lunes, 17 de mayo de 2021

UN DÍA QUE OLÍA A MIERDA

Sentía desprender un intenso olor a mierda. A mierda abominable, apocalíptica. Estaba en el tren de cercanías y todos los pasajeros parecían clavarme sus miradas. Miradas desdeñosas, homicidas, de repugnancia. Ojos lacrimógenos resplandecientes. Se llevaban las manos a la boca. Acercaban los labios a las orejas. Lenguas viperinas. Cuchicheaban con malicia sobre mi olor a mierda. Señores, tengan piedad, un hombre no escoge oler a mierda porque sí. 

El tren estaba lleno. Me sentía atrapado como una rata. Una rata que olía a mierda. Es más, me hubiera gustado ser una rata; o mejor, un mísero insecto. Si hubiese sido un insecto, un bicho repugnante, me habrían aplastado las vísceras contra algún cristal y allí acabaría todo. Los insectos no sufren. No más drama. No más aborrecimiento. Pero era infinitamente peor la mirada silenciosa, el juicio secreto, sólo telepático. La comprensión instintiva, el centro de todos los desprecios. La sentencia que nunca se lee a voz en cuello, sino sibilinamente, como una puñalada trapera. La muerte nunca te llega públicamente. Así son los hombres. No se conforman con matarte. Prefieren odiar. Necesitan tener a quién odiar. Alguien con quien volcar todo su odio como un vómito ético. Un vómito más ético que tu infame existencia. Tu existencia resulta no sólo una anomalía, sino una abominación. Y tu alma es abyecta. Y tu espíritu es vil. Tu mente está podrida. Quería salir de allí. No dejaban de mirarme. Se deleitaban con mi sufrimiento como moscas. Era necesario que sufriera este castigo. La desgracia te alcanza sin razón. No vuelves a ser el mismo.

El tren llegó a mi estación dieciocho minutos después. Deseaba bajarme cuanto antes. Sudaba, temblaba, mis pensamientos latían. Pero no podía moverme. Una parte de mí mismo, no la más cuerda, sino la más honrada, me decía que era imposible oler  a mierda, que me había duchado, echado perfume, lavado los dientes. Que fuese al trabajo, que hiciese como si no pasara nada. Para mí aquello tenía tanto sentido como la húmeda hez que notaba invisible bajo los pantalones. Ambas respuestas eran igualmente delirantes. Una porque si realmente apestaba a mierda, aquello me condenaría para el resto de mi vida. El muchacho que olía a mierda. Un paria. Con suerte un suicida. La otra porque era imposible oler a mierda. Estaba limpio, aseado, higiénico, puro, no había notado nada al salir. Era la pureza máxima. Pero el olor carecía de connotaciones. No podía oler a mierda. Y nadie me observaba.

Pero todo el mundo me observaba. Estaba liquidado. Me dolía la espalda. Salí del tren fingiendo con naturalidad. Estoicismo. Ante todo, no perder nunca la elegancia. Me desangré por el camino. Fui hasta el trabajo dejando un rastro de sangre tras de mí. Sangre hermosa. Los gusanos me perseguían, se relamían con mi sangre, cantaban de alegría, de emoción, de agradecimiento. Gracias por tu fétida sangre, tan repugnante como el aire que respiras. Entré al baño. Me desnudé. Lloré un poco. Olí con ansias mi ropa. Palpé todo mi cuerpo. Ni rastro de suciedad, ni un poco de aquel olor palpable a pura mierda. Quizá el olor a mierda, se me ocurrió pensar, había cobrado vida propia y se había ido de mi lado. Mi olor a mierda me había abandonado. Ya no sabía quién era. Perdí mis referentes. Me habían condenado por oler a mierda. Había sido ejecutado por oler a mierda. Y el olor a mierda, como el cadáver que se sueña a sí mismo pudriéndose, me había abandonado. Me vestí rápidamente. Forcé una amable sonrisa, una sonrisa tierna. Me abofeteé lo más fuerte que pude. Una, dos, tres veces. Los bofetones sonaban como disparos. Tenía el rostro enrojecido. Me limpié con agua fría. Me sequé el agua con papel higiénico. Entré al almacén. Saludé a todo el mundo. Nadie se giró para mirarme.  Nadie me hacía el menor caso. Aquello me conmovió. Os amo a todos.

No hay comentarios: