cosmos, cuyas leyes lo rebajan a uno a la altura de una marioneta, o peor, de una mota de polvo que se cree marionetista...

Mi orgullo es casi tan grande como el universo, pues cuando no se puede poner al nivel del universo ningún talento, ningún mérito ni ninguna auténtica valía, uno engrandece su orgullo, lo engorda hasta límites inimaginables. Hay orgullos que no caben en el universo.

El orgullo es un ego herido, continuamente exasperado, defendiendo ciertos límites de supuesta integridad intocable, por eso los orgullosos somos tan susceptibles, porque ni nosotros sabemos dónde están esos límites, y cualquier cosa puede ser interpretada en términos de agresión simbólica. Cuantas más ofensas recibimos los orgullosos, más grande es nuestro orgullo, aunque a condición de que esas ofensas sean imaginarias, pues las ofensas reales nos acobardan, nos desmoralizan, ya que no es lo mismo elucubrar que vivir, por muy turbadora o sensual que sea la elucubración.

Los orgullosos sólo alcanzamos el grado de genialidad cuando logramos ignorar todas las ofensas reales, cuando nos hacemos ciegos y sordos a ellas, mientras que aumentamos y exasperamos todas las ofensas imaginarias, de manera que nuestro orgullo engorda, engorda y engorda sin freno ni control.  De lo que estamos orgullosos, en definitiva, es de no tener nada propio que glorificar, y cuanto menos tengamos que glorificar mayor será nuestro orgullo, pues el orgullo se habrá tomado definitivamente como fin en sí mismo e inflado hasta dimensiones astronómicas.

En materia literaria, Dostoievski, el noruego Knut Hamsun o Fante crearon grandes orgullosos, seguramente sondeando sus propias almas, y legaron a la humanidad el conocimiento exacto de la materia espiritual que da forma al carácter esencial de los orgullosos. 

lunes, 19 de abril de 2021

Torre de Babel

Hay que entregarse a las ideas, dejar que las ideas nos posean y nos arrebaten los titubeos y las cobardías. Ojalá pudiera mataros a todos para demostrar mi punto, porque mataros de uno en uno, o sólo a un hombre y nada más que a un hombre, no demuestra nada, tenéis que morir todos a la vez o será en vano que muera nadie. 

Pero no mataros por fanatismo ni por simple amor a la brutalidad, sino porque quiero erigir un monolito con vuestras cabezas que se consagre únicamente a la verdad. Os habéis puesto al servicio de la confusión, de la indiferencia, de la mentira. Yo os pondré al servicio de la verdad.

Quiero contemplar mi obra tan alta como el cielo y encontrarme con vuestras caras al fin satisfechas, al fin redimidas –Comparto muchísimos pecados con los hombres: prácticamente cada segundo que continúo con vida es un pecado nuevo que me invento–. Le rezaré a vuestras cabezas y, por lo tanto, a la verdad y nada más que a la verdad. La verdad sabrá perdonarme. En mi torre de Babel no se hablará ningún idioma, no se devolverá ninguna mirada. No habrá idiomas, no habrá miradas, sólo cabezas vacías, rostros ciegos y voces ahogadas... 

Cristo vino a salvar vuestras almas, yo vengo a redimirlas.

domingo, 18 de abril de 2021

El ciego

Salía temprano por la mañana hacia el trabajo cuando un hombre se paró en silencio ante mí. Era un hombre ciego, mayor, desaseado. Al comienzo pensé que querría limosna o preguntarme una dirección (¿cómo se le dan indicaciones a un ciego?), pero se limitó a sonreír alzando tan sólo el labio superior. Le faltaban todos los dientes. Y sus encías eran negras.

–¡Señor!– dije, interrumpiendo su sonrisa– No entiendo qué espera usted de mí.

Pero el ciego no respondía. Parecía un árbol al que hubiera impactado un rayo: muerto por dentro pero en pie.

–Va usted a provocar, sin quererlo, que llegue tarde al trabajo. No puedo permitirme seguir llegando tarde al trabajo cada día.

Entonces recordé que ese ciego me hacía lo mismo todas las mañanas. Llevaba con ese jueguecito medio año. ¿Pero cómo me había librado de él? La vía peatonal era muy estrecha, y por la carretera no dejaban de circular coches. Temía que me atropellasen o que se montase tras nosotros una fila de personas impacientes a pie, exigiendo su derecho de llegar puntuales al trabajo.

–¡Exijo mi derecho...! –comencé a exclamar. Pero en seguida me di cuenta de lo ridícula que sonaría una exigencia saliendo de mi boca. Preferí ser un poco elegante y callarme.

–Por favor, le ruego que me disculpe –empecé elegantemente a decir –pero no debería llegar tarde al trabajo, y si usted se apartase tan sólo unos centímetros a su derecha, entonces llegaría a tiempo.

Pero allí permanecía imperturbable el ciego, con su siniestra sonrisa a medias.

