martes, 9 de abril de 2024

LA PIEDRA H (o la exigencia de una originalidad continuada)

Levantó el cavernícola una enorme piedra sobre su cabeza, la agitó en el aire, como en un viacrucis anacrónico mediante el cual paseara por los cielos un objeto de muerte y redención, y golpeó en la frente a un cavernícola anónimo que acababa de invadir el territorio de su tribu, en compañía de otra tribu de cavernícolas anónimos. El golpe tumbó al invasor de inmediato, acostándolo en su pobre lecho de muerte, unas hierbas cenicientas teñidas de sangre.

Pero cuando el resto de los cavernícolas, cavernícolas de su tribu y de la tribu de asaltantes, comenzaron también a golpearse con piedras los unos a los otros, aquel pionero de las armas quedó espantado, y sintió, entre el miedo y el envanecimiento, la exigencia de una originalidad continuada.

Otro cavernícola más osado, sin embargo, le adelantó en aquella carrera mortífera, y en lugar de golpearle con la piedra, se la lanzó. Y como nuestro cavernícola pionero murió y aquél cavernícola, homicida del primero, sobrevivió, fue éste el que saboreó las mieles de la gloria, procreando con las mujeres más bonitas del grupo recién dominado y alcanzado el liderazgo dentro de su propia tribu. Liderazgo que apenas duraría un par de semanas, pues otro cavernícola aún más osado había comenzado ya a afilar las piedras antes de lanzarlas…


viernes, 15 de marzo de 2024

Un cadáver

 ¿Qué le diría yo a mi cadáver, si un día me lo encontrase por la calle, esperando ambos a que un semáforo se ponga en verde? 

—Cadáver querido, cadáver querido… —le diría, dándole unas sensibleras caricias en la mejilla con el dorso de la mano—, llévame contigo allá donde tú vayas, pues estaré mejor contigo de lo que nunca lo estaré conmigo: tú y sólo tú eres mi único redentor, sólo ante ti me arrodillo y suplico...

A lo que mi cadáver, cruzando la calle apresurado y apenas sin prestarme atención, respondería:

—Disculpe, no entiendo la confusión: el cadáver siempre fue usted.

jueves, 7 de marzo de 2024

 Las religiones, como los sistemas filosóficos, necesitan de la invocación de variopintos conceptos auxiliares que las salven de la crítica y las mantengan vigentes. Pero ni siquiera los seres humanos nos podemos sostener sin conceptos auxiliares: sin ellos nos convertiríamos en polvo, en oquedades, nos esfumaríamos con el menor soplido del viento...

Los conceptos auxiliares son nuestro armazón, nuestro esqueleto, un principio de razón suficiente: nuestra gravedad y nuestra gracia.

jueves, 22 de febrero de 2024

Mainländer

—Dedícate a la metafísica —le sugirió a Philipp Mainländer su madre en el lecho de muerte, con el único afán de socorrer su alma, dispersa en la más feroz y negra de las depresiones—, eso por lo menos te distraerá de tus malas pulsiones y quizá encuentres un alivio en la plena dedicación filosófica. Yo me iré pronto, y necesito saber que tú estarás bien, dedicado a santos y elevados pensamientos.

Su padre quería que fuera comerciante.

lunes, 19 de febrero de 2024

El morbo de la araña

Contempló la perfecta telaraña, su maravillosa artesanía: los hilos, finísimos pero resistentes, como cuerdas tensadas de un instrumento indescifrable, parecían tejidos con cuarzo puro. Luego observó, en un rincón apartado de su obra, a la enorme y negra araña, dilatando incansable los dominios de su cárcel. A través de los hilos, la araña se deslizaba en inconsciente danza, como si navegase por la luz reflejada en el bellísimo tejido. 

Algo mínimo, sin embargo, una insignificante vibración  en sus redes, alarmó a la araña, que abandonó sus quehaceres de artista para girarse hacia el hombre que la observaba. Sus múltiples ojos, oscuros pero con una extraña aureola pálida alrededor, lo reflejaron un segundo, bebiéndose con la mirada la fuente misteriosa de su ser y fragmentándolo en infinitas sombras. El hombre, que hacía tan solo unos pocos segundos meditaba ajeno sobre la telaraña, se supo de pronto convertido en una eterna presa: la araña, golosa, corrió hacia la primera de sus infinitas sombras y le vomitó un amargo ácido encima, disolviéndola en una pasta amarilla.

