miércoles, 7 de abril de 2021

Primera inercia: los crímenes que no he cometido

Una noche tropecé en un bar y maté a un hombre sin querer. El hombre había intentado matarme él primero, así que no tuve elección, porque si la hubiera tenido ahora estaría muerto. Esto ocurrió en el lavabo, así que dejé su cuerpo ensangrentado con la cabeza dentro del retrete, como si se hubiera tropezado y ahogado después; salí a la barra, pagué mis copas y las suyas, como un último homenaje honesto a mi enemigo, y me largué de ese sitio echando hostias. 

En mi huida a pie choqué contra dos policías, me abracé a uno de ellos, logré desarmarlo y los acribillé a ambos a balazos. Los agentes cayeron muertos al suelo entre largos suspiros de incomprensión y amargos quejidos de dolor. Supe que ambos estaban casados y que tenían hijos porque entré en el coche patrulla, abrí la guantera y ahí estaban sus carteras. Arranqué el coche e inicié mi frenética huida. No sin antes adueñarme de todas las armas, por supuesto.

Pensé en escapar a una isla paradisíaca en Brasil o en Panamá, quizá Cuba o la República Dominicana. Al final me decidí por conducir hasta Marbella, porque no me parecía evidente el que fuera a darme tiempo a coger un avión tan repentinamente sin que me detuvieran. Pero antes que nada necesitaba dinero en efectivo, de manera que decidí pasar por casa del director del supermercado donde yo trabajaba como auxiliar de recursos humanos para pedirle un anticipo de mi sueldo. De camino hasta su casa atropellé mortalmente (me aseguré de que fueran atropellos mortales) a once personas, contra las cuales no tenía nada personal, salvo que se habían cruzado en mi camino cuando tenía prisa por escapar de la policía a causa de mis crímenes anteriores. Empecé a preguntarme si no me estaría pasando algo extraño, al dar muerte así a tanta gente cuando jamás había matado a nadie antes ni lo había deseado siquiera. Era como si de pronto el universo echara sobre mí individuos de los que quisiera deshacerse para obligarme a hacerle el trabajo sucio.

Al llegar a casa de mi jefe lo primero que hice fue darle con la culata de la pistola en los dientes, rompiéndole casi todas las piezas, que escupió como si fuese leche. La idea de haberle ordeñado los dientes como si fuera una vaca me causó simpatía, e imaginé que él también se reiría de mi ocurrencia. Luego lo arrojé dentro de la casa, lo pateé a fondo, lo amordacé y le exigí mi finiquito. 

Como no quiso hacerme caso subí las escaleras hasta el primer piso, donde estaban los dormitorios, entré al cuarto del primogénito, lo estrangulé y volví a bajar. Siguió negándose, así que tiré al segundo hijo de cabeza por la ventana de su cuarto. Todavía continuaba obstinándose, así que al tercer hijo lo asesiné ahogándolo en la bañera. Ya me figuraba que continuase desobedeciendo, así que al cuarto de sus hijos, por cierto, una niña preciosa llama Laura, me la bajé directamente al salón, donde le corté el cuello en su presencia, manchándome por cierto los zapatos de sangre por primera vez en lo que llevaba de noche. Al fin decidió hacerme caso, así que le acerqué el móvil, ejecutó un par de aplicaciones y en seguida me ingresó 6.400 euros que yo había deducido que me debía, más un plus de 500 euros por cada hijo que me había visto obligado a asesinarle; en total, 8.400 euros (más 120 euros más por mis zapatos). Antes de irme me suplicó que no le hiciera nada a su mujer. Aquello me sorprendió: no había caído en que estaba casado. Lo de los hijos lo sabía porque lo escuché una vez mientras despedíamos a alguien. Pero jamás había escuchado de ninguna mujer. De haberlo sabido habría empezado por ahí: de pronto me pareció una barbaridad haberle matado directamente a todos sus hijos en lugar de empezar por su mujer. Víctima de un conato de arrepentimiento, corrí al dormitorio matrimonial, le di a la mujer ocho puñetazos en la tráquea y escapé de allí. Al cruzar el salón para salir de la casa me percaté de que el pobre hombre yacía muerto en el suelo, probablemente a causa del disgusto. Me pregunté si tendría más familia porque de pronto me pareció moralmente aceptable exterminarlos a todos, a causa de ahorrarles el sufrimiento de la desgracia que les había causado. Pero no tenía tiempo para dilemas éticos, así que quemé la casa con unos productos químicos que encontré y desaparecí. 

Afuera cuatro coches patrulla y un furgón policial me estaban esperando. Abrí fuego con tanta fortuna que los maté a todos, pues fallé mi primer tiro, dándole en cambio de lleno al motor y provocando una absurda explosión que se los llevó a todos por delante, incluyendo medio vecindario. Comenzaba sin embargo a sentirme extenuado. Muy aturdido. No entendía nada.

En primer lugar, yo no me había propuesto matar a nadie. ¿Debía tratar de proponerme, al contrario, el no matar a nadie? Pero esto permanecía fuera del alcance de mi mano, pues salvo la masacre en la casa de mi jefe casi todos mis otros homicidios habían sido involuntarios. Yo no habría matado al hombre del bar de no haberme tropezado, en primer lugar, sobre él en el baño de hombres mientras intentaba hacer pis. El hombre reaccionó de forma aborrecible, lanzando sobre mí un golpe que provocó que le echase el pis encima del abrigo al tratar de esquivarlo, lo que le enfadó todavía más. El resto fue simple inercia: lo tumbé, le di cuatro patadas en la frente, lo arrastré hasta el interior de un cuarto con retrete y lo dejé allí para que lo encontrasen cuando el bar cerrase. Podría incluso decirse que yo no había tenido nada que ver con aquel primer crimen, o que de hecho estaba siendo altruista al no deshacerme mejor del cadáver, de manera que no lo encontrasen nunca. El resto de mis crímenes eran simple consecuencia del primero, pero si éste no tenía nada que ver conmigo, entonces la conclusión era obvia: todavía no había cometido ningún asesinato ni lo volvería a cometer. Me sentí satisfecho de mis conclusiones y regresé a casa a cenar una merluza que me había hecho mi madre. La merluza hizo que me atragantase con una raspa, lo que me irritó sobremanera, provocando en mi ánimo una gran exaltación homicida. Menos mal que soy pacífico por naturaleza. 

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