lunes, 20 de diciembre de 2021

UN PEQUEÑO FAVORCILLO

Al morir le pedí a “Dios” –a cierta súper inteligencia todopoderosa y omnipotente, etc., que sólo cabe identificar bajo la denominación de “Dios”– si podía hacerme un pequeño favorcillo.

–Por supuesto –respondió impávido y sereno, a pesar de no tener rostro, cuerpo o algo parecido a un núcleo definitivo de existencia. Ni siquiera era una luz o una bruma: era tan sólo como una corazonada autoconsciente. Como un dato, la negación de una piedra o un deseo de algo ciego e inviolable. –Puedes pedirme lo que quieras.

–Me gustaría nunca haber nacido –respondí taxativo, apesadumbrado y un poco complaciente, ya que temía causarle algún desagrado. Era una idea absurda, porque a “Dios” nada le agrada o desagrada. Ni siquiera “aprueba” o “desaprueba”. ¿Qué sentido tendría para “Dios” aprobar o desaprobar, afirmar o negar? Dios no se siente amenazado, aunque a menudo pueda parecernos muy indulgente y sensato. 

–No nacer es una imposibilidad lógica, además, es inútil el que, una vez muerto y libre de toda opresión, no nazcas. 

–¿Entonces no puedes ayudarme? –no tenía corazón, así que no me sentía “ansioso” o “impaciente” pero sí repentinamente “angustiado”, lo que me ayudó a comprender que la angustia es un mal del alma, no de la carne. Esto naturalmente no tenía ningún interés para Dios, así que no dije nada.

–No he dicho eso. Hago y deshago universos constantemente. La mayoría son diferentes, pero como la repetición es una posibilidad del infinito, y la repetición infinita es otra posibilidad del infinito, la única de hecho que es lógicamente posible –sólo existe un modelo de universo–, lo único que puedo ofrecerte es no volver a crearte en ningún universo. Que en todas mis próximas creaciones tú no existas más. Pero para ello necesito que se cumpla una condición.

Había escuchado atentamente todo lo que me explicaba de los universos repetitivos, pero tanta información nueva y enrevesada me había saturado y sólo quería no volver a nacer, así que le respondí rápidamente que no me importaba cuál fuera esa condición, que me concediera el don –o el privilegio, si hacía falta– de no volver a nacer.

–Pero tu alma inmortal –comenzó a explicar “Dios”, a pesar de haberle rogado yo tácitamente que me lo concediera sin más– está atada a cada aparición infinita de tu existencia encarnada, de manera que, si quieres no volver a nacer, incluso tu alma inmortal debe desaparecer, pues mientras tengas un alma inmortal más allá de los ciclos de repetición y destrucción de cada existencia particular y de cada universo en concreto, seguirás naciendo y muriendo. Lo que intento decirte es que tienes que darme permiso para extinguirte absolutamente. Nada te recordará, ni siquiera yo podré recordarte una vez haya extinguido tu alma, pues para extinguir tu alma tengo que despojarme yo no sólo de la idea de tu alma sino de la posibilidad de tal idea, dado que de lo contrario volverías a nacer.

Aquello me pareció en seguida una trivialidad –aunque admiraba que “Dios” aceptase limitar su inteligencia con tal de hacerme a mí ese pequeño favorcillo– pues yo antes de morir ni siquiera creía en el alma y pensaba que, al morir, desaparecería sin más. Me pareció casi estupendo aquello que me ofrecía –debo confesar, por otra parte, que padecía de cierta curiosidad morbosa que me empujaba a desear probar cómo funcionaría esto del alma inmortal más allá del devenir mundano, pero era un deseo muy frágil en comparación con ese otro deseo de desaparecer– y respondí que me extinguiera, que extinguiera conmigo a todas y a cada una de mis multiplicaciones encarnadas –ya que no sentía estar extinguiendo verdaderamente a nadie, pues todas y cada una de esas vidas individuales eran la mía–. Quise, de todas formas y antes de desaparecer, preguntarle una última cosa.

–¿Cómo es posible que, mientras más allá de la existencia del tiempo y de la muerte se encuentra mi alma inmortal,  por debajo, en el fango de la vida, el ocio, el amor y la miseria, los hombres vivan, procreen y se multipliquen, sus universos sean creados y destruidos eternamente?

–Porque tu alma –comenzó a explicar desinteresado “Dios”, si es que a “Dios” puede “interesarle” algo– se encuentra en el espacio más allá del tiempo y del lugar, tu alma es el resultado del infinito, es la síntesis de una eternidad ilimitada. Mientras estás aquí hablando conmigo caben más y más vidas materiales que has vivido y que estás viviendo en este momento. Cada vez que abres la boca has vivido infinitas vidas más.

Aterrado por una ligera intuición que comenzaba a asomarse en mi inteligencia, inquirí una vez más.

–Pero si soy síntesis, ¿significa que ya no puedo evolucionar más, verdad?, ¿significa que este anhelo por desaparecer es el resultado definitivo de mi aprendizaje?

–No exactamente. El poder de los hombres es ínfimo frente al poder de su alma inmortal, pero creé a los hombres dotados de una fuerte voluntad y de un espíritu indomable, capaz de salvar cualquier obstáculo. Si ahora no eres consciente de nuevos recuerdos es porque, primero, aquí los recuerdos no hacen falta, y segundo, porque son todavía los mismos recuerdos, los mismos recuerdos que, así como ya has vivido, todavía tienes que vivir: ten en cuenta que este es el principio y el fin del universo. Tu propia conciencia dentro de tu alma inmortal necesita un tiempo interno de razón aunque fuera de sí no exista tiempo alguno. Lo que tú llamas razón dentro de tu alma inmortal es el resultado de tu aprendizaje y también su insuficiencia.  Eres una síntesis, un flujo eterno de conciencia, pero como el universo se repite eternamente dentro del infinito, tu síntesis evoluciona constantemente: hasta las reafirmaciones más insulsas alteran la sustancia de nuestras almas. Quizá puedas entenderlo mejor si lo comprendes como un algoritmo capaz de aprender por sí mismo y de evolucionar su código eternamente.  Estarás preguntándote ahora mismo –era exactamente lo que me estaba preguntando– que en qué puede consistir ese aprendizaje constante dentro de una repetición ilimitada: si las vidas se repiten, por definición, sólo se puede aprender una cosa y nada más que una cosa, en tu caso, lo que tú llamas “anhelo por desaparecer”. Pero es esta paradoja, esta contradicción aparente entre lo vivido y lo aprendido, la dosis justa de arbitrariedad, a lo que he llamado precisamente “voluntad”. El hombre es libre de formar su voluntad no sólo por encima de sus circunstancia sino por encima de su propia alma y de mi misma obra. Puedes verlo como una guerra entre el “alma” y la “voluntad” que siempre gana el “alma” y, sin embargo, también puedes verlo como una derrota que la “voluntad” está condenada a vengar.  En uno de los infinitos universos que he creado para toda la eternidad una de tus existencias, tarde o temprano, contemplarás el maravilloso Cielo azul bajo el cual moriste, arruinado, fracasado y vencido, pero en lugar de ahorcarte, arrojarás la soga lejos de ti y te echarás a andar lentamente hacia el final de algún destino todavía más adverso, sonriéndote cínicamente. 

No le veía sentido a nada de lo que me decía, pero comprendí que yo era como un libro abierto que se lee a sí mismo, y que cuanto más se lee a sí mismo más sentido pierde lo que otro ha escrito para que éste se entretenga leyendo. ¿Otro? Esta analogía me pareció repentinamente una burda excusa. 

Aquella explicación me proporcionó, sin embargo, un horror inextinguible, porque si sus palabras eran ciertas –y no había razones para mentirme– significaba que, en cualquier momento, podía cambiar de opinión, es decir, desear continuar con mi alma inmortal por toda la eternidad, y peor aún, creer ilusamente que existía una razón para ese cambio absurdo de filosofía –pues este penoso flujo eterno de conciencia en que me había convertido era tan sólo otra patética ilusión más de entre las múltiples formas de la existencia–, y aterrorizado le exigí a “Dios” repentina y abruptamente que me extinguiese de una vez y para siempre –toda mi esperanza se fundamentaba en la hipótesis de que mi alma podría ser más rápida decidiéndose que mi carne, que una de mis infinitas y estúpidas carnes–.

“Dios” no tenía ojos ni manos ni riñones ni dedos ni nada que se le pareciera –por cierto, que ni siquiera hablaba de sí mismo en primera persona, tampoco en segunda o en tercera: sus palabras eran más parecidas a un aliento o al silencio que a una frase gramaticalmente correcta– pero sentí que algo me apuntaba a la vez que me apuñalaba con el dedo mientras un cosquilleo atroz me recorría el alma de par en par –un cosquilleo inmediato, capaz de recorrer la vastedad del alma en un instante– y contemplé un abismo de tiempos y de cárceles donde el tiempo paría más tiempo y los bebés de tiempo en lugar de llorar o de pedir teta se limitaban a encarcelarse a sí mismos para continuar pariendo más tiempo. 

“Adiós”, le rogué al “Ser”. Y comencé a regresar lentamente hacia la Noche. ¿He dicho “lentamente”? Sí, de pronto creí recordar algo importante, algo que aún tenía que hacer...

viernes, 3 de diciembre de 2021

El Pueblo Blanco (o Los seres blancos); de Arthur Machen: Sobre la naturaleza del pecado

«Puede creerme, el pecado en su sentido estricto es muy raro; es probable que haya habido muchos menos pecadores que santos. Sí, su punto de vista es muy apropiado para la vida social y práctica; por naturaleza nos inclinamos a creer que una persona que nos desagrada profundamente debe ser un gran pecador. Es muy desagradable que le roben a uno la cartera y, por tanto, al ladrón lo calificamos de gran pecador. En verdad, es simplemente un hombre sin desarrollar. No puede ser un santo, por supuesto, pero sí puede ser una persona infinitamente mejor que otras muchas que nunca han quebrantado un solo mandamiento. Es un fastidio para nosotros, lo admito, y hacemos muy bien en encarcelarlo si lo cogemos; pero entre esta acción molesta y antisocial y el mal…, ¡ay!, la relación es de lo más tenue».

«El hombre meramente carnal, sensual, no tiene mayores posibilidades de convertirse en un gran pecador que en un gran santo. La mayoría de nosotros no somos más que criaturas indiferentes y confusas; pasamos por el mundo sin darnos cuenta del significado y el sentido oculto de las cosas y, en consecuencia, nuestra maldad o nuestra bondad son más bien de segunda categoría, insignificantes». 