Sus negras encías malignamente enfermas, sus ojos inútiles fijos en algún vacío pasado. 

–¡Apártese, apártese le digo! –rugí tomándole por los hombros. Llegué a apretar mi mano en su cuello – ¡Que se aparte!

Le escupí en el rostro. Sanguinolento esputo que ignoró estoicamente.

Seguía sin recordar cómo había hecho los días anteriores para echarle.

Me rendí.

Simplemente di media vuelta y regresé a la cama. Allí recordé al fin:

–¡Eso, eso haré! –me exigí a mí mismo.

Justo antes de quedarme dormido me pregunté si aquel ciego tendría trabajo. Los recuerdos se dispersaron en seguida.

sábado, 17 de abril de 2021

Simpatizo más con el pesimismo de un Kafka que con el de un Lovecraft: el universo es tan terroríficamente grave que sólo cabe tomárselo a broma, lo que no significa que la broma tenga por qué hacerle gracia a nadie.

Supongo que existen momentos para las bromas y momentos para el horror, pero es que para mí una broma puede ser horrible y una broma puede no ser ningún consuelo, bromear como consuelo no suele dar resultado nunca, mejor bromear para hacer explícita la insobornabilidad del desconsuelo. 

Las bromas de Kafka son casi todas horribles, su universo da tanto pavor como el universo de Lovecraft. Kafka jamás supo por qué hacía bromas. Si hubiese sido lógicamente consistente durante toda su vida (lo que más precisamente fue incapaz de ser) jamás habría hecho una sola broma. A menudo bromear es traicionarse a uno mismo. A menudo sales a la calle y le sonríes a un desconocido por no ser descortés. Esta mueca puede pasarle desapercibida al desconocido, pero no pasa desapercibida para ti, que la experimentas en toda su futilidad. Lo mismo sucede con las bromas.

La realidad es que Kafka fue más posmoderno que Lovecraft, Kafka fue un protoposmoderno. No se me ocurre por qué nadie querría tomarse ya en serio su tragedia, pero se me ocurren muchas razones por las cuales regodearse frívolamente en ella, ese goce estético es inseparable del posmodernismo. Y si para superar el posmodernismo debemos dejar de leer a Kafka no estoy seguro de que debamos superar el posmodernismo. ¿Qué vale más, Kafka o la verdad? Un deber moral no tiene por qué sernos simpático, pero la moral de la renuncia es una moral de esclavos... 

lunes, 12 de abril de 2021

Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, de Rafael Sánchez Ferlosio

«(De pravitate Dei.) Tengo para mí que la discusión sobre la existencia o inexistencia de Dios no es, a fin de cuentas, más que la forma académicamente tolerada hacia la que acabó desviándose la mucho más escabrosa y hasta delictiva cuestión de su bondad o maldad. El hecho de que los negadores-de-Dios de carne y hueso hayan estado prohibidos no debe escamotear el dato de que la hipótesis de la inexistencia no ha sido descartada ni siquiera en los mejores momentos de la Ecclesia Triumphans, pues ¿qué significa el que la más brillante escolástica —San Anselmo de Canterbury, Santo Tomás de Aquino— no haya dejado nunca de excogitar pruebas y demostraciones filosóficas de la existencia de Dios, sino que la hipótesis de la inexistencia se mantenía virtualmente vigente, por cuanto siempre admitida a discusión, aun por muy aplastantemente que se la predestinase a la derrota? El acto positivo de demostrar algo implica inevitablemente el reconocimiento de derecho de la hipótesis contraria. Sería probablemente malicioso pensar que los creyentes se avinieron conscientemente a debatir la mera cuestión de facto de la existencia o inexistencia para desviar la mirada de la cuestión de iure capital: la de la bondad o maldad, pero el hecho es que los impíos cayeron en la trampa de semejante transacción y se hicieron asépticos ateos —meros creyentes en la inexistencia— en lugar de pugnaces renegados. Más operante habría sido conceder en la banal y abstrusa cuestión de la existencia, a cambio de tener firme en la de la maldad, pues es la idea de Dios, no la de su existencia, lo que importa, tal y como los fieles lo adivinan, con certero instinto, cuando se muestran mucho más sensibles a que se respeten los derechos de la idea de Dios, y dentro de ella los de su bondad, que a que se afirme o niegue su existencia. Los meros ateos se inhiben de lo que hagan, digan o piensen los creyentes, como si, sin necesidad de la existencia, la sola idea de un Dios bueno y providente no fuese maligna y venenosa para todos, como si tal imagen no fuese un sangriento sarcasmo hacia este valle de lágrimas, una perversidad, un insulto, o incluso, ¿por qué no?, una feroz blasfemia contra los mortales».

domingo, 11 de abril de 2021

El mundo como Voluntad y Representación, de Arthur Schopenhauer.

