sábado, 21 de mayo de 2016

El escritor mediocre es, en esencia, una criatura vanidosa. No significa esto que el buen escritor o que el escritor sobresaliente no sean vanidosos: lo que significa es que estos, al menos, se han ganado su derecho a la vanidad. Nada me produce más malicioso regocijo que escuchar a un escritor que apenas escribe vanagloriándose de su talento, fantaseando respecto a todos los libros que escribirá algún día. Pero los libros que se planean escribir nunca se escriben: sólo se escribe lo que se escribe. Y el escritor con ínfulas disfruta más imaginándose autor de muchos libros que escribiendo esos libros, que como hemos dicho nunca escribirá, que es imposible que escriba porque la fuerza de esta fantasía es que nada puede refutarla, mientras que un libro auténtico siempre puede ser ignorado por el público o destruido por la crítica. No me interesa desmoronar los sueños de nadie: pero eso no implica que no me pueda reír en secreto, apartado del tumulto de los escritores, en el rincón de un festín, mientras todo el mundo se divierte compartiendo sus chismes. Realmente un escritor mediocre puede triunfar (suele triunfar), pero un escritor mediocre que nunca escriba no sólo no va a triunfar sino que ni siquiera, en ese futuro que concibe glorioso, continuará escribiendo: como la escritura no le nace como impulso ni como rutina a la que se resigna, sino como ejercicio superfluo a practicar para obtener aprobación con él, en cuanto se percate de que esta admiración que desea no es posible dejará, en consecuencia, de escribir. Sólo escriben eternamente los románticos y los hastiados: los seres con esperanzas de arribismo se cansan pronto de la literatura.

lunes, 16 de mayo de 2016

He trabajado de camarero: un asco de trabajo, de entre todos los trabajos, uno de los que más te esclavizan. Pero, en fin, lo positivo, lo único que me gustaba de ser camarero, eran los fines de semana, de madrugada, cuando los borrachos de bares aledaños que cerraban más pronto que el nuestro venían a tomarse las últimas copas antes de irse a acostar. Era un placer escuchar a los borrachos hablar. Creo que pocas cosas me gustan más que escuchar a los borrachos hablar, divagar, deliberar, fantasear, rememorar, contar anécdotas. Al menos los borrachos trabajadores, borrachos sosegados, sabios, entregados a su fracaso con resignación. Cuando un borracho se ponía a contarme cosas, nunca quería cerrar. ¡Qué hable! pensaba. (Lo único que me molestaba, si acaso, de hecho lo único que me ha molestado siempre, es que me hicieran participar de la conversación: prefería los monólogos atropellados a las conversaciones sin sentido). Me causaba un sueño tremendo escuchar a los borrachos hablar, pero al mismo tiempo la convicción de que no iba a dormirme, de que tenía que llegar hasta el final. No todos los borrachos son igual de interesantes, es evidente, y algunos hasta eran desagradables, estúpidos, mezquinos, aquellos que no se habían resignado a ser unos fracasados, curiosamente, sino que se tomaban la conciencia de su fracaso, lo que ocasionalmente sucede mucho cuando te emborrachas, con violencia, con rabia, con un orgullo pueril: entonces tenían la necesidad de hacértelo pagar a ti. ¿A quién más puede un borracho inútil hacérselo pagar? Algunos no tenían ni siquiera familia: sólo te tenían a ti para demostrar que aún les quedaba poder humano que ejercer. Yo no me enfadaba, en cierto sentido los comprendía bien; y excepto cuando se ponían demasiado violentos, continuaba siguiendo sus ataques con curiosidad: de todas formas apenas sabían nada de mí: era imposible herirme. Además, también era un placer hacerlos rabiar... Ir de un sitio para otro, que te exigieran escucharlos, limpiar, barrer, tirar cerveza, pasar la bayeta por la barra... enloquecerlos, hacerlos desistir de tu atención. La mayoría de estos borrachos violentos, aceptando la suma de un nuevo fracaso en sus vidas, te tiraban el dinero sobre la barra, se levantaban con torpeza, mascullaban algo que suponían ofensivo y se marchaban; unos pocos, los más listos, te decían que te pagarían las copas mañana. Era un buen golpe: ¿qué puedes hacer cuando un borracho no te quiere pagar? A mí me importaba tres narices el éxito empresarial del bar donde trabajaba: me limitaba a dejarlos marchar, sabiendo que probablemente no pagarían jamás. Por fin cerraba, miraba la noche en lo alto del cielo, sonreía por tanta sabiduría y me marchaba a casa a dormir doce horas seguidas.

martes, 10 de mayo de 2016

¿Por qué estamos tan solos? No estamos solos porque nadie nos quiera, sino porque no sabemos comunicarnos con nadie: estamos solos porque colisionamos con el otro sin penetrar en su misterio y sin que nadie hurgue en el nuestro. La soledad no es un simple producto de la distancia ni un mero vivir sin compañía humana, aunque sin duda estas cosas puedan enardecer e incitar el sentimiento de soledad en una persona, sino un posicionarse en los márgenes de lo humano, como si uno no fuera un hombre, sino un animal indescifrable e impotente, una bestia tullida e ininteligible, incapaz de comunicarse, de amar o de ser amado: el hombre en soledad es un monstruo, un monstruo condenado a relacionarse con el mundo como a través de la pantalla de un televisor: no puede saborear el mundo ni puede evitar percibir su irrealidad, se sabe espectador de un drama absurdo e irónico, pero, al mismo tiempo, los actores le parecen tan creíbles en su papel que desearía poder creerse él mismo parte del tumulto humano, sustancia de su desarrollo, núcleo de su fuego, célula indivisible de su organismo: porque hasta las células se comprenden más mutuamente que nosotros. La soledad no se distingue más que por el sentimiento de incomunicación e impotencia en que vive el sujeto: no es que el mundo le ignore, es que no le atraviesa, su futuro es un cadáver y su idioma un aullido proveniente del infierno. Quienes dicen encontrar un consuelo en la soledad se equivocan: no es que no encuentren, en verdad, un consuelo, sino que no es en la soledad donde lo encuentran: lo encuentran, si acaso, en el ascetismo, pero no en la soledad.