«La santidad requiere un esfuerzo tan grande, o casi tan grande; pero se mueve dentro de unos límites que fueron naturales alguna vez; es un esfuerzo por recobrar el éxtasis previo a la caída. Sin embargo, el pecado es un esfuerzo por alcanzar el éxtasis y la sabiduría que pertenecen únicamente a los ángeles, y al hacer este esfuerzo el hombre se convierte en un demonio. Ya le dije a usted que el simple asesino no es por eso un pecador; esto es cierto, pero el pecador es a veces asesino. Gilles de Rais es un ejemplo. Así que puede usted comprender que, aunque el bien y el mal son antinaturales para el hombre de hoy en día, para el ser civilizado y social el mal es antinatural en un sentido mucho más profundo que el bien. El santo procura recobrar un don que ha perdido; el pecador trata de obtener algo que nunca fue suyo. En resumen, repite la caída».

jueves, 2 de diciembre de 2021

Estoy despierto, guiño un ojo, luego el otro; tumbado bocarriba en la cama, apenas iluminado el cuarto por un rayo tempranero de un sol blanquecino, me pregunto: si yo quisiera guiñar ambos ojos a la vez, ¿cuál de mis dos ojos sería más rápido, el izquierdo o el derecho?, ¿en qué ojo, por lo tanto, puedo confiar más? ¡Pero para guiñar un ojo el otro debe estar precisamente abierto! Esta competición carece de sentido y yo soy un esclavo del absurdo, su más intimidante y fiel esclavo.

viernes, 26 de noviembre de 2021

EL JABALÍ

Un buen día trajo mi hermano a casa un jabato de treinta kilos. Lo había encontrado vagando en medio de la carretera, desorientado y malherido, así que lo subió al coche, condujo de regreso a casa y lo soltó en el salón entrada ya la madrugada. Desperté con el estruendo de su gruñido ensordecedor y con los maullidos histéricos del gato, que espantado por el intruso comenzó a trepar por los muebles, tirando los floreros, los marcos de las fotografías familiares y hasta la urna con las cenizas de nuestro padre, que se hizo pedazos en el suelo e inundó el piso de pequeñas dosis escasas de cadáver. Al abrir la puerta de mi cuarto, sobresaltado por los ruidos, el gato pasó adentro desesperado y el jabato se quedó paralizado en el salón, mirando de reojo y con lo que me pareció cierta intriga al interior oscuro, con ojos redondos y ansiosos. Apenas me atreví a pedirle explicaciones a mi hermano, el jabato gruñó y amenazó con embestirme. Quedé toda la noche encerrado en mi cuarto, consolando al gato. No me atreví a salir hasta el mediodía, con la esperanza de que todo hubiera sido una pesadilla. 

Día tras día mi hermano alimentaba al jabato con toneladas de nueces, almendras, bellotas, cereales y frutas que le conseguía en el supermercado. Cada vez que le daba de comer, aunque tan sólo fuera una ínfima ración, el jabato parecía incrementar su tamaño desproporcionadamente. Al tercer o cuarto día ya ocupaba el doble de espacio que cuando llegó, obligándonos a retirar algunos muebles para hacerle sitio. Pero a pesar de lo mucho que yo me opusiera a seguir alimentándolo, mi hermano ignoraba todos mis empeños y argumentaba simplemente que era una criatura perdida y abandonada como cualquier otra, que merecía un hogar y un poco de afecto familiar. El problema es que el jabalí la había tomado con el gato: cada vez que lo veía comenzaba a gruñir y a perseguirlo, lo embestía, pisoteaba... A mí se limitaba a observarme en silencio, amenazante y con rabia contenida. Traté de explicarle a mi hermano que si no lo hacía por su hermano pensara en nuestro gato. Pero él meneaba la cabeza estúpidamente y así daba por liquidada la discusión.  Ni siquiera mi madre se oponía al capricho de aquella obstinación que amenazaba con destruir todo cuanto habíamos creado. Nos había costado demasiado sobreponernos a la muerte de nuestro padre. 

La situación, sin embargo, comenzaba poco a poco a volverse insostenible, aunque sólo yo parecía ser capaz de reconocer nuestras penosas limitaciones humanas.  No es sólo que me atemorizase a mí y que pusiera en peligro la vida del gato, es que la bestia estaba arruinando nuestra economía porque ella sola comía por cinco. Tampoco se lo podía sacar a la calle, porque según mi hermano se escaparía y acabaría enzarzándose con algún otro pobre animal. Problemas de la educación recibida, contraargumenté, pretendiendo zanjar la discusión y que mi hermano se atuviera por fin a razones. Pero él se limitó a encogerse de hombros y poner una absurda mueca de impotencia, mueca que imitó mi madre cuando le exigí que apoyase mis prerrogativas, mueca que imitaron al tiempo mis abuelos y mis tíos, que habían venido de visita y se encontraron en medio de la discusión y decantados, casi sin querer, hacia el lado erróneo de la perspectiva. Un par de veces había conseguido acorralar al gato y le había hecho daño con sus cabezazos y pisotones. Cuando le arrinconaba y ponía en peligro su vida con esos abominables y afilados colmillos mi hermano intervenía ofendidísimo y le ordenaba al jabato, convertido en sólo dos semanas en un jabalí de sesenta kilos, que se sentara o le diera la patita. Y como a mi hermano, a pesar de su estupidez e irresponsabilidad, el gato también le preocupaba, acordamos encerrar al jabalí en el cuarto durante las noches, momentos en los cuales el gato podría salir a patrullar la casa sin sustos ni amenazas. Esto fue, en cualquier caso, totalmente inútil, pues el jabalí se pasaba las noches cabeceando la puerta con furia, provocando un ruido atroz que hizo que los vecinos amenazasen con alertar a la policía. 

Una madrugada me desperté y ya no pude contenerme más. El jabalí, que ya pesaba por lo menos cien kilos, había tirado la puerta abajo a cabezazos, había arrinconado al gato, lo había mordido y lo zamarreaba insidiosamente. Ver al gato chillar de dolor con el jabalí encima intentando darle muerte fue demasiado para mi sensibilidad. Mi familia se limitaba a observar en círculo al jabalí, pidiéndole que se sentara y diera la patita, apenas reprendiéndole, en suma, cuando  me arrojé a la bestia por detrás, rodeando su cuello entre mis brazos. Al apretar así el cuello del jabalí, éste, por pura inercia, atravesó mi antebrazo con los colmillos, provocándome una espantosa herida que sangró a borbotones sobre el parqué del salón.

Apreté tan fuerte como pude durante varios minutos, mientras me desangraba. Mi hermano, entre tanto, procuraba desanimarme, exigiendo que dejara en paz a la pobre criatura. Pero yo sólo pensaba en el gato, en el dinero, en el mobiliario, en el descanso de los vecinos y en el legado de mi padre, y a cada súplica de perdón respondía con renovadas energías de asesinato. Un lago de sangre se había formado bajo mis pies y casi comenzaba a perder la consciencia cuando me percaté de que hacía ya un par de minutos que el jabalí no ofrecía ninguna resistencia. Con tanto ímpetu lo había estrangulado, tirando de su cabeza hacia atrás, que prácticamente lo había decapitado. Observé el hilillo de piel y la columna fragmentada mientras recogía su cabeza en mi regazo. Los ojos del jabalí estaban en blanco. Lo dejé en el suelo, me levanté triunfalmente y desde allí arriba me fue pareciendo más pequeño cada vez. Como una amenaza alejándose, desvanecida. Su cadáver no parecía tener más de dos o tres meses, pesando a lo sumo diez kilos. Era un recién nacido. No sé si aquella era una impresión mía motivada por la arrogancia dionisíaca de la victoria o que realmente había sobrestimado al pobre jabato. En cualquier caso, mi hermano se resignó en seguida al crimen y se limitó a encogerse nuevamente de hombros, mirándome de reojo, muy despectivamente y asombrado. 

Por allí apareció de pronto un policía. Alguien había llamado a la comisaría para advertir de espantosos ruidos y gruñidos imprecisos de animal. Al ver el cadáver del jabalí el policía se limitó a señalar que aquello le parecía muy sospechoso.

“Señor agente” expliqué “era él o nosotros. No tenía alternativa”.

“En cualquier caso tendré que investigar el asunto. Habrá que hacer un informe. Ya tendrán noticias mías”.

Me quedé pensativo un momento, asustado ante la idea de un “informe”. ¿Diría la verdad ese supuesto informe, que era asunto de pura supervivencia, o simplemente trasladaría algún rumor, la palabra equivocada de un testigo indeciso o tal vez el testimonio de un enemigo? Me sacó del embotamiento el maullido tierno del gato, que rascó felizmente su coronilla contra mi codo.

martes, 23 de noviembre de 2021

La vida, la verdadera vida, no se encuentra dentro de sí misma, atiborrándose de experiencias y engullendo instantes en el hartazgo del devenir, sino fuera, más allá de la intuición y el pensamiento, en los éxtasis aciagos o en el sopor balbuciente e inmaculado del espanto.

Para vivir es suficiente con asomar la cabeza y enderezarse; pero querríamos retornar al origen, ir más allá del principio y la identidad, corregir límites y horizontes, rectificar vacíos y anular misterios. La religión es una nostalgia del útero... 

¿Quién, de entre todos vosotros, miserables e indecisos, deprimentes suicidas y lúcidos discretos (torcidos, en suma) no anhela ese retorno al útero materno, embriagarse de nuevo con los vapores más íntimos de la sangre? 

Aparentemente, un coño puede ser una tumba... 


miércoles, 27 de octubre de 2021

La mayoría de los pequeños genios se acomplejan con el paso del colegio al instituto, donde la competencia es mucho mayor y en realidad a nadie le importan ni tus talentos ni tus particularidades cognitivas; lo que marca este salto es la evidencia de una indiferencia estructural sobre el alumnado y la total crueldad y falta de motivación personal del profesorado. 