«El brahmanismo y el budismo, que enseñan al hombre a considerarse a sí mismo como el propio ser originario, el Brahma al que es ajeno todo nacer y perecer, conseguirán mucho más que aquellas que lo consideran hecho de la nada y piensan que su existencia ha sido recibida de otro y comienza realmente con el nacimiento. Conforme a ello, en la India encontramos una confianza y un desprecio de la muerte de los que no tenemos idea en Europa. Es de hecho delicado imponer al hombre mediante una inculcación temprana conceptos débiles e insostenibles en este asunto tan importante, y hacerlo así para siempre incapaz de asumir otros más correctos y plausibles. Por ejemplo, enseñarle que hace poco surgió de la nada, que por lo tanto no ha sido nada durante una eternidad, y que sin embargo va a ser inmortal en el futuro, es como enseñarle que, pese a ser obra de otro, ha de ser responsable de su hacer y omitir por toda la eternidad. En efecto, si más tarde al que tenga un espíritu profundo y una reflexión penetrante se le impone el carácter insostenible de tales doctrinas, | no tiene nada que poner en su lugar, ni siquiera es ya capaz de entenderlo, y pierde así el consuelo que también la naturaleza le había destinado como compensación de la muerte». 

Un buen pesimista piensa que la suma de todos los placeres de todos los hombres posibles y realmente existentes pesa menos que un pequeño sufrimiento que dure apenas medio segundo. Lo que yo pienso es que he disfrutado enormemente de la mayoría de mis pequeños sufrimientos. 

Esto me convierte, naturalmente, en un mal pesimista, aunque en un excelente masoquista y en una todavía más excelente carne de cañón.

Rafael Ferlosio dice esto de los masoquistas, e intuyo que, si no me da la razón, por lo menos me humilla elegantemente: «El duro se endurece mediante un ejercicio que consiste todo él en una especie de previa adaptación a la derrota, en su asimilación anticipada; ejercicio gracias al cual conseguirá, llegado el trance, exorcizarla y trocarla por victoria. Vencerá, pues, sólo a costa de haberse adelantado a perpetrar contra su cuerpo y alma tanto agravio como el que el enemigo habría llegado a inferirle para derrotarlo».

Son unas horas estupendas para ir a los parques a increpar y a empujar a todo el mundo y a azotarlos con un látigo por vagos y por maleantes. ¿Acaso se piensa el tejido productivo que tiene derecho a descansar, si su descanso repercute negativamente en el producto interior bruto de su país? 

Por lo menos los fines de semana hay gente que va a los bares o a las tiendas para consumir, aunque los de los bares tal vez sean todavía peores que los perezosos de los parques, porque fingiendo que consumen y aportan a la economía de su nación se pasan cuatro horas sentados con un único botellín a medias en la mesa mientras le dan a la sinhueso como si no hubiese un mañana. ¡Pero el mañana es lo único que cuenta, ya que mañana podemos ser más ricos que ayer!

Me pone enfermo tanto vago. Si por mí fuera ni siquiera los muertos descansarían. Haría con los cadáveres unos robocop trabajadores: el robocop heladero, el robocop maquinista, el robocop cirujano, el robocop paseador de perros, el robocop contable, el robocop cantaor de flamenco...

Así como Jesús expulsó a latigazos a los mercaderes de los templos pienso yo expulsar a latigazos a las nuevas generaciones de vagos inspirados por el evangelio. ¿Qué trabajo es predicar?

sábado, 10 de abril de 2021

Los abrigos nos separan de los muertos

Con la muerte de mi padre heredé sus cinco abrigos. Sumados a los que ya tenía, hacían un total de nueve abrigos. Pensé que nada podía ir a peor hasta que mi hermano también se murió y heredé otros siete abrigos.

Me pasé dos semanas contemplando mis abrigos, encerrado en el armario con ellos, donde apenas era capaz de hacerme un hueco entre tantos abrigos. Nunca me gustó el exceso en materia de propiedades, de manera que decidí deshacerme de todos mis abrigos, por mucho que me doliera perder así la última conexión que me quedaba tanto con mi padre con mi hermano, los residuos telares de su aprecio. No me consideraba a mí mismo como una persona muy sentimental, pero aquellas prendas no sólo me recordaban la pérdida, sino que me escarmentaban al ser incapaz de reconciliarme con ella.

Tras concluir que el problema no estribaba en la cualidad sino en la abundancia, decidí poner a la venta la mitad de mis abrigos, pero no había terminado aún de decidirme de cuáles en concreto me iba a deshacer cuando se murió también mi mejor amigo, quien me dejó en herencia otros seis abrigos más. Entre parkas, sobretodos, plumas, cazadoras, anoraks, marineros, guardapolvos y chalecos tenía ya más de veinte abrigos.

Me encontraba perdido, desorientado, anonadado ante tanta muerte y tanto abrigo que parecía corroborarla. Lo peor era que me gustaban todos aquellos abrigos, no porque me sintiera rico o afortunado por el exceso de posesiones, sino que realmente me sentaban mucho mejor de lo que me habían sentado cualquiera de mis abrigos. En conclusión, supe que debía comenzar por deshacerme de los abrigos que me habían pertenecido en exclusiva antes de que se muriera nadie.