El corazón del hombre dudó un instante, pero en seguida aceptó la condena como la forma más sutil de la huida. Sombra a sombra, fragmento tras fragmento y misterio tras misterio, la araña se pasaría la eternidad alimentándose de la más perfecta de las presas, sorprendida por la maravillosa fuente inagotable de placeres que había encontrado: los tendones, grasientos y reblandecidos, le parecían un regalo de los dioses dentro de su boca. 


lunes, 29 de enero de 2024

Al suicidario le preocupa, sobre todo, la negación del deleite de su muerte. El suicidario acepta la muerte: le importa un pimiento si se ahorca, mete la cabeza en el horno, se arroja a las vías del tren, se pega un tiro entre ceja y ceja o se atiborra a una combinación mortífera de fármacos hipnóticos, anestésicos y bloqueantes neuromusculares —cada suicidario contempla su muerte con un goce estético que difiere según los gustos particulares, hay quien encuentra, por ejemplo, como profundamente antiestético el suicidio por sofocación con bolsa tras la administración de algún sedante, a pesar de su enorme seguridad si el protocolo es el adecuado—. Lo que el suicidario no tolera es la imposibilidad de contemplar su muerte como si de una obra de teatro se tratara, donde el escenario representa su velatorio, su ausencia (autoconsciente, ya sea espectral o trascendentalmente) es el protagonista y todos sus allegados esos inútiles secundarios a los que un guionista incompetente ha sido incapaz de escribirles unas pocas buenas líneas de guion. —Cuando Sócrates afirma que la filosofía es una preparación para la muerte no quiere decir que la filosofía se pueda reducir a la auto-ayuda, como vulgarmente se afirma, sino que el filósofo se ejercita en una purificación del alma intelectiva despojada del cuerpo: temer  a la muerte es absurdo porque el filósofo no encontrará el obstáculo de los objetos sensibles una vez retorne a las Ideas. Sin embargo, el mundo de las Ideas es fácilmente refutado al contacto con cualquiera de estos secundarios del montón, pues ideas, lo que se dice ideas, se nota que no ha tenido contacto con ninguna: no es que hayan las olvidado, es que son seres negados para el pensar y representarse las formas más puras. Tal preparación para la muerte debería consistir en que cada cual se piense bien lo que va a decir en el velatorio de un tercero: yo incluiría un examen para poder abrir la boca en los velatorios cuya pregunta sea una sola: ¿SÍ O NO? Cuidado con lo que respondes–.

    Una vez presencié un velatorio, por desgracia no el mío como ánima eterna sino el de mi padre, y recuerdo que mi tío, pudiendo escoger el silencio, prefirió decir una de esas malas y estúpidas líneas de guion para secundarios deficientes cuya gracia estribaría, si acaso estribase en alguna parte, únicamente en la repetición del estribillo. No obstante lo dijo una sola vez, con la voz grave y, lo que es de auténtico delito, tras haberlo querido pensar durante unos minutos:

     —Ya sabéis que somos como velitas que un día el tiempo sopla, se apagan y entonces nos vamos a otra parte…

    Ay, si por lo menos hubiera dicho que somos un incendio, que la muerte de mi padre iba a provocar la caída del sol sobre la tierra o la implosión hermosa de los astros en el cielo… ¡Menuda ciénaga de idioteces!

    No, si alguna vez decido acabar con mi vida, aniquilar mi consciencia, detener mi pulso, extinguir la respiración, borrar como decía Borges tan poéticamente «la suma intolerable del universo», voy a asegurarme de que mi tío ni nadie que no apruebe ese examen (que yo mismo dedicaré los últimos años de mi vida a elaborar) aparezca por mi funeral. ¿Tendré que estrangular a mi tío antes de suicidarme, con lo cual la causa de este pueda conducir a engaño,  es decir, que los investigadores y nuestros mutuos allegados crean que me di muerte para evitar la pena por homicidio, que lo asesiné por motivo de alguna vieja rencilla, y no para regalarle al resto de mis allegados un velatorio íntegro, honesto, digno?

    Es un precio que estoy dispuesto a pagar. Tal vez deba, por ambiciosa seguridad, borrar primero esa suma intolerable del universo antes de darme muerte (hay un árbol negrísimo y muy alto a las afueras de mi pueblo, al que se llega por un sendero embarrado en otoño, helado en invierno, infectado de plagas en primavera y achicharrado en verano, que me parece perfecto para amanecer colgado en cualquiera de las cuatro estaciones); pero no encuentro la manera de hacerlo: la técnica no ha evolucionado lo suficiente como para entregarle, igualitariamente, a cada hombre una bomba letal con la que mandar al vertedero este planeta lleno de cerebros y de estiércol. ¿Y la eutanasia consentida? El progreso moral es pura filfa, y jamás se evitará el nacimiento de los nuevos seres gimientes.