En cualquier caso, yo nunca fui un pequeño genio, sino un perfecto inútil, y con el paso del colegio al instituto, a pesar de toda esa competencia atroz, conseguí de igual modo ser el más perfecto inútil del instituto, tal y como antes lo había sido del colegio. Esto gracias a lo que Mishima, en las Confesiones de una máscara, refiere como un «apetito lírico y duradero de indolencia». ¿Quién, sino precisamente un espíritu lírico, contemplaría su absoluta anulación, se dejaría ir poco a poco por el sumidero de la sociedad sin ofrecer la menor resistencia, sin mover un dedo para salvarse, contento del grado de su decadencia y morbosamente atento a las posibilidades de su corrupción? ¿Quién de entre los malos estudiantes, en definitiva, poseyó un espíritu más lírico que el mío? 

Deleite de indolencias y padecimientos, incapaz de nada, salvo de contemplar el propio escabullirse. La mirada como prisión del alma… Quizá sea ésta la diferencia entre el místico y el indolente: al místico, siendo a su vez una potente naturaleza lírica, su mirada le queda estrecha.

El amor se puede definir como un impulso por el consumo de los cuerpos y la posesión de las almas. Si el que ama es un espíritu tendente a lo abstracto, lo llamamos romántico; y si es, por el contrario, un espíritu mundano, lo llamamos cínico.

Cuando en un mismo espíritu, sin embargo, se dan ambos estados naturales de la conciencia, a saber, el impulso tanto a lo abstracto como a lo mundano, se trata simplemente de lo que podemos intelectualmente referir como "una polla inquieta".

(En este sentido, un caníbal muy supersticioso sería en términos adecuados y no sexuales, un gran amante. Concibo, además, la posibilidad de una tribu caníbal que ritualice la vergüenza como forma de deshumanizar a sus víctimas antes de comérselas. ¿Acaso no es ese juego secreto al que acostumbran las "pollas inquietas"? Un juego de avergonzamiento de la carne y del espíritu ajenos que trivialice su propia vergüenza, que vengue su naturaleza banal y dominada por insanos y caprichosos deseos de avergonzar).

lunes, 17 de mayo de 2021

UN DÍA QUE OLÍA A MIERDA

Sentía desprender un intenso olor a mierda. A mierda abominable, apocalíptica. Estaba en el tren de cercanías y todos los pasajeros parecían clavarme sus miradas. Miradas desdeñosas, homicidas, de repugnancia. Ojos lacrimógenos resplandecientes. Se llevaban las manos a la boca. Acercaban los labios a las orejas. Lenguas viperinas. Cuchicheaban con malicia sobre mi olor a mierda. Señores, tengan piedad, un hombre no escoge oler a mierda porque sí. 

El tren estaba lleno. Me sentía atrapado como una rata. Una rata que olía a mierda. Es más, me hubiera gustado ser una rata; o mejor, un mísero insecto. Si hubiese sido un insecto, un bicho repugnante, me habrían aplastado las vísceras contra algún cristal y allí acabaría todo. Los insectos no sufren. No más drama. No más aborrecimiento. Pero era infinitamente peor la mirada silenciosa, el juicio secreto, sólo telepático. La comprensión instintiva, el centro de todos los desprecios. La sentencia que nunca se lee a voz en cuello, sino sibilinamente, como una puñalada trapera. La muerte nunca te llega públicamente. Así son los hombres. No se conforman con matarte. Prefieren odiar. Necesitan tener a quién odiar. Alguien con quien volcar todo su odio como un vómito ético. Un vómito más ético que tu infame existencia. Tu existencia resulta no sólo una anomalía, sino una abominación. Y tu alma es abyecta. Y tu espíritu es vil. Tu mente está podrida. Quería salir de allí. No dejaban de mirarme. Se deleitaban con mi sufrimiento como moscas. Era necesario que sufriera este castigo. La desgracia te alcanza sin razón. No vuelves a ser el mismo.

El tren llegó a mi estación dieciocho minutos después. Deseaba bajarme cuanto antes. Sudaba, temblaba, mis pensamientos latían. Pero no podía moverme. Una parte de mí mismo, no la más cuerda, sino la más honrada, me decía que era imposible oler  a mierda, que me había duchado, echado perfume, lavado los dientes. Que fuese al trabajo, que hiciese como si no pasara nada. Para mí aquello tenía tanto sentido como la húmeda hez que notaba invisible bajo los pantalones. Ambas respuestas eran igualmente delirantes. Una porque si realmente apestaba a mierda, aquello me condenaría para el resto de mi vida. El muchacho que olía a mierda. Un paria. Con suerte un suicida. La otra porque era imposible oler a mierda. Estaba limpio, aseado, higiénico, puro, no había notado nada al salir. Era la pureza máxima. Pero el olor carecía de connotaciones. No podía oler a mierda. Y nadie me observaba.

Pero todo el mundo me observaba. Estaba liquidado. Me dolía la espalda. Salí del tren fingiendo con naturalidad. Estoicismo. Ante todo, no perder nunca la elegancia. Me desangré por el camino. Fui hasta el trabajo dejando un rastro de sangre tras de mí. Sangre hermosa. Los gusanos me perseguían, se relamían con mi sangre, cantaban de alegría, de emoción, de agradecimiento. Gracias por tu fétida sangre, tan repugnante como el aire que respiras. Entré al baño. Me desnudé. Lloré un poco. Olí con ansias mi ropa. Palpé todo mi cuerpo. Ni rastro de suciedad, ni un poco de aquel olor palpable a pura mierda. Quizá el olor a mierda, se me ocurrió pensar, había cobrado vida propia y se había ido de mi lado. Mi olor a mierda me había abandonado. Ya no sabía quién era. Perdí mis referentes. Me habían condenado por oler a mierda. Había sido ejecutado por oler a mierda. Y el olor a mierda, como el cadáver que se sueña a sí mismo pudriéndose, me había abandonado. Me vestí rápidamente. Forcé una amable sonrisa, una sonrisa tierna. Me abofeteé lo más fuerte que pude. Una, dos, tres veces. Los bofetones sonaban como disparos. Tenía el rostro enrojecido. Me limpié con agua fría. Me sequé el agua con papel higiénico. Entré al almacén. Saludé a todo el mundo. Nadie se giró para mirarme.  Nadie me hacía el menor caso. Aquello me conmovió. Os amo a todos.

miércoles, 12 de mayo de 2021

Cuando a alguien le gusta hablar, es decir, no conversar, pues conversar se conversa hasta con los libros y los muertos, sino conferenciar, es muy difícil distinguir si lo que le alimenta es sentirse escuchado, ergo acompañado, o en cambio lo que le alimenta es escucharse a sí mismo.

A veces la percepción de nuestra inteligencia, o de nuestros conocimientos, nos halagan al oído y endulzan nuestros ánimos, perfeccionando la maquinaria de nuestra autoestima. Cierto que es muy impúdico el ponerse a conferenciar durante una hora entera y que no es precisamente síntoma  de elevadas dotes empáticas o compasivas, pues el otro queda sujeto a tu verborragia, inane en la mayor parte de los casos, sin ofrecerle una escapatoria viable o el consuelo de halagar él su vanidad por el oído durante unos pocos minutos. (Se carece por tanto de piedad, un decir solidario: “habla tú, que yo ya me he halagado el oído muchísimo por hoy”). 

El que habla sin parar, además, no puede hablar solo, ya que utiliza a los otros como útiles, como objetos pasivos (no sordos, como es lógico, pero sí mudos) en beneficio de no sentir que se está volviendo loco.  –Lo que puede llegar a ocurrir si los motivos por los cuales necesita hablar sin parar no son vislumbrados y atajados a tiempo, pues es común que la persona que habla sin parar jamás hable realmente de lo que debería hablar, de su mal de fondo, de lo que le ayudaría hablar, sino que sólo tangencialmente es capaz de expresar sus verdaderos sentimientos a través de enunciados y narraciones que tomen elementos de ese fondo de su carencia sin descubrirlos explícitamente, a no ser, por supuesto, que la persona esté ebria o sumida en los efectos de alguna otra droga perturbadora–.

Es muy extraño, en todo caso, el que una persona pueda hablar y hablar y hablar sin llegar a preguntarse jamás qué tendrá el otro que decir acerca de su discurso, sin exigir una opinión o un juicio, sino a lo sumo añadir alguna ligerísima interpelación autocompasiva ("sé que estoy siendo muy pesado" o "esto te parecerá una locura", etc) que tiene como fin no tanto expresar una inseguridad real acerca de lo que te está diciendo como engancharte al discurso a través de esa apelación falaz, tentando de paso una reafirmación sustentada en la cordialidad, porque si eres cordial (lo que no le recomiendo a nadie) lo más lógico y humanitario será consolarle un poco.

Habrá que decir, por último, que si bien uno debe cuidarse de quienes hablan sin parar, deberá hacer lo mismo con quienes no pueden dejar de escuchar; pues si bien hay una vanidad intransigente e insolidaria notoriamente elevada en quienes desenvainan sus conferencias a la menor ocasión, existe de igual modo un morbo de escuchar, morbo no tanto producto de la vanidad (o no de una vanidad que necesite reafirmarse activamente a través de someter a los otros) como de la depravación pura y dura, pues esto distingue a quien habla de quien escucha, y es que quien habla raramente es un completo depravado, lo que no puede decirse de quien escucha. 

lunes, 10 de mayo de 2021

Cuando Cristo toca tu corazón

 Una vez Cristo bajó de los Cielos, donde se hallaba mecido entre nubes perfumadas de hierbas silvestres y ángeles cantarines, que tocaban la lira y danzaban al son de sus acordes, llamó de madrugada a la puerta de mi casa, abrí y me dio un sonoro y feroz guantazo que hizo saltar de sus camas a todos mis vecinos. 

Aquel día lo comprendí todo: debía ser más intransigente conmigo mismo y menos permisivo con mis inercias, pero más indulgente y generoso con todos los demás. Ahora no hay noche que me acueste sin antes leer la Biblia, rezar unos cuantos avemarías y darme un sonoro y feroz guantazo que haga saltar de sus camas a todos mis vecinos.  Cuando Cristo toca tu corazón...

martes, 4 de mayo de 2021

CABEZA EN EL CONGELADOR

Al abrir el congelador me encontré mi propia cabeza dentro. Me pregunté cómo podía haber pasado esto. Ni siquiera me había dolido, no llegué a percibir ni el menor escozor en el pescuezo.

Lo primero que se me ocurrió fue rascarme la coronilla en señal de incomprensión, pero naturalmente no pude hacerlo; tampoco pude llevarme las manos a la boca para enmudecer mi sorpresa; ni llevarme los dedos a la barbilla con la intención de reflexionar y encontrar una explicación racional a la pérdida de mi cabeza. 