Pero fui incapaz de tirar mis viejos abrigos. Sabía que no volvería a ponérmelos, que probablemente sería incapaz de ponerme tantos abrigos, porque me parecía una frivolidad cambiarse de abrigo todos los días, o de ponerme un abrigo para cada circunstancia diaria de la vida, como quien se pone un abrigo distinto para ir a comprar el tabaco, otro para comprar el pan y un tercero para pasear al perrito. Los objetos que nos rodean, sobre todo los que nos ponemos encima de las finas pieles para protegernos del frío o de la lluvia, no pueden ser superfluos. El consumo no revierte el pasado: no podemos revertir el pasado a razón de variar cuatro elementos exteriores de cara al porvenir. ¿Pero qué es el porvenir, sino una suposición? ¿Qué son las suposiciones, sino anticipaciones que enmascaran las malas digestiones de la memoria? También la inmundicia tiene un alma. ¿Por qué iban a tener un alma sólo las personas? ¿Y qué pasa cuando las personas se marchan, acaso no podemos acompañar nuestro silencio con algunos pedazos desperdiciados de sus almas? El alma es criatura libre, mientras vivimos, ella roza y alimenta todo cuanto nos rodea; cuando nos vamos, ¿quién dice que esas huellas no resplandezcan invisiblemente por doquier?

El verano se acercaba, en el último medio año había visto morir a tres de las personas que más apreciaba en este mundo y ni siquiera me había podido poner todos aquellos abrigos más que en mi cuarto frente al espejo para ver cómo me quedaban. Al principio sí logré usar más o menos frecuentemente una de las gabardinas de mi padre, junto a un guardapolvo de mi hermano con el que fui al funeral de mi mejor amigo. Recordando con amargura este episodio fue como se me ocurrió una solución a mis agonías: debía obligarme a usar un abrigo por cada funeral al que asistiera. Incluso si debía esperar veinte años hasta la próxima muerte de un allegado la espera merecería la pena, pues más vale honrar la memoria de un padre veinte años después de su muerte que traicionarla al segundo siguiente.  

Plenamente satisfecho con el resultado de mis conclusiones, de las exigencias espirituales a las que me había visto obligado a someterme a fin de honrar decentemente a mis muertos, volví al armario a pasar allí otra noche encerrado. Pero tantos abrigos guardaba allí dentro que, a mitad del sueño, muy entrada la madrugada, la barra donde colgaban las perchas se partió en tres trozos, dejándome felizmente sepultado en una veintena de abrigos

viernes, 9 de abril de 2021

Acerca de la privación

Si te das un golpe en un dedo te cortas la cabeza para interrumpir el circuito de transmisión del dolor. Esto es natural. Parece que así nos estemos privando de muchas experiencias positivas, pero morir no es verse privado de nada, ya que los muertos no se quejan. 

Vivir, en cambio, es verse privado de la eternidad. La auténtica privación está en la vida, que contempla la muerte; y no en la muerte, donde ya no se contempla nada. No es exagerado decir que la muerte extirpa de raíz todos los problemas de la vida. Pero que soluciona, como diría Cioran, todos los problemas, con lo que no finalmente resuelve ninguno.

Es una lástima que estemos vivos, sin duda, y que los nonatos sean incapaces de agradecernos a los concienciados nuestros penosos esfuerzos por ahorrarles el sufrimiento, mientras que perfectamente podrán reprocharnos su existencia, si es que acaso en un descuido llegasen a nacer. 

miércoles, 7 de abril de 2021

Los encantos del Maligno

El banco tenía una oferta generosa para mí. Una voz agradablemente femenina trató de explicármelo durante una llamada telefónica. Me explicó que estaban ofreciendo un servicio de pagos en conjunto de seguros que permitiría al cliente ahorrarse un 5% mensual. A mí no me pareció lo suficientemente generoso, así que me despedí educadamente tras advertir que no tenía ninguna necesidad de este servicio.

A punto estaba de colgar cuando la voz femenina me pidió una segunda oportunidad. Ahora me ofrecía este servicio más la exención de todas las comisiones que estaba pagando. Insistí en que nada de esto me interesaba,  que sólo quería que me dejasen en paz. La voz femenina se quedó en silencio dos segundos, hasta que me explicó que dicha exención carecería de tiempo límite. Jamás volvería a pagar ninguna comisión en el banco. Es más, agregó que estaría exento también de pagar comisiones por sacar mi dinero en otros establecimientos bancarios. 