    Además, si no es mi tío el cacareador será mi prima, mi hermano, un amigo desconsiderado o alguna vecina dicharachera que, a fin de consolar bobamente a mi pobre madre, le espete un:

    —Su muerte nos ha pillado totalmente desprevenidos: yo estaba cociendo unos huevos para el potaje cuando me enteré. Ninguno sabíamos que su hijo sufriera tanto. Lo tenía todo en la vida. Con lo joven que era. ¿Qué le ha pasado? No sabíamos que tuviera depresión. Siempre me sujetaba la puerta del portal cuando me veía con el carro de la compra. Hasta se ofrecía a subírmela él mismo a mi casa si me percibía agotada. ¿Acaso pretendía ahorcarse en mi propia casa, mientras yo colocaba los yogures en la nevera? No puedo dejar de pensar en eso: cada vez que alguien entra a mi casa le obligo a permanecer a mi lado todo el tiempo, porque ya no sé si se va a ahorcar o no. La muerte de su hijo nos ha traumatizado a todos.

    A lo que mi madre, hallándose en ese momento mínimamente inspirada (lo que seamos francos, no es probable que suceda), habría de responder:

    —Nació con el cordón umbilical anudado al cuello. Al principio temimos por su vida y creímos que fue un accidente, pero cuando la matrona trato de desatárselo, él lucho contra ella para ganarse con la victoria el favor de una muerte precoz por asfixia. Al sentirse así arrebatado de su dulce condena, teniéndolo yo sobre mi regazo, todavía parecía como si quisiera estrangularse con sus propias manos. Luego supimos que era la luz blanca del paritorio: siempre fue fotosensible. La culpa de todo la tiene el sol. Si hoy no fuera un día de lluvia, sino un día soleado, yo me desmoronaría: gracias a mi hijo comprendo la maldad del sol.

    Uno nunca conoce a las personas hasta que no le cuentan algunas de estas falsas historias macabras, aunque de un encanto indudable: a raíz de esta anécdota, que yo mismo fabulé por primera vez a los doce años, comprendí el origen de mis migrañas: el maldito sol y la antiquísima frustración de no haber muerto a los tres segundos de nacer.

    Pensándolo bien, a propósito de aquel deleite auto-contemplativo, siempre será mucho mejor una muerte lentísima por alguna gravísima y feroz enfermedad que el típico suicidio, ya que la visión de la muerte dura apenas unos segundos, mientras que si estiras lo suficiente una enfermedad puedes pasarte media vida persiguiéndote la muerte. Perseguir la muerte es absurdo. Recordemos el cuento de La muerte en Samarra: en un descuido, la muerte nos alcanza, y es humano huir aterrorizado. Creo que cuanto más cerca nos encontramos de la muerte más lejos estamos asimismo de aceptarla. Es esta, y ninguna otra, la moraleja del cuento. Si el hombre de Samarra hubiera visto a la muerte por videoconferencia, seguro que le habría exigido sus favores en lugar de huir espantado como un conejo ante la presencia del zorro…


lunes, 22 de enero de 2024

47 puñaladas

Fueron cuarenta y siete puñaladas las que le asestó en el cráneo, con un cuchillo de cocina que había estado afilando durante varias noches, mientras todos dormían. El cuchillo se le había resbalado por culpa de la sangre excesivamente fluida de la cabeza de su víctima, causándole unas heridas extraordinarias en la mano, al punto que cuando por fin se agotó de apuñalarle la cabeza a su padre dio un respingo fatigado hacia atrás y observó que su mano ya no le pertenecía. Contempló primero el aberrante muñón, agitó el brazo como si fuera una sucia tela sanguinolenta que un soldado enloquecido usara para rendirse ante el enemigo y seguidamente condujo la mirada hacia su mano: continuaba apuñalando a su padre incesante y febrilmente, como una máquina capaz de odiar. La sangre salpicaba ya muy viscosa, y entonces la mano, como si comprendiera de pronto su inútil empecinamiento, que la repetición había trocado en manía, en absurdo estribillo, se giró y le devolvió a su antiguo dueño algo parecido a una mirada. La mano sostenía aún el cuchillo, cuyo radiante filo apuntaba ahora hacia la siguiente cabeza y parecía proclamar, con prepotencia, su inagotable perfección.