Yo nunca había estimado demasiado mi cabeza, pero ahora me daba perfecta cuenta que la mayoría de los gestos humanos necesitaban una cabeza para darles significado. 

Centrado simplemente en comprender, saqué mi cabeza del congelador, la sujeté entre las manos, me la acerqué al vacío que quedaba sobre el cuello y ambos, cabeza decapitada y vacío, se miraron fijamente unos instantes, contemplándose las múltiples diferencias y, sin embargo, el perfecto y gemelo parecido que existía entre los dos.

Puede que, en apariencia, todas las cosas de la tierra parezcan diferentes, pero en el fondo todas tienen un parecido, pues todas las cosas nacen de la misma fuente y corren hacia el mismo sumidero. 

Cabeza y vacío, vacío y cabeza… no importa lo que uno tenga encima del cuello, sino lo que tenga dentro de su pecho: un gran corazón capaz de amar y con el que entregar amor al universo.

Inmediatamente aterrorizado por las espantosas posibilidades que se sucedían amenazantes tras este pensamiento, abrí la nevera y arranqué todos los cajones. Di un brinco hacia atrás. Puede que, en el fondo, todas las cosas de la tierra tengan idéntico destino y por lo tanto sean lo mismo, pero aparentemente un corazón no se parece en nada a un cogollo de lechuga.


jueves, 22 de abril de 2021

Soy una persona débil y autista, aunque muy orgulloso, como todo gran humillado, como todo gran ofendido por la vida y el estado natural del cosmos, cuyas leyes lo rebajan a uno a la altura de una marioneta, o peor, de una mota de polvo que se cree marionetista...

Mi orgullo es casi tan grande como el universo, pues cuando no se puede poner al nivel del universo ningún talento, ningún mérito ni ninguna auténtica valía, uno engrandece su orgullo, lo engorda hasta límites inimaginables. Hay orgullos que no caben en el universo.

El orgullo es un ego herido, continuamente exasperado, defendiendo ciertos límites de supuesta integridad intocable, por eso los orgullosos somos tan susceptibles, porque ni nosotros sabemos dónde están esos límites, y cualquier cosa puede ser interpretada en términos de agresión simbólica. Cuantas más ofensas recibimos los orgullosos, más grande es nuestro orgullo, aunque a condición de que esas ofensas sean imaginarias, pues las ofensas reales nos acobardan, nos desmoralizan, ya que no es lo mismo elucubrar que vivir, por muy turbadora o sensual que sea la elucubración.

Los orgullosos sólo alcanzamos el grado de genialidad cuando logramos ignorar todas las ofensas reales, cuando nos hacemos ciegos y sordos a ellas, mientras que aumentamos y exasperamos todas las ofensas imaginarias, de manera que nuestro orgullo engorda, engorda y engorda sin freno ni control.  De lo que estamos orgullosos, en definitiva, es de no tener nada propio que glorificar, y cuanto menos tengamos que glorificar mayor será nuestro orgullo, pues el orgullo se habrá tomado definitivamente como fin en sí mismo e inflado hasta dimensiones astronómicas.

En materia literaria, Dostoievski, el noruego Knut Hamsun o Fante crearon grandes orgullosos, seguramente sondeando sus propias almas, y legaron a la humanidad el conocimiento exacto de la materia espiritual que da forma al carácter esencial de los orgullosos. 

lunes, 19 de abril de 2021

Torre de Babel

Hay que entregarse a las ideas, dejar que las ideas nos posean y nos arrebaten los titubeos y las cobardías. Ojalá pudiera mataros a todos para demostrar mi punto, porque mataros de uno en uno, o sólo a un hombre y nada más que a un hombre, no demuestra nada, tenéis que morir todos a la vez o será en vano que muera nadie. 

Pero no mataros por fanatismo ni por simple amor a la brutalidad, sino porque quiero erigir un monolito con vuestras cabezas que se consagre únicamente a la verdad. Os habéis puesto al servicio de la confusión, de la indiferencia, de la mentira. Yo os pondré al servicio de la verdad.

Quiero contemplar mi obra tan alta como el cielo y encontrarme con vuestras caras al fin satisfechas, al fin redimidas –Comparto muchísimos pecados con los hombres: prácticamente cada segundo que continúo con vida es un pecado nuevo que me invento–. Le rezaré a vuestras cabezas y, por lo tanto, a la verdad y nada más que a la verdad. La verdad sabrá perdonarme. En mi torre de Babel no se hablará ningún idioma, no se devolverá ninguna mirada. No habrá idiomas, no habrá miradas, sólo cabezas vacías, rostros ciegos y voces ahogadas... 

Cristo vino a salvar vuestras almas, yo vengo a redimirlas.

domingo, 18 de abril de 2021

El ciego

Salía temprano por la mañana hacia el trabajo cuando un hombre se paró en silencio ante mí. Era un hombre ciego, mayor, desaseado. Al comienzo pensé que querría limosna o preguntarme una dirección (¿cómo se le dan indicaciones a un ciego?), pero se limitó a sonreír alzando tan sólo el labio superior. Le faltaban todos los dientes. Y sus encías eran negras.

–¡Señor!– dije, interrumpiendo su sonrisa– No entiendo qué espera usted de mí.

Pero el ciego no respondía. Parecía un árbol al que hubiera impactado un rayo: muerto por dentro pero en pie.

–Va usted a provocar, sin quererlo, que llegue tarde al trabajo. No puedo permitirme seguir llegando tarde al trabajo cada día.

Entonces recordé que ese ciego me hacía lo mismo todas las mañanas. Llevaba con ese jueguecito medio año. ¿Pero cómo me había librado de él? La vía peatonal era muy estrecha, y por la carretera no dejaban de circular coches. Temía que me atropellasen o que se montase tras nosotros una fila de personas impacientes a pie, exigiendo su derecho de llegar puntuales al trabajo.

–¡Exijo mi derecho...! –comencé a exclamar. Pero en seguida me di cuenta de lo ridícula que sonaría una exigencia saliendo de mi boca. Preferí ser un poco elegante y callarme.

–Por favor, le ruego que me disculpe –empecé elegantemente a decir –pero no debería llegar tarde al trabajo, y si usted se apartase tan sólo unos centímetros a su derecha, entonces llegaría a tiempo.

Pero allí permanecía imperturbable el ciego, con su siniestra sonrisa a medias.

Sus negras encías malignamente enfermas, sus ojos inútiles fijos en algún vacío pasado. 

–¡Apártese, apártese le digo! –rugí tomándole por los hombros. Llegué a apretar mi mano en su cuello – ¡Que se aparte!

Le escupí en el rostro. Sanguinolento esputo que ignoró estoicamente.

Seguía sin recordar cómo había hecho los días anteriores para echarle.

Me rendí.

Simplemente di media vuelta y regresé a la cama. Allí recordé al fin:

–¡Eso, eso haré! –me exigí a mí mismo.

Justo antes de quedarme dormido me pregunté si aquel ciego tendría trabajo. Los recuerdos se dispersaron en seguida.

sábado, 17 de abril de 2021

Simpatizo más con el pesimismo de un Kafka que con el de un Lovecraft: el universo es tan terroríficamente grave que sólo cabe tomárselo a broma, lo que no significa que la broma tenga por qué hacerle gracia a nadie.

Supongo que existen momentos para las bromas y momentos para el horror, pero es que para mí una broma puede ser horrible y una broma puede no ser ningún consuelo, bromear como consuelo no suele dar resultado nunca, mejor bromear para hacer explícita la insobornabilidad del desconsuelo. 

Las bromas de Kafka son casi todas horribles, su universo da tanto pavor como el universo de Lovecraft. Kafka jamás supo por qué hacía bromas. Si hubiese sido lógicamente consistente durante toda su vida (lo que más precisamente fue incapaz de ser) jamás habría hecho una sola broma. A menudo bromear es traicionarse a uno mismo. A menudo sales a la calle y le sonríes a un desconocido por no ser descortés. Esta mueca puede pasarle desapercibida al desconocido, pero no pasa desapercibida para ti, que la experimentas en toda su futilidad. Lo mismo sucede con las bromas.

La realidad es que Kafka fue más posmoderno que Lovecraft, Kafka fue un protoposmoderno. No se me ocurre por qué nadie querría tomarse ya en serio su tragedia, pero se me ocurren muchas razones por las cuales regodearse frívolamente en ella, ese goce estético es inseparable del posmodernismo. Y si para superar el posmodernismo debemos dejar de leer a Kafka no estoy seguro de que debamos superar el posmodernismo. ¿Qué vale más, Kafka o la verdad? Un deber moral no tiene por qué sernos simpático, pero la moral de la renuncia es una moral de esclavos... 

lunes, 12 de abril de 2021

Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, de Rafael Sánchez Ferlosio

«(De pravitate Dei.) Tengo para mí que la discusión sobre la existencia o inexistencia de Dios no es, a fin de cuentas, más que la forma académicamente tolerada hacia la que acabó desviándose la mucho más escabrosa y hasta delictiva cuestión de su bondad o maldad. El hecho de que los negadores-de-Dios de carne y hueso hayan estado prohibidos no debe escamotear el dato de que la hipótesis de la inexistencia no ha sido descartada ni siquiera en los mejores momentos de la Ecclesia Triumphans, pues ¿qué significa el que la más brillante escolástica —San Anselmo de Canterbury, Santo Tomás de Aquino— no haya dejado nunca de excogitar pruebas y demostraciones filosóficas de la existencia de Dios, sino que la hipótesis de la inexistencia se mantenía virtualmente vigente, por cuanto siempre admitida a discusión, aun por muy aplastantemente que se la predestinase a la derrota? El acto positivo de demostrar algo implica inevitablemente el reconocimiento de derecho de la hipótesis contraria. Sería probablemente malicioso pensar que los creyentes se avinieron conscientemente a debatir la mera cuestión de facto de la existencia o inexistencia para desviar la mirada de la cuestión de iure capital: la de la bondad o maldad, pero el hecho es que los impíos cayeron en la trampa de semejante transacción y se hicieron asépticos ateos —meros creyentes en la inexistencia— en lugar de pugnaces renegados. Más operante habría sido conceder en la banal y abstrusa cuestión de la existencia, a cambio de tener firme en la de la maldad, pues es la idea de Dios, no la de su existencia, lo que importa, tal y como los fieles lo adivinan, con certero instinto, cuando se muestran mucho más sensibles a que se respeten los derechos de la idea de Dios, y dentro de ella los de su bondad, que a que se afirme o niegue su existencia. Los meros ateos se inhiben de lo que hagan, digan o piensen los creyentes, como si, sin necesidad de la existencia, la sola idea de un Dios bueno y providente no fuese maligna y venenosa para todos, como si tal imagen no fuese un sangriento sarcasmo hacia este valle de lágrimas, una perversidad, un insulto, o incluso, ¿por qué no?, una feroz blasfemia contra los mortales».

domingo, 11 de abril de 2021

El mundo como Voluntad y Representación, de Arthur Schopenhauer.