En venganza por su anterior silencio me quedé en silencio medio minuto, fingiendo que me lo estaba pensando. Pero la voz femenina era astuta y antes de que me propusiera abrir la boca o directamente colgar me ofreció 500 acciones del grupo bancario al que representaba por valor de 2.703,74 euros. No supe que decir, lo que la voz interpretó como una forma de insistencia sobre mi venganza anterior, así que ofreció como premio a mi paciencia durante toda la duración de la llamada un juego de vajilla de porcelana de 24 piezas, un año gratis en todos los museos públicos de la Comunidad de Madrid que incluiría las exposiciones privadas con visita guiada, los talleres que se organizasen y un cheque regalo para souvenirs por valor de 150 euros.

Sabía que eran ofertas muy generosas, totalmente beneficiosas y aprovechables, sobre todo porque realmente me gustan los museos y comer en vajilla como hacen las personas civilizadas y decentes, pero cuanto más beneficiosas eran las ofertas con más necesidad habría sistemáticamente de rechazarlas. No por orgullo sino por una convicción negativa hacia las tentaciones. El espíritu humano no puede sucumbir a los encantos del maligno.

A la voz femenina le costaba respirar. El oxígeno no le llegaba bien al cerebro después de pasarse los últimos quince minutos ofreciéndome ventajas increíbles, maravillosas e inverosímiles. De haber aceptado su última oferta haría sería su jefe, sería el jefe de todos, el dueño absoluto del banco y amigo íntimo de dos ministros, el de economía y el de trabajo. Claro que podría haber aceptado, haber mantenido la presidencia un par de años mientras me dedicaba a delegar todas mis funciones en mis subordinados y haberme retirado con un gran sueldo acumulado en la cuenta bancaria. Pensé que, de haber aceptado, a aquella voz podría haberla hecho directora de sucursal. Después de todo se había esforzado mucho por tratar de satisfacerme. 

Pero, como todo en esta vida, las llamadas telefónicas también terminan llegando a su fin. Me disculpé gravemente con la voz al otro lado del teléfono, explicando que no aceptaría ninguna oferta. La voz lloró amargamente. Pude escuchar sus lágrimas derramándose a borbotones contra el suelo. Sonaba igual que Satanás aporreando el teclado mientras le escribía una misiva injuriosa a Dios. Antes de colgar la voz me dio las gracias. Yo también se las di a ella. Habíamos hecho buenas migas. Un rato más tarde me llamaron los de mi compañía telefónica. Les dije inmediatamente que sí a todo. Debía compensar los malos tratos a la voz anterior. 

Primera inercia: los crímenes que no he cometido

Una noche tropecé en un bar y maté a un hombre sin querer. El hombre había intentado matarme él primero, así que no tuve elección, porque si la hubiera tenido ahora estaría muerto. Esto ocurrió en el lavabo, así que dejé su cuerpo ensangrentado con la cabeza dentro del retrete, como si se hubiera tropezado y ahogado después; salí a la barra, pagué mis copas y las suyas, como un último homenaje honesto a mi enemigo, y me largué de ese sitio echando hostias. 

En mi huida a pie choqué contra dos policías, me abracé a uno de ellos, logré desarmarlo y los acribillé a ambos a balazos. Los agentes cayeron muertos al suelo entre largos suspiros de incomprensión y amargos quejidos de dolor. Supe que ambos estaban casados y que tenían hijos porque entré en el coche patrulla, abrí la guantera y ahí estaban sus carteras. Arranqué el coche e inicié mi frenética huida. No sin antes adueñarme de todas las armas, por supuesto.

Pensé en escapar a una isla paradisíaca en Brasil o en Panamá, quizá Cuba o la República Dominicana. Al final me decidí por conducir hasta Marbella, porque no me parecía evidente el que fuera a darme tiempo a coger un avión tan repentinamente sin que me detuvieran. Pero antes que nada necesitaba dinero en efectivo, de manera que decidí pasar por casa del director del supermercado donde yo trabajaba como auxiliar de recursos humanos para pedirle un anticipo de mi sueldo. De camino hasta su casa atropellé mortalmente (me aseguré de que fueran atropellos mortales) a once personas, contra las cuales no tenía nada personal, salvo que se habían cruzado en mi camino cuando tenía prisa por escapar de la policía a causa de mis crímenes anteriores. Empecé a preguntarme si no me estaría pasando algo extraño, al dar muerte así a tanta gente cuando jamás había matado a nadie antes ni lo había deseado siquiera. Era como si de pronto el universo echara sobre mí individuos de los que quisiera deshacerse para obligarme a hacerle el trabajo sucio.

Al llegar a casa de mi jefe lo primero que hice fue darle con la culata de la pistola en los dientes, rompiéndole casi todas las piezas, que escupió como si fuese leche. La idea de haberle ordeñado los dientes como si fuera una vaca me causó simpatía, e imaginé que él también se reiría de mi ocurrencia. Luego lo arrojé dentro de la casa, lo pateé a fondo, lo amordacé y le exigí mi finiquito. 

