martes, 25 de abril de 2023

Albert Caraco, pensador franco-uruguayo y pesimista de una ferocidad casi incomparable, prometió suicidarse tras la muerte de sus padres, lo que cumplió al ahorcarse el 7 de septiembre de 1971, sólo unas pocas horas después del fallecimiento de su padre.

Naturalmente, Caraco fue un enorme privilegiado, ya que fue hijo único y no tuvo que esperar también al fallecimiento de sus hermanos. ¡Cuántas veces, poseído por el deseo de darme muerte, he deseado ser hijo único! Ante la desesperación de un suicidio jamás realizado, he soñado mil veces con prenderle fuego a mi casa... Nadie sufriría pérdida alguna, puesto que los muertos no sufren y los humos del incendio apenas despiertan a los asfixiados.

Al suicidario lo que más le pesan son sus hermanos. Salvo que sus hermanos sean suicidas mucho más decididos y egoístas que él mismo —y casos así existen en muchas familias—, difícilmente tendrá libre ese camino hasta muy entrada la vejez. Quizá por eso se matan tantos viejos. No hay que darse nunca por vencido. Tener hermanos no debería suponernos una condena tan fatídica...


Hay escritores dificilísimos de citar, porque su genialidad es un bloque de hormigón, un continuo narrativo o reflexivo que no permite la extracción descontextualizada de la agudeza particular, a no ser que uno cite cuatro páginas seguidas y a la cita añada un breve prefacio explicativo. 

Con otros escritores, todavía más difíciles de citar, ocurre justo lo contrario, pues encarnan una paradoja: son tan pródigos en genialidades, tienden tan abiertamente al adagio o a la ocurrencia, al redoble retórico, que su literatura parece más una invitación a lo particular, al descubrimiento y embelesamiento por sus ingeniosidades esparcidas por doquier, que una construcción unitaria y hermética rendida a lo genérico y estructural. Estos escritores ponen difícil la cita porque hay quinientas mil ocurrencias distintas que se pueden citar: y nadie quiere pasarse un año entero citando a Céline.

Céline, precisamente, es el más vivo ejemplo de escritor ocurrentemente genial. Excluyendo los libros de aforismos —Cioran, La Rochefoucauld o Dávila— y algunos diarios, —como ‘El oficio de vivir’, de Cesare Pavese o  el falso diario ‘El libro del desasosiego’ de Pessoa, donde los autores prueban su agudeza hasta el hartazgo, no hay tantos libros tan derrochadores de lucidez y negra jocosidad como en la novela ‘Viaje al fin de la noche’; al punto de que, en sus siguientes novelas, a Céline se le encuentra ya con el cerebro exprimido: su metralleta regurgita las balas, pero ya no las proyecta. En ‘Viaje al fin de la noche’ no hay página sin su perla, y a menudo sin su retahíla de perlas despiadadamente inagotables, y más bien parecen las perlas los hilos conductores entre un suceso y el siguiente, razón por la cual la novela se compone por un elemento, en apariencia, tan aleatorio y absurdo donde el principio de cohesión es incluso poco redondeado.

Este estilo de novela realista donde el aforismo tiene su peso demoledor en la crítica a las costumbres y vicios de la época ya lo utilizaban Stendhal o Balzac, aunque de manera infinitamente más comedida y racional, y muchos otros novelistas franceses que les siguieron, como Proust, Camus o, muy recientemente, Michel Houellebecq; quizá debido a la tradición aforística francesa que desarrollaron sus moralistas —La Brúyere, Chamfort, el marqués de Vauvenargues o el ya mencionado, y mi preferido, La Rochefoucauld—. Beckett, en teatro, y Tzara en poesía, serían acaso comparables en cuanto a la cantidad de disparates por página.

Otros autores muy pródigos en profundas agudezas, como el Conde de Lautreámont en ‘Los cantos de Maldoror’, nacido en Uruguay pero escritor en lengua francesa y que aquí hemos evitado mencionar por tratarse de una poesía en prosa más que de una novela, el japonés Yukio Mishima, el americano Henry Miller —con peores perspicacias— o el ruso Dostoievski —a quien Nabokov no reconoce más mérito que unos pocos pero logrados paisajes humorísticos— son notables ejemplos de la novela de impacto retórico, a pesar de que Céline escribiera la mejor y más perfecta máquina de energía infinita de ocurrencias. Irónicamente, ‘Viaje al fin de la noche’ es tan abundante en sentencias descarnadas que casi podrían citarse sus más de 600 páginas, con la ventaja, por supuesto, de que no haría falta ningún prefacio. ¿Quieres citarle alguna genialidad de ‘Viaje al fin de la noche’ a tu amante? Mejor regálale el libro y que se cite tu amante  las 600 páginas a sí mismo.