«El brahmanismo y el budismo, que enseñan al hombre a considerarse a sí mismo como el propio ser originario, el Brahma al que es ajeno todo nacer y perecer, conseguirán mucho más que aquellas que lo consideran hecho de la nada y piensan que su existencia ha sido recibida de otro y comienza realmente con el nacimiento. Conforme a ello, en la India encontramos una confianza y un desprecio de la muerte de los que no tenemos idea en Europa. Es de hecho delicado imponer al hombre mediante una inculcación temprana conceptos débiles e insostenibles en este asunto tan importante, y hacerlo así para siempre incapaz de asumir otros más correctos y plausibles. Por ejemplo, enseñarle que hace poco surgió de la nada, que por lo tanto no ha sido nada durante una eternidad, y que sin embargo va a ser inmortal en el futuro, es como enseñarle que, pese a ser obra de otro, ha de ser responsable de su hacer y omitir por toda la eternidad. En efecto, si más tarde al que tenga un espíritu profundo y una reflexión penetrante se le impone el carácter insostenible de tales doctrinas, | no tiene nada que poner en su lugar, ni siquiera es ya capaz de entenderlo, y pierde así el consuelo que también la naturaleza le había destinado como compensación de la muerte». 

Un buen pesimista piensa que la suma de todos los placeres de todos los hombres posibles y realmente existentes pesa menos que un pequeño sufrimiento que dure apenas medio segundo. Lo que yo pienso es que he disfrutado enormemente de la mayoría de mis pequeños sufrimientos. 

Esto me convierte, naturalmente, en un mal pesimista, aunque en un excelente masoquista y en una todavía más excelente carne de cañón.

Rafael Ferlosio dice esto de los masoquistas, e intuyo que, si no me da la razón, por lo menos me humilla elegantemente: «El duro se endurece mediante un ejercicio que consiste todo él en una especie de previa adaptación a la derrota, en su asimilación anticipada; ejercicio gracias al cual conseguirá, llegado el trance, exorcizarla y trocarla por victoria. Vencerá, pues, sólo a costa de haberse adelantado a perpetrar contra su cuerpo y alma tanto agravio como el que el enemigo habría llegado a inferirle para derrotarlo».

Son unas horas estupendas para ir a los parques a increpar y a empujar a todo el mundo y a azotarlos con un látigo por vagos y por maleantes. ¿Acaso se piensa el tejido productivo que tiene derecho a descansar, si su descanso repercute negativamente en el producto interior bruto de su país? 

Por lo menos los fines de semana hay gente que va a los bares o a las tiendas para consumir, aunque los de los bares tal vez sean todavía peores que los perezosos de los parques, porque fingiendo que consumen y aportan a la economía de su nación se pasan cuatro horas sentados con un único botellín a medias en la mesa mientras le dan a la sinhueso como si no hubiese un mañana. ¡Pero el mañana es lo único que cuenta, ya que mañana podemos ser más ricos que ayer!

Me pone enfermo tanto vago. Si por mí fuera ni siquiera los muertos descansarían. Haría con los cadáveres unos robocop trabajadores: el robocop heladero, el robocop maquinista, el robocop cirujano, el robocop paseador de perros, el robocop contable, el robocop cantaor de flamenco...

Así como Jesús expulsó a latigazos a los mercaderes de los templos pienso yo expulsar a latigazos a las nuevas generaciones de vagos inspirados por el evangelio. ¿Qué trabajo es predicar?

sábado, 10 de abril de 2021

Los abrigos nos separan de los muertos

Con la muerte de mi padre heredé sus cinco abrigos. Sumados a los que ya tenía, hacían un total de nueve abrigos. Pensé que nada podía ir a peor hasta que mi hermano también se murió y heredé otros siete abrigos.

Me pasé dos semanas contemplando mis abrigos, encerrado en el armario con ellos, donde apenas era capaz de hacerme un hueco entre tantos abrigos. Nunca me gustó el exceso en materia de propiedades, de manera que decidí deshacerme de todos mis abrigos, por mucho que me doliera perder así la última conexión que me quedaba tanto con mi padre con mi hermano, los residuos telares de su aprecio. No me consideraba a mí mismo como una persona muy sentimental, pero aquellas prendas no sólo me recordaban la pérdida, sino que me escarmentaban al ser incapaz de reconciliarme con ella.

Tras concluir que el problema no estribaba en la cualidad sino en la abundancia, decidí poner a la venta la mitad de mis abrigos, pero no había terminado aún de decidirme de cuáles en concreto me iba a deshacer cuando se murió también mi mejor amigo, quien me dejó en herencia otros seis abrigos más. Entre parkas, sobretodos, plumas, cazadoras, anoraks, marineros, guardapolvos y chalecos tenía ya más de veinte abrigos.

Me encontraba perdido, desorientado, anonadado ante tanta muerte y tanto abrigo que parecía corroborarla. Lo peor era que me gustaban todos aquellos abrigos, no porque me sintiera rico o afortunado por el exceso de posesiones, sino que realmente me sentaban mucho mejor de lo que me habían sentado cualquiera de mis abrigos. En conclusión, supe que debía comenzar por deshacerme de los abrigos que me habían pertenecido en exclusiva antes de que se muriera nadie.

Pero fui incapaz de tirar mis viejos abrigos. Sabía que no volvería a ponérmelos, que probablemente sería incapaz de ponerme tantos abrigos, porque me parecía una frivolidad cambiarse de abrigo todos los días, o de ponerme un abrigo para cada circunstancia diaria de la vida, como quien se pone un abrigo distinto para ir a comprar el tabaco, otro para comprar el pan y un tercero para pasear al perrito. Los objetos que nos rodean, sobre todo los que nos ponemos encima de las finas pieles para protegernos del frío o de la lluvia, no pueden ser superfluos. El consumo no revierte el pasado: no podemos revertir el pasado a razón de variar cuatro elementos exteriores de cara al porvenir. ¿Pero qué es el porvenir, sino una suposición? ¿Qué son las suposiciones, sino anticipaciones que enmascaran las malas digestiones de la memoria? También la inmundicia tiene un alma. ¿Por qué iban a tener un alma sólo las personas? ¿Y qué pasa cuando las personas se marchan, acaso no podemos acompañar nuestro silencio con algunos pedazos desperdiciados de sus almas? El alma es criatura libre, mientras vivimos, ella roza y alimenta todo cuanto nos rodea; cuando nos vamos, ¿quién dice que esas huellas no resplandezcan invisiblemente por doquier?

El verano se acercaba, en el último medio año había visto morir a tres de las personas que más apreciaba en este mundo y ni siquiera me había podido poner todos aquellos abrigos más que en mi cuarto frente al espejo para ver cómo me quedaban. Al principio sí logré usar más o menos frecuentemente una de las gabardinas de mi padre, junto a un guardapolvo de mi hermano con el que fui al funeral de mi mejor amigo. Recordando con amargura este episodio fue como se me ocurrió una solución a mis agonías: debía obligarme a usar un abrigo por cada funeral al que asistiera. Incluso si debía esperar veinte años hasta la próxima muerte de un allegado la espera merecería la pena, pues más vale honrar la memoria de un padre veinte años después de su muerte que traicionarla al segundo siguiente.  

Plenamente satisfecho con el resultado de mis conclusiones, de las exigencias espirituales a las que me había visto obligado a someterme a fin de honrar decentemente a mis muertos, volví al armario a pasar allí otra noche encerrado. Pero tantos abrigos guardaba allí dentro que, a mitad del sueño, muy entrada la madrugada, la barra donde colgaban las perchas se partió en tres trozos, dejándome felizmente sepultado en una veintena de abrigos

viernes, 9 de abril de 2021

Acerca de la privación

Si te das un golpe en un dedo te cortas la cabeza para interrumpir el circuito de transmisión del dolor. Esto es natural. Parece que así nos estemos privando de muchas experiencias positivas, pero morir no es verse privado de nada, ya que los muertos no se quejan. 

Vivir, en cambio, es verse privado de la eternidad. La auténtica privación está en la vida, que contempla la muerte; y no en la muerte, donde ya no se contempla nada. No es exagerado decir que la muerte extirpa de raíz todos los problemas de la vida. Pero que soluciona, como diría Cioran, todos los problemas, con lo que no finalmente resuelve ninguno.

Es una lástima que estemos vivos, sin duda, y que los nonatos sean incapaces de agradecernos a los concienciados nuestros penosos esfuerzos por ahorrarles el sufrimiento, mientras que perfectamente podrán reprocharnos su existencia, si es que acaso en un descuido llegasen a nacer. 

miércoles, 7 de abril de 2021

Los encantos del Maligno

El banco tenía una oferta generosa para mí. Una voz agradablemente femenina trató de explicármelo durante una llamada telefónica. Me explicó que estaban ofreciendo un servicio de pagos en conjunto de seguros que permitiría al cliente ahorrarse un 5% mensual. A mí no me pareció lo suficientemente generoso, así que me despedí educadamente tras advertir que no tenía ninguna necesidad de este servicio.

A punto estaba de colgar cuando la voz femenina me pidió una segunda oportunidad. Ahora me ofrecía este servicio más la exención de todas las comisiones que estaba pagando. Insistí en que nada de esto me interesaba,  que sólo quería que me dejasen en paz. La voz femenina se quedó en silencio dos segundos, hasta que me explicó que dicha exención carecería de tiempo límite. Jamás volvería a pagar ninguna comisión en el banco. Es más, agregó que estaría exento también de pagar comisiones por sacar mi dinero en otros establecimientos bancarios. 