Como no quiso hacerme caso subí las escaleras hasta el primer piso, donde estaban los dormitorios, entré al cuarto del primogénito, lo estrangulé y volví a bajar. Siguió negándose, así que tiré al segundo hijo de cabeza por la ventana de su cuarto. Todavía continuaba obstinándose, así que al tercer hijo lo asesiné ahogándolo en la bañera. Ya me figuraba que continuase desobedeciendo, así que al cuarto de sus hijos, por cierto, una niña preciosa llama Laura, me la bajé directamente al salón, donde le corté el cuello en su presencia, manchándome por cierto los zapatos de sangre por primera vez en lo que llevaba de noche. Al fin decidió hacerme caso, así que le acerqué el móvil, ejecutó un par de aplicaciones y en seguida me ingresó 6.400 euros que yo había deducido que me debía, más un plus de 500 euros por cada hijo que me había visto obligado a asesinarle; en total, 8.400 euros (más 120 euros más por mis zapatos). Antes de irme me suplicó que no le hiciera nada a su mujer. Aquello me sorprendió: no había caído en que estaba casado. Lo de los hijos lo sabía porque lo escuché una vez mientras despedíamos a alguien. Pero jamás había escuchado de ninguna mujer. De haberlo sabido habría empezado por ahí: de pronto me pareció una barbaridad haberle matado directamente a todos sus hijos en lugar de empezar por su mujer. Víctima de un conato de arrepentimiento, corrí al dormitorio matrimonial, le di a la mujer ocho puñetazos en la tráquea y escapé de allí. Al cruzar el salón para salir de la casa me percaté de que el pobre hombre yacía muerto en el suelo, probablemente a causa del disgusto. Me pregunté si tendría más familia porque de pronto me pareció moralmente aceptable exterminarlos a todos, a causa de ahorrarles el sufrimiento de la desgracia que les había causado. Pero no tenía tiempo para dilemas éticos, así que quemé la casa con unos productos químicos que encontré y desaparecí. 

Afuera cuatro coches patrulla y un furgón policial me estaban esperando. Abrí fuego con tanta fortuna que los maté a todos, pues fallé mi primer tiro, dándole en cambio de lleno al motor y provocando una absurda explosión que se los llevó a todos por delante, incluyendo medio vecindario. Comenzaba sin embargo a sentirme extenuado. Muy aturdido. No entendía nada.

En primer lugar, yo no me había propuesto matar a nadie. ¿Debía tratar de proponerme, al contrario, el no matar a nadie? Pero esto permanecía fuera del alcance de mi mano, pues salvo la masacre en la casa de mi jefe casi todos mis otros homicidios habían sido involuntarios. Yo no habría matado al hombre del bar de no haberme tropezado, en primer lugar, sobre él en el baño de hombres mientras intentaba hacer pis. El hombre reaccionó de forma aborrecible, lanzando sobre mí un golpe que provocó que le echase el pis encima del abrigo al tratar de esquivarlo, lo que le enfadó todavía más. El resto fue simple inercia: lo tumbé, le di cuatro patadas en la frente, lo arrastré hasta el interior de un cuarto con retrete y lo dejé allí para que lo encontrasen cuando el bar cerrase. Podría incluso decirse que yo no había tenido nada que ver con aquel primer crimen, o que de hecho estaba siendo altruista al no deshacerme mejor del cadáver, de manera que no lo encontrasen nunca. El resto de mis crímenes eran simple consecuencia del primero, pero si éste no tenía nada que ver conmigo, entonces la conclusión era obvia: todavía no había cometido ningún asesinato ni lo volvería a cometer. Me sentí satisfecho de mis conclusiones y regresé a casa a cenar una merluza que me había hecho mi madre. La merluza hizo que me atragantase con una raspa, lo que me irritó sobremanera, provocando en mi ánimo una gran exaltación homicida. Menos mal que soy pacífico por naturaleza. 

viernes, 2 de abril de 2021

Seguro que Houellbecq estaría de acuerdo con muchas de las cosas que yo digo, ya que yo estoy de acuerdo con muchas de las cosas que él dice. No es por situar mi agudeza a la altura de la suya, sino por especificar que ambas están clavadas en la misma tierra y apuntan con el dedo al mismo sol. Como mucho, si es más agudo que yo, podría matizarme, pero nunca desmentirme, y a mí matizar a tus almas gemelas me parece muy innoble y poco virtuoso.

La conspiración contra la especie humana, de Thomas Ligotti. Un fragmento sobre la afirmación de que el pesimista debería matarse

«La afirmación de que el pesimista debería matarse para hacer honor a sus ideas se puede rebatir diciendo que revela un intelecto tan burdo que no merece respuesta. Pero no resulta muy difícil dar una. Simplemente porque alguien haya llegado a la conclusión de que la cantidad de sufrimiento en este mundo es suficiente para que cualquiera estuviera mejor si no hubiera nacido no significa que por fuerza de la lógica o la sinceridad deba matarse. Sólo significa que ha concluido que la cantidad de sufrimiento en este mundo es suficiente para que cualquiera estuviera mejor si no hubiera nacido. Otros podrán disentir al respecto según les plazca, pero deben aceptar que si creen tener un argumento más sólido que el pesimista están equivocados. 