Quizá podría desconfiarse de todos estos autores, acusarlos de pirotécnicos y de artificiales, afirmar que recurrían al golpe por ser incapaces de componer sus novelas sofisticadamente, querer ver en sus talentos explosivos una deficiencia tanto del fondo como de la forma. Tamaño desaire parece insostenible, sin embargo, ante los mejores libros de un Mishima o un Dostoievski, autores ambos explosivos y a la vez, sobre todo en el caso del japonés, estructuralmente irreprochables. Céline únicamente llevó el esparcimiento hasta el extremo... «Invocar la propia posteridad es hacer un discurso a los gusanos», escribió.


Céline con un erizo
Louis-Ferdinand Céline.


miércoles, 5 de abril de 2023

HIPNOSIS

Mi padre es un maestro del hipnotismo desde que era muy pequeño, y siempre defiende la idea de que el hipnotismo es una actividad cotidiana, que forma parte de nuestra vida diaria, que es algo así como un ‘gesto privado’. En una ocasión llegó a decirme que la libertad de expresión debería llamarse “libertad de hipnotismo”.  

Yo, naturalmente, discrepo, y no sólo porque no heredase su don, es decir, no sólo por resentimiento, sino porque aparte de eso tengo muy buenas razones para creer en lo que creo: me parece que hipnotizar a alguien intencionalmente es muy diferente de hacerlo sin tener consciencia de lo que está sucediendo. En el segundo caso, yo creo que la hipnosis es bidireccional, lo que mi padre jamás reconocería: el hipnotizador es a su vez hipnotizado, de manera que todo ocurre bajo una especie de atmósfera o manto de embelesamiento. Por el contrario, quien se sirve a conciencia del arte de la hipnosis está ejerciendo un poder de seducción descomunal, y escapando del ámbito cotidiano de las relaciones humanas para manejar a las personas igual que un titiritero a sus muñecos… En ningún sentido preciso creo que se pueda hablar de la hipnosis como un ‘gesto privado’.

Claro está que mi padre ha podido hipnotizarme para que yo crea y diga esto, es más, hasta para que lo defienda con cierta inteligencia: para que yo me oponga a él y trate de matizar originalmente sus opiniones. Mi padre puede hacerme creer lo que él quiera, pero todo padre —por lo menos si es un padre decente, y salvo por el hipnotismo, mi padre lo es— desea que su hijo piense por su cuenta: que se forme sus propias ideas sobre el mundo, que articule con cierta elegancia sus conceptos y desarrolle una filosofía que le ayude a vivir bien. Es por eso que creo que mi padre me ha hipnotizado para pensar diferente a él, y con ello hipnotizarse a sí mismo con la creencia de que su hijo es una persona de maravillosos horizontes. Todo esto es lógico, y muchas cosas me dan la razón, empezando por el hecho de que no conozco a nadie a quien mi padre, consciente o inconscientemente, no haya hipnotizado de algún modo. 

Si mi padre no me hubiera hipnotizado para pensar de esta forma, probablemente yo acabaría dándole la razón en todo; pero como mi padre me ha hipnotizado para pensar genuinamente lo contrario, creo que su objetivo no es tanto mi propio desarrollo como la perfección de su hipnotismo: como mi padre sabe que algún día él habrá de morir, ha decidido perseverar su hipnotismo una vez el hipnotizador desaparezca, razón por la cual necesita una contraparte de su discurso, pues la eternidad –y esto él lo sabe muy bien, pues alguna vez me ha dicho que no hay que llamar ‘eternidad’ a la eternidad sino ‘hipnoticidad’— nunca nos acontece personalmente, y dado que yo soy totalmente incapaz de hipnotizar a nadie, ha decidido que lo que debe permanecer de su existencia sea lo más parecido a su hipnotismo después de que su hipnotismo objetivo sea imposible: una secuela a partir de su ausencia: un trauma, un vacío, un perpetuo duelo crónicamente insatisfecho. Lo cierto es que su plan me parece maquiavélico y ofensivo, pero no me han hipnotizado para oponerme, sino simplemente para estar en desacuerdo.