En venganza por su anterior silencio me quedé en silencio medio minuto, fingiendo que me lo estaba pensando. Pero la voz femenina era astuta y antes de que me propusiera abrir la boca o directamente colgar me ofreció 500 acciones del grupo bancario al que representaba por valor de 2.703,74 euros. No supe que decir, lo que la voz interpretó como una forma de insistencia sobre mi venganza anterior, así que ofreció como premio a mi paciencia durante toda la duración de la llamada un juego de vajilla de porcelana de 24 piezas, un año gratis en todos los museos públicos de la Comunidad de Madrid que incluiría las exposiciones privadas con visita guiada, los talleres que se organizasen y un cheque regalo para souvenirs por valor de 150 euros.

Sabía que eran ofertas muy generosas, totalmente beneficiosas y aprovechables, sobre todo porque realmente me gustan los museos y comer en vajilla como hacen las personas civilizadas y decentes, pero cuanto más beneficiosas eran las ofertas con más necesidad habría sistemáticamente de rechazarlas. No por orgullo sino por una convicción negativa hacia las tentaciones. El espíritu humano no puede sucumbir a los encantos del maligno.

A la voz femenina le costaba respirar. El oxígeno no le llegaba bien al cerebro después de pasarse los últimos quince minutos ofreciéndome ventajas increíbles, maravillosas e inverosímiles. De haber aceptado su última oferta haría sería su jefe, sería el jefe de todos, el dueño absoluto del banco y amigo íntimo de dos ministros, el de economía y el de trabajo. Claro que podría haber aceptado, haber mantenido la presidencia un par de años mientras me dedicaba a delegar todas mis funciones en mis subordinados y haberme retirado con un gran sueldo acumulado en la cuenta bancaria. Pensé que, de haber aceptado, a aquella voz podría haberla hecho directora de sucursal. Después de todo se había esforzado mucho por tratar de satisfacerme. 

Pero, como todo en esta vida, las llamadas telefónicas también terminan llegando a su fin. Me disculpé gravemente con la voz al otro lado del teléfono, explicando que no aceptaría ninguna oferta. La voz lloró amargamente. Pude escuchar sus lágrimas derramándose a borbotones contra el suelo. Sonaba igual que Satanás aporreando el teclado mientras le escribía una misiva injuriosa a Dios. Antes de colgar la voz me dio las gracias. Yo también se las di a ella. Habíamos hecho buenas migas. Un rato más tarde me llamaron los de mi compañía telefónica. Les dije inmediatamente que sí a todo. Debía compensar los malos tratos a la voz anterior. 

Primera inercia: los crímenes que no he cometido

Una noche tropecé en un bar y maté a un hombre sin querer. El hombre había intentado matarme él primero, así que no tuve elección, porque si la hubiera tenido ahora estaría muerto. Esto ocurrió en el lavabo, así que dejé su cuerpo ensangrentado con la cabeza dentro del retrete, como si se hubiera tropezado y ahogado después; salí a la barra, pagué mis copas y las suyas, como un último homenaje honesto a mi enemigo, y me largué de ese sitio echando hostias. 

En mi huida a pie choqué contra dos policías, me abracé a uno de ellos, logré desarmarlo y los acribillé a ambos a balazos. Los agentes cayeron muertos al suelo entre largos suspiros de incomprensión y amargos quejidos de dolor. Supe que ambos estaban casados y que tenían hijos porque entré en el coche patrulla, abrí la guantera y ahí estaban sus carteras. Arranqué el coche e inicié mi frenética huida. No sin antes adueñarme de todas las armas, por supuesto.

Pensé en escapar a una isla paradisíaca en Brasil o en Panamá, quizá Cuba o la República Dominicana. Al final me decidí por conducir hasta Marbella, porque no me parecía evidente el que fuera a darme tiempo a coger un avión tan repentinamente sin que me detuvieran. Pero antes que nada necesitaba dinero en efectivo, de manera que decidí pasar por casa del director del supermercado donde yo trabajaba como auxiliar de recursos humanos para pedirle un anticipo de mi sueldo. De camino hasta su casa atropellé mortalmente (me aseguré de que fueran atropellos mortales) a once personas, contra las cuales no tenía nada personal, salvo que se habían cruzado en mi camino cuando tenía prisa por escapar de la policía a causa de mis crímenes anteriores. Empecé a preguntarme si no me estaría pasando algo extraño, al dar muerte así a tanta gente cuando jamás había matado a nadie antes ni lo había deseado siquiera. Era como si de pronto el universo echara sobre mí individuos de los que quisiera deshacerse para obligarme a hacerle el trabajo sucio.

Al llegar a casa de mi jefe lo primero que hice fue darle con la culata de la pistola en los dientes, rompiéndole casi todas las piezas, que escupió como si fuese leche. La idea de haberle ordeñado los dientes como si fuera una vaca me causó simpatía, e imaginé que él también se reiría de mi ocurrencia. Luego lo arrojé dentro de la casa, lo pateé a fondo, lo amordacé y le exigí mi finiquito. 

Como no quiso hacerme caso subí las escaleras hasta el primer piso, donde estaban los dormitorios, entré al cuarto del primogénito, lo estrangulé y volví a bajar. Siguió negándose, así que tiré al segundo hijo de cabeza por la ventana de su cuarto. Todavía continuaba obstinándose, así que al tercer hijo lo asesiné ahogándolo en la bañera. Ya me figuraba que continuase desobedeciendo, así que al cuarto de sus hijos, por cierto, una niña preciosa llama Laura, me la bajé directamente al salón, donde le corté el cuello en su presencia, manchándome por cierto los zapatos de sangre por primera vez en lo que llevaba de noche. Al fin decidió hacerme caso, así que le acerqué el móvil, ejecutó un par de aplicaciones y en seguida me ingresó 6.400 euros que yo había deducido que me debía, más un plus de 500 euros por cada hijo que me había visto obligado a asesinarle; en total, 8.400 euros (más 120 euros más por mis zapatos). Antes de irme me suplicó que no le hiciera nada a su mujer. Aquello me sorprendió: no había caído en que estaba casado. Lo de los hijos lo sabía porque lo escuché una vez mientras despedíamos a alguien. Pero jamás había escuchado de ninguna mujer. De haberlo sabido habría empezado por ahí: de pronto me pareció una barbaridad haberle matado directamente a todos sus hijos en lugar de empezar por su mujer. Víctima de un conato de arrepentimiento, corrí al dormitorio matrimonial, le di a la mujer ocho puñetazos en la tráquea y escapé de allí. Al cruzar el salón para salir de la casa me percaté de que el pobre hombre yacía muerto en el suelo, probablemente a causa del disgusto. Me pregunté si tendría más familia porque de pronto me pareció moralmente aceptable exterminarlos a todos, a causa de ahorrarles el sufrimiento de la desgracia que les había causado. Pero no tenía tiempo para dilemas éticos, así que quemé la casa con unos productos químicos que encontré y desaparecí. 

Afuera cuatro coches patrulla y un furgón policial me estaban esperando. Abrí fuego con tanta fortuna que los maté a todos, pues fallé mi primer tiro, dándole en cambio de lleno al motor y provocando una absurda explosión que se los llevó a todos por delante, incluyendo medio vecindario. Comenzaba sin embargo a sentirme extenuado. Muy aturdido. No entendía nada.

En primer lugar, yo no me había propuesto matar a nadie. ¿Debía tratar de proponerme, al contrario, el no matar a nadie? Pero esto permanecía fuera del alcance de mi mano, pues salvo la masacre en la casa de mi jefe casi todos mis otros homicidios habían sido involuntarios. Yo no habría matado al hombre del bar de no haberme tropezado, en primer lugar, sobre él en el baño de hombres mientras intentaba hacer pis. El hombre reaccionó de forma aborrecible, lanzando sobre mí un golpe que provocó que le echase el pis encima del abrigo al tratar de esquivarlo, lo que le enfadó todavía más. El resto fue simple inercia: lo tumbé, le di cuatro patadas en la frente, lo arrastré hasta el interior de un cuarto con retrete y lo dejé allí para que lo encontrasen cuando el bar cerrase. Podría incluso decirse que yo no había tenido nada que ver con aquel primer crimen, o que de hecho estaba siendo altruista al no deshacerme mejor del cadáver, de manera que no lo encontrasen nunca. El resto de mis crímenes eran simple consecuencia del primero, pero si éste no tenía nada que ver conmigo, entonces la conclusión era obvia: todavía no había cometido ningún asesinato ni lo volvería a cometer. Me sentí satisfecho de mis conclusiones y regresé a casa a cenar una merluza que me había hecho mi madre. La merluza hizo que me atragantase con una raspa, lo que me irritó sobremanera, provocando en mi ánimo una gran exaltación homicida. Menos mal que soy pacífico por naturaleza. 

viernes, 2 de abril de 2021

Seguro que Houellbecq estaría de acuerdo con muchas de las cosas que yo digo, ya que yo estoy de acuerdo con muchas de las cosas que él dice. No es por situar mi agudeza a la altura de la suya, sino por especificar que ambas están clavadas en la misma tierra y apuntan con el dedo al mismo sol. Como mucho, si es más agudo que yo, podría matizarme, pero nunca desmentirme, y a mí matizar a tus almas gemelas me parece muy innoble y poco virtuoso.

La conspiración contra la especie humana, de Thomas Ligotti. Un fragmento sobre la afirmación de que el pesimista debería matarse

«La afirmación de que el pesimista debería matarse para hacer honor a sus ideas se puede rebatir diciendo que revela un intelecto tan burdo que no merece respuesta. Pero no resulta muy difícil dar una. Simplemente porque alguien haya llegado a la conclusión de que la cantidad de sufrimiento en este mundo es suficiente para que cualquiera estuviera mejor si no hubiera nacido no significa que por fuerza de la lógica o la sinceridad deba matarse. Sólo significa que ha concluido que la cantidad de sufrimiento en este mundo es suficiente para que cualquiera estuviera mejor si no hubiera nacido. Otros podrán disentir al respecto según les plazca, pero deben aceptar que si creen tener un argumento más sólido que el pesimista están equivocados. 