       Naturalmente, algunos pesimistas se suicidan, pero nada les obliga a suicidarse o a vivir con el estigma del hipócrita en la frente. La muerte voluntaria puede parecer una medida totalmente negativa, pero la cosa no es tan simple. Toda negación viene adulterada o formulada a hurtadillas por un espíritu positivo. No se puede proferir un «no» inequívoco ni obrar en consecuencia con él. Puede que las últimas palabras de Lucifer en el cielo fueran "Non serviam", pero nadie ha servido tan sumisamente al Todopoderoso, porque Su atracción secundaria en las nubes nunca atraería a ningún cliente si no fuera por la principal del infierno del diablo en la tierra. Sólo los catatónicos y los pacientes en coma pueden perseverar en un digno retraimiento del trajín y el tumulto de la vida. Sin un «sí» en nuestros corazones no se haría nada. Y acabar con nuestra existencia en masa sería la afirmación más ambiciosa de todas. 

La mayoría de la gente piensa que la vitalidad sólo se denota por fenómenos como octogenarios que trepan por senderos de montaña o naciones que construyen imperios. Esta forma de pensar es simplemente ingenua, pero nos mantiene alta la moral porque nos gusta imaginar que seremos capaces de trepar por senderos de montaña cuando tengamos ochenta años o de vivir como ciudadanos de una nación que ha construido un imperio. De este modo, las denuncias de los críticos que afirman que el pesimista debe matarse o ser condenado como hipócrita son perfectamente razonables en un mundo de optimistas con carnet o encubiertos. Una vez entiende esto, el pesimista puede librarse de sufrir más de lo necesario a manos de la "gente normal", una confederación de seres honorables que mantienen de común acuerdo la conspiración en marcha. Esto no quiere decir que estas personas no sufran tanto y de tal modo que a veces no se maten, quizá incluso en mayor proporción que los pesimistas, o que por el hecho de matarse sean unos hipócritas por haber dicho alguna vez que cualquiera está mejor por haber nacido. Sólo quiere decir que cuando las personas normales se matan, incluso después de haber dicho que cualquiera está mejor por haber nacido, quedan inhabilitadas como personas normales, porque las personas normales no se matan sino que piensan hasta el día de su muerte que estar vivo está bien y que la felicidad brillará en la existencia de los recién llegados a la vida, que, como siempre se da por supuesto, serán tan normales como ellos».


thomas ligotti portada de la conspiración contra la especie humana


jueves, 1 de abril de 2021

No te atemorices porque existan depredadores astrales que se alimenten de tu frustración, tu rencor y tu pena. ¿Sientes frustración, rencor y pena por el conocimiento de estos depredadores, porque ellos influyen negativamente en tu vida o al margen de ellos? Reconfórtate con saber que tu sufrimiento le es útil a alguien... Piensa que ninguna vaca se siente desgraciada y que tu sufrimiento por lo menos tiene un sentido: dioses golosos entre dimensiones se chupan los dedos con la mala energía que desprende tu sufrimiento. Para ellos tu atmósfera de dolor, los residuos astrales de tu miedo y tu frustración, son una ambrosía.