 

 

miércoles, 27 de septiembre de 2023

MUERTE DE DIÓGENES

A Diógenes de Sinope, el filósofo apodado ‘el perro’ por sus hábitos impúdicos e incivilizados, le visitó un día el gran emperador macedonio Alejandro Magno, según cuenta el otro Diógenes famoso, el historiador de Laerte, ciudad de Cilicia, en su obra doxográfica “Vida, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres”. Alejandro, el célebre y admirado conquistador, le tomó por un simple charlatán mientras Diógenes tomaba el sol en Corinto, tras haber dado una conferencia. Queriendo Alejandro dárselas de humilde ante su escolta, pero habiendo escuchado rumores acerca de aquel excéntrico vagabundo y su filosofía del desprendimiento, le dijo a Diógenes que podía pedirle lo que quisiera, pues él era el Gran Alejandro Magno, Rey de los macedonios y próximo Emperador del Mundo, y no había nada que no pudiera concederle.

Diógenes, sin embargo, quedó molesto porque Alejandro, plantado frente a él, le estuviera quitando el sol y arrojando su sombra contra su carne, así que le respondió lo siguiente: “Quiero que me respondas lo siguiente: ¿serías capaz de distinguir los huesos de tu padre de los de cualquier esclavo?”. El séquito de Alejandro enmudeció tembloroso y empalidecido, desenfundó sus espadas y amenazó a Diógenes de muerte, pero Alejandro, que había sido alumno de Aristóteles y conocía de la frivolidad retórica de los filósofos, de su gusto por las verdades rimbombantes y las sentencias dolorosas, les ordenó calmarse y guardar sus espadas para otra ocasión. Fue así que le prometió a Diógenes lo siguiente: “un día he de morir, como murió mi padre y como tú mismo morirás, pero tarde o temprano he de renacer y, cuando lo haga, no conquistaré ciudades, sino almas”. 

Dicen que Diógenes, por primera vez en su vida, sintió pavor ante un ser humano, de modo que para quitárselo de encima le pidió que le devolviera la sombra que le había despojado. Alejandro, complacido y ante el asombro de sus hombres, que no entendían por qué consentía que un vagabundo le hablara de aquel modo, subió a su caballo, que como todo el mundo sabe se llamaba Bucéfalo, y marchó junto a su ejército a la conquista de otra ciudad. Mientras marchaban, Diógenes pensó de aquel hombre que seguramente tenía en mente algo muy superior a ser filósofo. 

Unos pocos años después, cuando Alejandro había conquistado ya la mitad del mundo, Diógenes murió ajusticiado por falsificar monedas, artesanía aprendida de su padre y que había perfeccionado al punto que sus monedas falsas valían más que las originales: influenciado por la amenaza que le hubiera hecho el macedonio años atrás, trató de hacer trascender la moneda en algo superior, aunque le decepcionó comprobar que su utilidad seguía siendo la misma: comprar y vender hombres. ¿Podía reducirse el valor de las almas a eso mismo?

Su condena por falsificar monedas consistió en comerse un pulpo vivo, condena que él mismo exigió como pena capital para burlar a sus opresores con una última boutade y que, naturalmente, le causó la muerte al remover el pulpo con sus tentáculos todos los órganos internos del perro. Su agonía duró seis días, seis días de ladridos furiosos y desencantados, descansando al séptimo, y lamentando simplemente que el pulpo le sobreviviera, pues se había tomado aquella condena como una pelea a muerte entre el pulpo y el perro. Cuando al fin murió, unos médicos abrieron su cadáver, sacaron al pulpo aún vivo de sus tripas y lo echaron de regreso al mar, donde cabe imaginar que predicó sus experiencias en las tripas de un pordiosero a lo largo y ancho del mediterráneo, ante el asombro del resto de la vida marina.

lunes, 12 de junio de 2023

Aunque las cloacas nos parezcan a los hombres lugares indeseables para vivir, lo cierto es que hay multitud de vida que prolifera, orgullosamente agradecida, en las cloacas. Un ejemplo de esto son las ratas.

Las ratas no creen que las cloacas sean lugares indeseables para vivir. A las ratas les encanta vivir en las cloacas. Son felices nadando en la abundancia de infección. No es sólo que estén obligadas a vivir en las cloacas para sobrevivir, como si algún designio natural las hubiera obligado a resignarse con los secretos recovecos de la mugre: creo sinceramente que las ratas son felices procreando, multiplicándose entre nuestros desperdicios, que el libre albedrío existe para todos los seres por igual y que las ratas escogieron la insalubridad. Una rata no cambiaría su cloaca por ninguna de las siete maravillas del mundo.  