       Naturalmente, algunos pesimistas se suicidan, pero nada les obliga a suicidarse o a vivir con el estigma del hipócrita en la frente. La muerte voluntaria puede parecer una medida totalmente negativa, pero la cosa no es tan simple. Toda negación viene adulterada o formulada a hurtadillas por un espíritu positivo. No se puede proferir un «no» inequívoco ni obrar en consecuencia con él. Puede que las últimas palabras de Lucifer en el cielo fueran "Non serviam", pero nadie ha servido tan sumisamente al Todopoderoso, porque Su atracción secundaria en las nubes nunca atraería a ningún cliente si no fuera por la principal del infierno del diablo en la tierra. Sólo los catatónicos y los pacientes en coma pueden perseverar en un digno retraimiento del trajín y el tumulto de la vida. Sin un «sí» en nuestros corazones no se haría nada. Y acabar con nuestra existencia en masa sería la afirmación más ambiciosa de todas. 

La mayoría de la gente piensa que la vitalidad sólo se denota por fenómenos como octogenarios que trepan por senderos de montaña o naciones que construyen imperios. Esta forma de pensar es simplemente ingenua, pero nos mantiene alta la moral porque nos gusta imaginar que seremos capaces de trepar por senderos de montaña cuando tengamos ochenta años o de vivir como ciudadanos de una nación que ha construido un imperio. De este modo, las denuncias de los críticos que afirman que el pesimista debe matarse o ser condenado como hipócrita son perfectamente razonables en un mundo de optimistas con carnet o encubiertos. Una vez entiende esto, el pesimista puede librarse de sufrir más de lo necesario a manos de la "gente normal", una confederación de seres honorables que mantienen de común acuerdo la conspiración en marcha. Esto no quiere decir que estas personas no sufran tanto y de tal modo que a veces no se maten, quizá incluso en mayor proporción que los pesimistas, o que por el hecho de matarse sean unos hipócritas por haber dicho alguna vez que cualquiera está mejor por haber nacido. Sólo quiere decir que cuando las personas normales se matan, incluso después de haber dicho que cualquiera está mejor por haber nacido, quedan inhabilitadas como personas normales, porque las personas normales no se matan sino que piensan hasta el día de su muerte que estar vivo está bien y que la felicidad brillará en la existencia de los recién llegados a la vida, que, como siempre se da por supuesto, serán tan normales como ellos».


thomas ligotti portada de la conspiración contra la especie humana


jueves, 1 de abril de 2021

No te atemorices porque existan depredadores astrales que se alimenten de tu frustración, tu rencor y tu pena. ¿Sientes frustración, rencor y pena por el conocimiento de estos depredadores, porque ellos influyen negativamente en tu vida o al margen de ellos? Reconfórtate con saber que tu sufrimiento le es útil a alguien... Piensa que ninguna vaca se siente desgraciada y que tu sufrimiento por lo menos tiene un sentido: dioses golosos entre dimensiones se chupan los dedos con la mala energía que desprende tu sufrimiento. Para ellos tu atmósfera de dolor, los residuos astrales de tu miedo y tu frustración, son una ambrosía.


El chiste del optimista y del pesimista, con breve intervención divina

Os voy a contar un chiste: estaban paseando por la montaña un optimista y un pesimista, charlando vivazmente en medio del fresco aliento de las alturas. El pesimista amenazaba con tirarse cuando el optimista le explicó que aquella sería una hazaña sin sentido, pues era una ofensa al universo el darse muerte a uno mismo cuando había tantas bellezas como las de aquella montaña. El pesimista le reconoció, sin embargo, que ciertamente en el universo había verdaderas bellezas, pero que ninguna de estas bellezas durarían mucho más que su propia existencia. Pero mientras tu existencia dure, respondió el optimista, y puesto que ésta es caduca ¿por qué habrías de renunciar a tu sentido de la belleza, a la maravilla y al placer? En primer lugar, amigo, continuó el pesimista, la suma de los tormentos es superior a la suma de los placeres, e incluso si no lo fuera, tanto valdría, pues cualquier agonía cambia la sustancia de nuestro espíritu en medidas que jamás alcanzaría ningún placer. Ninguna satisfacción es posible, en segundo lugar, pues mientras vivimos permanecemos atados a deseos que jamás logramos satisfacer. Y en tercer lugar, piensa bien lo que dices, pues precisamente porque la vida es caduca, esa temporalidad que acusamos, enfrentada a la eternidad de la muerte, representa una verdadera nulidad. De nulidad nada, insistió el optimista, precisamente porque es tiempo vivido se convierte en tiempo salvado. Por otra parte las posibilidades del mundo nos son desconocidas, nuestro conocimiento está apenas en su infancia, afirmar que ninguna perspectiva de trascendencia es posible es dar un salto de fe enorme. ¿Y cómo sabes que la suma de los dolores supera la suma del placer? Tal vez sea así para ti que te atormentas con fantasías de exterminio, pero las personas normales viven felices, alegres, con experiencias que colman sus sentimientos. En cuanto al deseo: basta que el deseo aparezca para que el deseo pueda ser satisfecho, pues sería otra desconsideración al escepticismo por tu parte el  afirmar sin pruebas que ningún deseo puede ser satisfecho. Parecería más bien lo contrario: si uno contempla la naturaleza advertirá en seguida que el hecho de una necesidad  que no pueda ser satisfecha no aparece por ningún lado. ¿Y qué es el deseo sino un impulso de la necesidad? Diría, comenzó el pesimista, que tomas como verdad lo que es simplemente una ilusión de tu conciencia. Para que el tiempo vivido fuese tiempo salvado este tendría que permanecer, es condición indispensable para que tu aseveración fuese cierta. Puede que el mundo nos sea desconocido, pero nosotros mismos no somos desconocidos para nosotros mismos, es partir de nuestra propia realidad desde la que conjeturamos ciertas verdades que parecen universales pues aunque no fuesen universales seguirían siendo verdades relativas a nuestra existencia. Tal vez sea cierto que para los animales el sufrimiento es asumible, pues podría decirse que no experimentan verdadero sufrimiento, ya que es un hecho en ellos que no aparece ninguna o que aparece escasa autoconsciencia. Es esta autoconsciencia la que nos desliga del universo: nos hace sentirnos extraños, amenazados, la que nos da el conocimiento de nuestra mortalidad y nos trastorna en seres sedientos de eternidad. La autoconsciencia genera más problemas de los que soluciona, pues genera el problema fundamental a partir del cual tratará en vano de resolver nuestras desdichas consecuentes. El que sobrevivamos al entorno gracias a nuestras elevadas dotes intelectuales, elevadas sólo en comparación a la de otros seres que habitan nuestro planeta, sólo supone una inercia de soluciones fallidas. No descarto el que puedan existir seres autoconscientes en otros planetas que no sufran nuestra desdicha. Pues después de todo ellos han podido tener un progreso evolutivo con adaptaciones infinitamente diferentes. A tal especie le corresponderá, por lo tanto, decidir si la existencia es algo que merece o no merece la pena, al igual que nos corresponde a los hombres tomar esa decisión. Sin embargo, existe un problema importante: a nosotros puede correspondernos el tomar una decisión que somos incapaces de tomar: podemos a lo sumo saber lo que deberíamos hacer sin ser capaces nunca de hacerlo realmente. Es a partir de la autoconsciencia, como digo, que aparece por primera vez la realidad de una necesidad que no puede ser satisfecha. Pues lógicamente el hombre, si puede ser eterno, no sabe que puede serlo, y si no sabe que puede serlo, la idea lo atormentará igualmente. ¿Cómo íbamos a exigirle a un hombre el que se comporte de cara a una información que desconoce como si lo hiciera? Detente un momento, murmuró el optimista, si reconoces que es improbable la averiguación acerca de la presunta inmortalidad del alma, ¿cómo es posible que prescribas una cierta ética alrededor, que haces pasar por neutral, pero cuya realidad esconde un sinfín de presuposiciones no ya morales, sino peor aún, emocionales? El rechazo palpable a este mundo no puede darse sino a condición de una verdad que nos es imposible advertir, como tú has reconocido, pero si la eternidad es aún una posibilidad abierta, dado que el hombre, desde el que tú dices hacer desprender todas tus verdades, no es el mundo, sino una parte ínfima de éste que está, por esta razón, unida a las leyes del mundo...

¡Alto ahí!, dijo el Autor del Mundo o de este Blog... ¿Podéis darme un respiro? Le quitáis la gracia a todo. Cuando creé el mundo dije: toma, ahí va un poco de mi gracia..., pero por vuestra culpa mi gracia ya no es nada, tan solo desidia, una mancha pegajosa que inunda las calles, en la que la gente se ahoga y llega tarde a sus citas. ¿Cómo van a reproducirse los seres humanos, si por vuestra culpa están llegando tarde a sus citas? ¿No os dais cuenta de que eso nos perjudica a todos? Al optimista le perjudica porque a menos hombres menos ilusiones, al pesimista le perjudica porque a menos citas, menos desilusiones. ¡Poneos de acuerdo de una vez y dejad que termine mi OBRA!

Se hace de noche, será mejor que volvamos a casa antes de que nos perdamos. Vayámonos, me parece bien, pero incluso si se nos hiciera tarde, mañana saldrá el sol otra vez, así que terminaríamos encontrándonos tarde o temprano. Pero eso no quita el que vayamos a pasar hambre y el que estaremos expuestos a multitud de peligros... ¿Quién sabe?, quizá lo que ocurra es que vivamos una buena aventura...

SOCORRO 1

1. Y así fue como los hombres se emanciparon de Dios.


lunes, 29 de marzo de 2021

Una de las muchas tácticas de la guerra de guerrillas que es perfectamente trasladable al ámbito de la metafísica, una vez le declaramos la guerra a la Vida, es el corte de suministros, que se puede hacer gracias a lo que por lo común llamamos "posponer".

Evito hacer esto, lo demoro para más adelante, cuanto más deseo hacerlo para más tarde debo posponerlo. Al desplazar de este modo la acción a un tiempo remoto cuya materialización se verá condicionada y hasta definida por aquello que me negaré a hacer, desperdicio astutamente toda posibilidad de satisfacción y todo placer junto a sus desdenes y sus sentimientos de vacío consecuentes. 

Matiz Concluyente Nº1

El que pospone no pretende apartarse del tiempo presente, ignorando lo que debe o desea hacer, no es una repulsión del "hacer ahora", sino que precisamente se demora, es decir, no se pospone por fastidio del acto en sí ni del tiempo presente que debe ser colmado a partir de ese acto, tiempo que será realizado a partir de ese acto –pues quien no se mueve no envejece, os lo prometo, otra cosa es que siempre seamos víctimas de alguna forma de movimiento incontrolable– sino como protesta contra el tiempo venidero que hará explícita la inutilidad de todo acto, de todo hacer ahora. 

