lunes, 20 de diciembre de 2021

UN PEQUEÑO FAVORCILLO

Al morir le pedí a “Dios” –a cierta súper inteligencia todopoderosa y omnipotente, etc., que sólo cabe identificar bajo la denominación de “Dios”– si podía hacerme un pequeño favorcillo.

–Por supuesto –respondió impávido y sereno, a pesar de no tener rostro, cuerpo o algo parecido a un núcleo definitivo de existencia. Ni siquiera era una luz o una bruma: era tan sólo como una corazonada autoconsciente. Como un dato, la negación de una piedra o un deseo de algo ciego e inviolable. –Puedes pedirme lo que quieras.

–Me gustaría nunca haber nacido –respondí taxativo, apesadumbrado y un poco complaciente, ya que temía causarle algún desagrado. Era una idea absurda, porque a “Dios” nada le agrada o desagrada. Ni siquiera “aprueba” o “desaprueba”. ¿Qué sentido tendría para “Dios” aprobar o desaprobar, afirmar o negar? Dios no se siente amenazado, aunque a menudo pueda parecernos muy indulgente y sensato. 

–No nacer es una imposibilidad lógica, además, es inútil el que, una vez muerto y libre de toda opresión, no nazcas. 

–¿Entonces no puedes ayudarme? –no tenía corazón, así que no me sentía “ansioso” o “impaciente” pero sí repentinamente “angustiado”, lo que me ayudó a comprender que la angustia es un mal del alma, no de la carne. Esto naturalmente no tenía ningún interés para Dios, así que no dije nada.

–No he dicho eso. Hago y deshago universos constantemente. La mayoría son diferentes, pero como la repetición es una posibilidad del infinito, y la repetición infinita es otra posibilidad del infinito, la única de hecho que es lógicamente posible –sólo existe un modelo de universo–, lo único que puedo ofrecerte es no volver a crearte en ningún universo. Que en todas mis próximas creaciones tú no existas más. Pero para ello necesito que se cumpla una condición.

Había escuchado atentamente todo lo que me explicaba de los universos repetitivos, pero tanta información nueva y enrevesada me había saturado y sólo quería no volver a nacer, así que le respondí rápidamente que no me importaba cuál fuera esa condición, que me concediera el don –o el privilegio, si hacía falta– de no volver a nacer.

–Pero tu alma inmortal –comenzó a explicar “Dios”, a pesar de haberle rogado yo tácitamente que me lo concediera sin más– está atada a cada aparición infinita de tu existencia encarnada, de manera que, si quieres no volver a nacer, incluso tu alma inmortal debe desaparecer, pues mientras tengas un alma inmortal más allá de los ciclos de repetición y destrucción de cada existencia particular y de cada universo en concreto, seguirás naciendo y muriendo. Lo que intento decirte es que tienes que darme permiso para extinguirte absolutamente. Nada te recordará, ni siquiera yo podré recordarte una vez haya extinguido tu alma, pues para extinguir tu alma tengo que despojarme yo no sólo de la idea de tu alma sino de la posibilidad de tal idea, dado que de lo contrario volverías a nacer.

Aquello me pareció en seguida una trivialidad –aunque admiraba que “Dios” aceptase limitar su inteligencia con tal de hacerme a mí ese pequeño favorcillo– pues yo antes de morir ni siquiera creía en el alma y pensaba que, al morir, desaparecería sin más. Me pareció casi estupendo aquello que me ofrecía –debo confesar, por otra parte, que padecía de cierta curiosidad morbosa que me empujaba a desear probar cómo funcionaría esto del alma inmortal más allá del devenir mundano, pero era un deseo muy frágil en comparación con ese otro deseo de desaparecer– y respondí que me extinguiera, que extinguiera conmigo a todas y a cada una de mis multiplicaciones encarnadas –ya que no sentía estar extinguiendo verdaderamente a nadie, pues todas y cada una de esas vidas individuales eran la mía–. Quise, de todas formas y antes de desaparecer, preguntarle una última cosa.

