lunes, 16 de mayo de 2016

He trabajado de camarero: un asco de trabajo, de entre todos los trabajos, uno de los que más te esclavizan. Pero, en fin, lo positivo, lo único que me gustaba de ser camarero, eran los fines de semana, de madrugada, cuando los borrachos de bares aledaños que cerraban más pronto que el nuestro venían a tomarse las últimas copas antes de irse a acostar. Era un placer escuchar a los borrachos hablar. Creo que pocas cosas me gustan más que escuchar a los borrachos hablar, divagar, deliberar, fantasear, rememorar, contar anécdotas. Al menos los borrachos trabajadores, borrachos sosegados, sabios, entregados a su fracaso con resignación. Cuando un borracho se ponía a contarme cosas, nunca quería cerrar. ¡Qué hable! pensaba. (Lo único que me molestaba, si acaso, de hecho lo único que me ha molestado siempre, es que me hicieran participar de la conversación: prefería los monólogos atropellados a las conversaciones sin sentido). Me causaba un sueño tremendo escuchar a los borrachos hablar, pero al mismo tiempo la convicción de que no iba a dormirme, de que tenía que llegar hasta el final. No todos los borrachos son igual de interesantes, es evidente, y algunos hasta eran desagradables, estúpidos, mezquinos, aquellos que no se habían resignado a ser unos fracasados, curiosamente, sino que se tomaban la conciencia de su fracaso, lo que ocasionalmente sucede mucho cuando te emborrachas, con violencia, con rabia, con un orgullo pueril: entonces tenían la necesidad de hacértelo pagar a ti. ¿A quién más puede un borracho inútil hacérselo pagar? Algunos no tenían ni siquiera familia: sólo te tenían a ti para demostrar que aún les quedaba poder humano que ejercer. Yo no me enfadaba, en cierto sentido los comprendía bien; y excepto cuando se ponían demasiado violentos, continuaba siguiendo sus ataques con curiosidad: de todas formas apenas sabían nada de mí: era imposible herirme. Además, también era un placer hacerlos rabiar... Ir de un sitio para otro, que te exigieran escucharlos, limpiar, barrer, tirar cerveza, pasar la bayeta por la barra... enloquecerlos, hacerlos desistir de tu atención. La mayoría de estos borrachos violentos, aceptando la suma de un nuevo fracaso en sus vidas, te tiraban el dinero sobre la barra, se levantaban con torpeza, mascullaban algo que suponían ofensivo y se marchaban; unos pocos, los más listos, te decían que te pagarían las copas mañana. Era un buen golpe: ¿qué puedes hacer cuando un borracho no te quiere pagar? A mí me importaba tres narices el éxito empresarial del bar donde trabajaba: me limitaba a dejarlos marchar, sabiendo que probablemente no pagarían jamás. Por fin cerraba, miraba la noche en lo alto del cielo, sonreía por tanta sabiduría y me marchaba a casa a dormir doce horas seguidas.

1 comentario:

Unknown dijo...

Me pasa lo mismo cuando voy en transporte publico, con la diferencia que las personas no estan borrachas:te escupen y te miente en la cara