Matiz Concluyente Nº2

El que pospone se venga de la vida agrediéndose a sí mismo, arruinándose en todos los sentidos, ya que nada merece la pena hacerse y la experiencia lo demuestra. Pero el que pospone se venga con razón y se venga con astucia, ya que entrega así sus insatisfacciones naturales a una causa justa, que es la causa de aniquilar las insatisfacciones; otra cosa es si es posible salir victorioso de estas trifulcas... pero no hace falta salir victoriosos, sois tontos o qué, ya que es inútil que se haga una cosa u otra, antes que vivir irreflexiva e inercialmente, es preferible hacer lo que se parezca más a vivir con libertad y soberanía... Lo que se viene llamando el morir.

Conclusión cuestionadora Nº1

¿Es posible detener el envejecimiento, no sólo mediante la parálisis absoluta, que es como se ha demostrado impracticable, sino limitándose a repetir una y otra vez los mismos movimientos? ¿No anularía esa igualdad idéntica el sentido del tiempo? Ahora bien, ¿nos es posible repetir realmente los movimientos? Y si el “eterno retorno” es válido como hipótesis, ¿no son ya nuestras vidas repeticiones insaciables e incansables? Pues con la anulación del tiempo lineal y definitivo no sólo puede decirse que ya he vivido este momento, sino que debe decirse que lo estoy viviendo una y otra vez ahora mismo: los tres tiempos son verdad: he sido condenado, estoy siendo condenado y seré condenado: seré condenado por estar condenado, estaré condenado por haber sido condenado y estoy siendo condenado porque estaré condenado; o lo que es lo mismo,  da igual que posponga o no la finalización de estas meditaciones: ya las he finalizado, las estoy finalizando en este momento y ya las finalizaré mañana.

domingo, 28 de marzo de 2021

Todavía estoy dándole vueltas al asunto del nacer. Tengo la intuición de que podría haber hecho algo, de que nacer es una debilidad de carácter, de que nacemos porque nos dejamos nacer. Es un hecho que si yo no me hubiese dejado parir, por ejemplo, no habría nacido...

¿Qué podría haber hecho para no nacer, o qué puedo hacer para desnacer? Si no hay nada que pudiera haber hecho, ¿a qué viene este lamento? Si no puedo hacer nada, ¿por qué le exijo a mi espíritu una condición de vitalidad tan impensable y desoladora? Pero estoy vivo, y no conozco mejor exaltación de la vida que la obsesión por la muerte, ya que es lo único que nos la dulcifica. Una paradoja es un paliativo. Y como todo paliativo, nos ata a un confort sin destino.



jueves, 25 de marzo de 2021

Ensayo sobre la SALVACIÓN

Un edificio en llamas. Un hombre se encuentra atrapado en su piso de la segunda planta. ¿Cómo escapará? ¿Podrá salvarse? ¿Es a través de la lógica y de los hechos como se toman las mejores decisiones? Veámoslo.

El hombre recuerda que, a menudo, la opción más simple suele ser la mejor, por aquello de la navaja del científico importante aquél. Pero también recuerda perfectamente el rostro inflamado de su padre diciéndole que se había acostumbrado durante toda su vida a tomar la salida fácil. ¿A quién decidirá creer nuestro hombre, a su padre o al científico?

En primer lugar, su padre es un borracho, pero ni siquiera recuerda el nombre del científico. ¿Qué será más poderoso, la evidencia del descrédito o la ausencia de un nombre con que limpiar un título de su frialdad?

En segundo lugar, su padre es violento, chapucero e irresponsable, claro que no sabe si el científico era un modelo moral a seguir, de dignidad intachable o no. ¿Mejor lo malo conocido que lo malo por conocer? El problema: si es desconocido no puedes estar seguro de que sea malo. La realidad: lo bueno es inofensivo, más vale por sistema protegerse de lo malo.

Tercero, la inteligencia de su padre no es que fuera, digámoslo así, exageradamente superior. Aquí el científico tiene todas las de ganar, aunque por muy inteligente que sea alguien, eso no significa que nunca se equivoque. ¿Podría la historia haber inmortalizado el error inteligente de un hombre superior? Naturalmente que sí, la teología, piensa nuestro hombre, es la prueba: a menudo los hombres más inteligentes imponen sus errores por ser estos menos fáciles de reprender. Y si este hombre, además, fue un erudito respetado de su tiempo, al talento se le sumará su poder político y voluntad de persistencia.

Muy bien, dice el hombre después de sopesar todas las posibilidades, le haré caso a mi padre, ya que tengo sus genes y es más difícil heredar una mentira a través de los genes que una verdad a través de la historia. 

Así el hombre escéptico de nuestro cuento logra salvarse: rompe a cabezazos el suelo de su piso, salta al primero, rompe a cabezazos el suelo del primero, salta al bajo, cava en el portal un túnel con sus uñas y corre hacia la calle dejando tras de sí el humo ensangrentado de la superstición y el absurdo –lo de salvarse es un decir.

¡La salida fácil, padre, dice, la salida fácil! Contempla eufórico al cielo, como si Dios quisiera darle su aprobación y él temiera perdérselo. Se fija en el detalle de su ventana, ve el cuerpo de su padre que cae de cabeza contra el suelo, ardiendo, porque los borrachos arden más rápido, chillando histérico de horror y de tristeza. ¿Correrá a abrazar a su padre, en sus últimos momentos de vida? Pero en seguida da un paso tímido adelante cuando cae su madre sobre el cuerpo de su padre, su abuela sobre el cuerpo de su madre, su esposa sobre el cuerpo de su abuela, etc., etc., ¡toda su familia al unísono! Habrá que pensar más seriamente en las cosas. La superstición nunca es lo que parece.


martes, 16 de marzo de 2021

Vi un santo

Una tarde me encontré con un Santo y le exigí un TFG de mínimo 100.000 palabras sobre la bondad donde sea capaz de dar cuenta racional y objetivamente de ésta a través de una demarcación filosófico-técnica. Es inútil buscarle sentido a lo que nos pasa: el Santo lleva tres meses trabajando para mí como secretario personal.

    Hoy parece muy ocupado, creo tiene síndrome de burnout, corre de acá para allá echando humo por la coronilla, ahora mismo está archivándome unas definiciones hipotéticas como premisa de bondad y luego tiene que ponerse con una parametrización de la misma. Además, tiene pendiente para mañana responderme a esta pregunta: "En términos cuantitativos, ¿cuánta bondad debe producir un hombre antes de morir en compensación por la maldad expelida del nacimiento para que su existencia pueda concluirse como existencia neutral?". Evidentemente, por mucho festivo que sea, este viernes trabaja.

    Cuando me aburro, le hago la zancadilla para que se le caigan todos los papeles de la carpeta y tenga que dedicarse a reordenarlos todos. Así espero que llegue a confundir algún día la bondad con algún tipo nimio de maldad y que peque por equivocación. Es muy divertido verle dándose golpes en la frente con la palma de la mano como si se le hubiera olvidado algo importantísimo en cuanto se percata de que una bondad al revés es una maldad gravísima o por lo menos una chifladura imperdonable. Por ejemplo, gracias a mis zancadillas constantes ayer casi consigo que considere como legítimo el matar a alguien sólo para hacerle después el favor a su familia de pagar su entierro. 

    (Nada es tan sencillo como abusar de un santo. El santo dice que sí a todo, no se ofende, si sufre se retuerce él solo como un gusano al que se le ha clavado un anzuelo en el vientre. El santo recibe los latigazos como triunfos, porta por orgullo un nimbo de escupitajos y sus pupilas son dos huevos podridos de fuego hediondo constreñido).

miércoles, 24 de febrero de 2021

No es cínico el filósofo pesimista que no se suicida, por mucha recomendación del suicidio que haga, dado que este pesimista, al contrario que los otros inconscientes y superfluos que le rodean, tiene una misión, como buen filósofo pesimista que es: que todo el mundo se suicide. Mientras quedase alguien sufriendo miserablemente en la tierra a causa del horror de la existencia no tendría sentido suicidarse.

Podría decirse, no obstante, que un buen pesimista no predica, se resigna y calla, afirmación que estaría dispuesto a conceder si no me pareciera totalmente inútil y falaz distinguirse bajo el epíteto de una escuela filosófica cualquiera si no esto no condujera a algún tipo de práctica profundamente seductora e invasiva. El deseo secreto de todos los hombres es que todo el mundo los imite, o por lo menos que lo obedezcan, para lo cual no sirven los tímidos conatos de sabiduría o de  boba certeza autoindulgente. 

Decía Cioran que las religiones y los sistemas filosóficos, mucho más que los Imperios, anhelaban la conquista del mundo y sobre todo del corazón del hombre, con un éxito razonablemente superior al de los Imperios, porque ambicionan mejor. Al pesimista sólo le quedan dos opciones: o una resignación falaz o un triunfo cínico.

Matar está moralmente sobredimensionado, matar es simplemente como desenchufar un electrodoméstico o romper una taza sin querer. Lo más difícil es obligarse a recoger los trozos, pero las tazas se rompen prácticamente solas, basta con mirarlas muy indignadamente o agitarlas un poco.

Porque matar no es lo peor que se le puede hacer a un ser humano; por lo común, lo peor que se le puede hacer a un ser humano es amenazarlo con la muerte, la suya o la de un ser querido, pero no en sí el matarlo, aunque esto depende naturalmente de su sensibilidad para con los sustos.

martes, 16 de febrero de 2021

No importa lo pesimista o depresivo que uno sea, si te ponen una pistola en la sien, no le recitas al asesino un poema de Kavafis. 

A pesar de lo cual sería magnífico que nuestras últimas palabras fueran aquellas de «Son los esfuerzos nuestros como los de los troyanos»...

La caca de Mainländer

Un hombre afín al panteísmo, ante la caca atroz y hedionda de su perrito, pone ojos tiernos. 

    Diríase que le perdona la vida a esa caca, pues también participaría de la divinidad. Si a la caca, en un arrebato de minimalista testarudez, la llamase casa, podría irse a vivir dentro de ella.

    Mainländer, en cambio, tomaría aquella caca como lo que es, como un desecho y nada más, un desecho entre desechos, igual que a sí mismo se tomaría como un desecho y nada más.

    Si Mainländer, por último, pisara por accidente una caca, se diría que no es peor pisar una caca que llenarse de aire los pulmones.