–¿Cómo es posible que, mientras más allá de la existencia del tiempo y de la muerte se encuentra mi alma inmortal,  por debajo, en el fango de la vida, el ocio, el amor y la miseria, los hombres vivan, procreen y se multipliquen, sus universos sean creados y destruidos eternamente?

–Porque tu alma –comenzó a explicar desinteresado “Dios”, si es que a “Dios” puede “interesarle” algo– se encuentra en el espacio más allá del tiempo y del lugar, tu alma es el resultado del infinito, es la síntesis de una eternidad ilimitada. Mientras estás aquí hablando conmigo caben más y más vidas materiales que has vivido y que estás viviendo en este momento. Cada vez que abres la boca has vivido infinitas vidas más.

Aterrado por una ligera intuición que comenzaba a asomarse en mi inteligencia, inquirí una vez más.

–Pero si soy síntesis, ¿significa que ya no puedo evolucionar más, verdad?, ¿significa que este anhelo por desaparecer es el resultado definitivo de mi aprendizaje?

–No exactamente. El poder de los hombres es ínfimo frente al poder de su alma inmortal, pero creé a los hombres dotados de una fuerte voluntad y de un espíritu indomable, capaz de salvar cualquier obstáculo. Si ahora no eres consciente de nuevos recuerdos es porque, primero, aquí los recuerdos no hacen falta, y segundo, porque son todavía los mismos recuerdos, los mismos recuerdos que, así como ya has vivido, todavía tienes que vivir: ten en cuenta que este es el principio y el fin del universo. Tu propia conciencia dentro de tu alma inmortal necesita un tiempo interno de razón aunque fuera de sí no exista tiempo alguno. Lo que tú llamas razón dentro de tu alma inmortal es el resultado de tu aprendizaje y también su insuficiencia.  Eres una síntesis, un flujo eterno de conciencia, pero como el universo se repite eternamente dentro del infinito, tu síntesis evoluciona constantemente: hasta las reafirmaciones más insulsas alteran la sustancia de nuestras almas. Quizá puedas entenderlo mejor si lo comprendes como un algoritmo capaz de aprender por sí mismo y de evolucionar su código eternamente.  Estarás preguntándote ahora mismo –era exactamente lo que me estaba preguntando– que en qué puede consistir ese aprendizaje constante dentro de una repetición ilimitada: si las vidas se repiten, por definición, sólo se puede aprender una cosa y nada más que una cosa, en tu caso, lo que tú llamas “anhelo por desaparecer”. Pero es esta paradoja, esta contradicción aparente entre lo vivido y lo aprendido, la dosis justa de arbitrariedad, a lo que he llamado precisamente “voluntad”. El hombre es libre de formar su voluntad no sólo por encima de sus circunstancia sino por encima de su propia alma y de mi misma obra. Puedes verlo como una guerra entre el “alma” y la “voluntad” que siempre gana el “alma” y, sin embargo, también puedes verlo como una derrota que la “voluntad” está condenada a vengar.  En uno de los infinitos universos que he creado para toda la eternidad una de tus existencias, tarde o temprano, contemplarás el maravilloso Cielo azul bajo el cual moriste, arruinado, fracasado y vencido, pero en lugar de ahorcarte, arrojarás la soga lejos de ti y te echarás a andar lentamente hacia el final de algún destino todavía más adverso, sonriéndote cínicamente. 

No le veía sentido a nada de lo que me decía, pero comprendí que yo era como un libro abierto que se lee a sí mismo, y que cuanto más se lee a sí mismo más sentido pierde lo que otro ha escrito para que éste se entretenga leyendo. ¿Otro? Esta analogía me pareció repentinamente una burda excusa. 

Aquella explicación me proporcionó, sin embargo, un horror inextinguible, porque si sus palabras eran ciertas –y no había razones para mentirme– significaba que, en cualquier momento, podía cambiar de opinión, es decir, desear continuar con mi alma inmortal por toda la eternidad, y peor aún, creer ilusamente que existía una razón para ese cambio absurdo de filosofía –pues este penoso flujo eterno de conciencia en que me había convertido era tan sólo otra patética ilusión más de entre las múltiples formas de la existencia–, y aterrorizado le exigí a “Dios” repentina y abruptamente que me extinguiese de una vez y para siempre –toda mi esperanza se fundamentaba en la hipótesis de que mi alma podría ser más rápida decidiéndose que mi carne, que una de mis infinitas y estúpidas carnes–.