¿Pero por qué a las ratas les gusta tanto vivir en las cloacas? Quizá la suciedad, la infección, los espantosos olores y el angosto y laberíntico espacio sea para las ratas lo que para nosotros la limpieza, lo aséptico, la comodidad, el silencio y la ilusión de un propósito en la vida. 

Es cierto que a menudo las ratas salen de sus cloacas para buscar comida, robarnos basura o contagiarle la rabia a un caniche. Aparentemente, las ratas también hacen cosas que no tienen sentido. Se han contado muchas historias de ratas que incluso secuestran bebés, para Dios sabe qué fines pérfidos o instructivos. Si Rómulo y Remo, criados por lobos, fundaron Roma, no se me ocurre nada que unos bebés criados por ratas no puedan fundar. ¿Serán Abel y Caín esos bebes, fundadores del valle de lágrimas?

En cualquier caso, también los hombres escapan de sus ciudades y trepan montañas, o se hacen a la mar en un crucero para visitar las islas griegas y luego, quince días más tarde y saciados de oleaje y gaviotas, mareados pero sumidos en la fornicación trivial, regresan a sus hogares para continuar con su aburrimiento mortal cotidiano. Por no decir que la adopción de una mascota equivale prácticamente a un secuestro. Y hasta en términos del contagio, también nosotros les contagiamos a nuestras mascotas una amplia variedad de neurosis y desidias. 

No somos tan distintos a las ratas. Las supersticiones fundamentales de una rata son las mismas que las de los hombres. Sólo cambian las distancias. Tanto para los hombres como para las ratas la diferencia entre hombre y basura, entre rata y basura, parece estar clara y resultar una verdad autoevidente como que dos más dos son cuatro, pero mientras que las ratas conviven con la basura sin marginarla, nuestra superstición alcanza cotas de inmoralidad, porque nos marginamos nosotros de la basura: las ratas desplazan la basura hacia dentro, se revuelcan gozosamente en ella, y nosotros desplazamos la basura hacia afuera, para ahogarnos en su abundancia irreparable. Le echamos la basura a otros seres, incluso a otros grupos humanos, de tal manera que la enajenación consiste en esa irresponsabilidad que el hombre desapegado del resultado de su vida padece. Las ratas, al contrario, no son seres enajenados: han conseguido que exista un equilibrio perfecto entre desecho y alimentación, entre desperdicio y vida, o entre desecho y creación. 

La altura intelectual del hombre se refiere, tal vez, a su enorme enajenación, pues cuanto más elevada es una criatura más distancia se genera entre su alimentación y su desperdicio. Así pues, más que supremacista la inteligencia del hombre es colmadora. Fuera de sí mismo, el hombre todo lo colma de basura.





martes, 23 de mayo de 2023

«Exigir la inmortalidad de la individualidad significa propiamente querer perpetuar un error hasta el infinito. Pues en el fondo cada individualidad no es más que un error especial, un paso en falso, algo que sería mejor que no fuese, e incluso liberarnos de eso constituye el verdadero fin de la vida. Esto se confirma también porque la mayoría, en realidad todos los hombres, son de tal condición que no podrían ser felices en ningún mundo en el que se les pudiera colocar. En efecto, en la medida en que escapasen de la necesidad y la fatiga caerían en el aburrimiento; y en la medida en que este se previniera, caerían en la necesidad, la pena y el sufrimiento. Así que para que el hombre alcanzara un estado feliz no bastaría con que se le pusiera en un «mundo mejor» sino que también sería necesario que sufriera una transformación radical, es decir, que dejara de ser lo que es y, por el contrario, fuera lo que no es. Pero para eso, primero tiene que dejar de ser lo que es: ese requisito lo cumple transitoriamente la muerte, cuya necesidad moral puede ya apreciarse desde ese punto de vista. (...) Sin embargo, la preocupación de que con la muerte desaparezca todo es comparable a uno que soñando pensara que no había más que sueños sin nadie que soñara. — Después de que con la muerte ha llegado a su fin una conciencia individual, ¿sería siquiera deseable que fuera de nuevo animada para seguir existiendo hasta el infinito? El contenido de esa conciencia no es en su mayor parte, y casi siempre en su totalidad, más que una corriente de pensamientos insignificantes, terrenos y miserables, como también de infinitos cuidados: ¡Dejadlos por fin descansar! — Con un acertado sentido inscribían los antiguos en sus lápidas: securitati perpetuae o bonae quieti». El mundo como Voluntad y Representación; Arthur Schopenhauer.