El chiste del optimista y del pesimista, con breve intervención divina

Os voy a contar un chiste: estaban paseando por la montaña un optimista y un pesimista, charlando vivazmente en medio del fresco aliento de las alturas. El pesimista amenazaba con tirarse cuando el optimista le explicó que aquella sería una hazaña sin sentido, pues era una ofensa al universo el darse muerte a uno mismo cuando había tantas bellezas como las de aquella montaña. El pesimista le reconoció, sin embargo, que ciertamente en el universo había verdaderas bellezas, pero que ninguna de estas bellezas durarían mucho más que su propia existencia. Pero mientras tu existencia dure, respondió el optimista, y puesto que ésta es caduca ¿por qué habrías de renunciar a tu sentido de la belleza, a la maravilla y al placer? En primer lugar, amigo, continuó el pesimista, la suma de los tormentos es superior a la suma de los placeres, e incluso si no lo fuera, tanto valdría, pues cualquier agonía cambia la sustancia de nuestro espíritu en medidas que jamás alcanzaría ningún placer. Ninguna satisfacción es posible, en segundo lugar, pues mientras vivimos permanecemos atados a deseos que jamás logramos satisfacer. Y en tercer lugar, piensa bien lo que dices, pues precisamente porque la vida es caduca, esa temporalidad que acusamos, enfrentada a la eternidad de la muerte, representa una verdadera nulidad. De nulidad nada, insistió el optimista, precisamente porque es tiempo vivido se convierte en tiempo salvado. Por otra parte las posibilidades del mundo nos son desconocidas, nuestro conocimiento está apenas en su infancia, afirmar que ninguna perspectiva de trascendencia es posible es dar un salto de fe enorme. ¿Y cómo sabes que la suma de los dolores supera la suma del placer? Tal vez sea así para ti que te atormentas con fantasías de exterminio, pero las personas normales viven felices, alegres, con experiencias que colman sus sentimientos. En cuanto al deseo: basta que el deseo aparezca para que el deseo pueda ser satisfecho, pues sería otra desconsideración al escepticismo por tu parte el  afirmar sin pruebas que ningún deseo puede ser satisfecho. Parecería más bien lo contrario: si uno contempla la naturaleza advertirá en seguida que el hecho de una necesidad  que no pueda ser satisfecha no aparece por ningún lado. ¿Y qué es el deseo sino un impulso de la necesidad? Diría, comenzó el pesimista, que tomas como verdad lo que es simplemente una ilusión de tu conciencia. Para que el tiempo vivido fuese tiempo salvado este tendría que permanecer, es condición indispensable para que tu aseveración fuese cierta. Puede que el mundo nos sea desconocido, pero nosotros mismos no somos desconocidos para nosotros mismos, es partir de nuestra propia realidad desde la que conjeturamos ciertas verdades que parecen universales pues aunque no fuesen universales seguirían siendo verdades relativas a nuestra existencia. Tal vez sea cierto que para los animales el sufrimiento es asumible, pues podría decirse que no experimentan verdadero sufrimiento, ya que es un hecho en ellos que no aparece ninguna o que aparece escasa autoconsciencia. Es esta autoconsciencia la que nos desliga del universo: nos hace sentirnos extraños, amenazados, la que nos da el conocimiento de nuestra mortalidad y nos trastorna en seres sedientos de eternidad. La autoconsciencia genera más problemas de los que soluciona, pues genera el problema fundamental a partir del cual tratará en vano de resolver nuestras desdichas consecuentes. El que sobrevivamos al entorno gracias a nuestras elevadas dotes intelectuales, elevadas sólo en comparación a la de otros seres que habitan nuestro planeta, sólo supone una inercia de soluciones fallidas. No descarto el que puedan existir seres autoconscientes en otros planetas que no sufran nuestra desdicha. Pues después de todo ellos han podido tener un progreso evolutivo con adaptaciones infinitamente diferentes. A tal especie le corresponderá, por lo tanto, decidir si la existencia es algo que merece o no merece la pena, al igual que nos corresponde a los hombres tomar esa decisión. Sin embargo, existe un problema importante: a nosotros puede correspondernos el tomar una decisión que somos incapaces de tomar: podemos a lo sumo saber lo que deberíamos hacer sin ser capaces nunca de hacerlo realmente. Es a partir de la autoconsciencia, como digo, que aparece por primera vez la realidad de una necesidad que no puede ser satisfecha. Pues lógicamente el hombre, si puede ser eterno, no sabe que puede serlo, y si no sabe que puede serlo, la idea lo atormentará igualmente. ¿Cómo íbamos a exigirle a un hombre el que se comporte de cara a una información que desconoce como si lo hiciera? Detente un momento, murmuró el optimista, si reconoces que es improbable la averiguación acerca de la presunta inmortalidad del alma, ¿cómo es posible que prescribas una cierta ética alrededor, que haces pasar por neutral, pero cuya realidad esconde un sinfín de presuposiciones no ya morales, sino peor aún, emocionales? El rechazo palpable a este mundo no puede darse sino a condición de una verdad que nos es imposible advertir, como tú has reconocido, pero si la eternidad es aún una posibilidad abierta, dado que el hombre, desde el que tú dices hacer desprender todas tus verdades, no es el mundo, sino una parte ínfima de éste que está, por esta razón, unida a las leyes del mundo...

¡Alto ahí!, dijo el Autor del Mundo o de este Blog... ¿Podéis darme un respiro? Le quitáis la gracia a todo. Cuando creé el mundo dije: toma, ahí va un poco de mi gracia..., pero por vuestra culpa mi gracia ya no es nada, tan solo desidia, una mancha pegajosa que inunda las calles, en la que la gente se ahoga y llega tarde a sus citas. ¿Cómo van a reproducirse los seres humanos, si por vuestra culpa están llegando tarde a sus citas? ¿No os dais cuenta de que eso nos perjudica a todos? Al optimista le perjudica porque a menos hombres menos ilusiones, al pesimista le perjudica porque a menos citas, menos desilusiones. ¡Poneos de acuerdo de una vez y dejad que termine mi OBRA!

Se hace de noche, será mejor que volvamos a casa antes de que nos perdamos. Vayámonos, me parece bien, pero incluso si se nos hiciera tarde, mañana saldrá el sol otra vez, así que terminaríamos encontrándonos tarde o temprano. Pero eso no quita el que vayamos a pasar hambre y el que estaremos expuestos a multitud de peligros... ¿Quién sabe?, quizá lo que ocurra es que vivamos una buena aventura...

SOCORRO 1

1. Y así fue como los hombres se emanciparon de Dios.