“Dios” no tenía ojos ni manos ni riñones ni dedos ni nada que se le pareciera –por cierto, que ni siquiera hablaba de sí mismo en primera persona, tampoco en segunda o en tercera: sus palabras eran más parecidas a un aliento o al silencio que a una frase gramaticalmente correcta– pero sentí que algo me apuntaba a la vez que me apuñalaba con el dedo mientras un cosquilleo atroz me recorría el alma de par en par –un cosquilleo inmediato, capaz de recorrer la vastedad del alma en un instante– y contemplé un abismo de tiempos y de cárceles donde el tiempo paría más tiempo y los bebés de tiempo en lugar de llorar o de pedir teta se limitaban a encarcelarse a sí mismos para continuar pariendo más tiempo. 

“Adiós”, le rogué al “Ser”. Y comencé a regresar lentamente hacia la Noche. ¿He dicho “lentamente”? Sí, de pronto creí recordar algo importante, algo que aún tenía que hacer...

viernes, 3 de diciembre de 2021

El Pueblo Blanco (o Los seres blancos); de Arthur Machen: Sobre la naturaleza del pecado

«Puede creerme, el pecado en su sentido estricto es muy raro; es probable que haya habido muchos menos pecadores que santos. Sí, su punto de vista es muy apropiado para la vida social y práctica; por naturaleza nos inclinamos a creer que una persona que nos desagrada profundamente debe ser un gran pecador. Es muy desagradable que le roben a uno la cartera y, por tanto, al ladrón lo calificamos de gran pecador. En verdad, es simplemente un hombre sin desarrollar. No puede ser un santo, por supuesto, pero sí puede ser una persona infinitamente mejor que otras muchas que nunca han quebrantado un solo mandamiento. Es un fastidio para nosotros, lo admito, y hacemos muy bien en encarcelarlo si lo cogemos; pero entre esta acción molesta y antisocial y el mal…, ¡ay!, la relación es de lo más tenue».

«El hombre meramente carnal, sensual, no tiene mayores posibilidades de convertirse en un gran pecador que en un gran santo. La mayoría de nosotros no somos más que criaturas indiferentes y confusas; pasamos por el mundo sin darnos cuenta del significado y el sentido oculto de las cosas y, en consecuencia, nuestra maldad o nuestra bondad son más bien de segunda categoría, insignificantes». 

«La santidad requiere un esfuerzo tan grande, o casi tan grande; pero se mueve dentro de unos límites que fueron naturales alguna vez; es un esfuerzo por recobrar el éxtasis previo a la caída. Sin embargo, el pecado es un esfuerzo por alcanzar el éxtasis y la sabiduría que pertenecen únicamente a los ángeles, y al hacer este esfuerzo el hombre se convierte en un demonio. Ya le dije a usted que el simple asesino no es por eso un pecador; esto es cierto, pero el pecador es a veces asesino. Gilles de Rais es un ejemplo. Así que puede usted comprender que, aunque el bien y el mal son antinaturales para el hombre de hoy en día, para el ser civilizado y social el mal es antinatural en un sentido mucho más profundo que el bien. El santo procura recobrar un don que ha perdido; el pecador trata de obtener algo que nunca fue suyo. En resumen, repite la caída».

jueves, 2 de diciembre de 2021

Estoy despierto, guiño un ojo, luego el otro; tumbado bocarriba en la cama, apenas iluminado el cuarto por un rayo tempranero de un sol blanquecino, me pregunto: si yo quisiera guiñar ambos ojos a la vez, ¿cuál de mis dos ojos sería más rápido, el izquierdo o el derecho?, ¿en qué ojo, por lo tanto, puedo confiar más? ¡Pero para guiñar un ojo el otro debe estar precisamente abierto! Esta competición carece de sentido y yo soy un esclavo del absurdo, su más intimidante y fiel esclavo.