viernes, 22 de noviembre de 2019

Tarántula

Al sentirme arrinconado, en la perdición absoluta, sólo pude pensar en gritar; pero con aquella cosa horrible sentada en mi lengua parecía imposible: temía tragármela o que me mordiera. ¿Cómo había llegado una tarántula a mi boca? Repentinamente: acaso esto fuera lo más espeluznante del asunto.

Sólo que realmente no era, ni por asomo, lo más espeluznante: existían factores más terribles todavía, como por ejemplo, que la tarántula comenzara a pensar por mí. “Cómete esa fruta”, “escóndete bajo aquella escalera”, “acecha a ese ratón”, "desnúdate", “vota a este partido político”, etc. Imposible no, sino más bien impensable: la tarántula deshacía todas mis rutinas, costumbres y fidelidades a su antojo. Y lo hacía con tanta arrogancia, autoritarismo e indecencia como le era posible.

Debo explicar, en este punto, que yo soy una persona profundamente rutinaria, motivo por el cual que una tarántula se sentase encima de mi lengua y controlase mis pensamientos me suponía tanta angustia, pánico e histeria: nunca había imaginado que una cosa así me pudiera ocurrir precisamente a mí, que procuraba tenerlo todo tan controlado. No sólo porque, además, las arañas y más específicamente las tarántulas me diesen tanto miedo, sino sobre todo porque no podía vivir mi vida con cierta cotidianidad. Mientras tuviera una tarántula dentro de la boca estaba condenado a ser  siempre el mismo: un hombre que no había decidido ser, un hombre, digámoslo así, circunstancial. Yo prefiero estar muerto a ser circunstancial. Cualquier cosa me parece mejor que ser circunstancial: no tener el control ni de tus propios pensamientos.

Pensamientos, he dicho bien, pues podía hacer lo que quisiera, dentro de lo que cabe la posibilidad de hacer cosas naturales teniendo una tarántula en la boca –no poder comer, ni charlar, ni besarte con nadie… Podía decidir, por ejemplo, no obedecer a ninguna tarántula, por mucho que estuviera dentro de mi boca: seguía siendo mi boca. Pero tenía mucho miedo, me hallaba aterrorizado: podía tragármela o que me mordiera, como he dicho. Si decidía tragármela, nada podría convencerme de que la tarántula no iba a sobrevivir en mi estómago, dándome órdenes desde allí, más cabreada que antes; y si por el contrario me mordía, perdería la vida o peor, se me hincharía la lengua: para el caso me parecía indiferente tener una tarántula en la lengua o una lengua hinchada: ¿quién sabe si no podía suceder que la hinchazón controlase mis pensamientos igualmente? Y puestos a elegir, la tarántula al menos es un ser vivo, a un ser vivo se le puede convencer de lo que sea, siempre cabe el diálogo entre seres vivos; al menos, esa es mi fe.

También tenía cosas buenas, aunque pocas, el tener una tarántula en la boca. Desde que tenía una tarántula en la boca, por ejemplo, decía muchas menos idioteces. El tener una tarántula en la boca es asunto de tanta gravedad que es imposible decir idioteces. Y, además, ¿a quién iba a decírselas? Me asustaba que alguien supiera que tenía una tarántula en la boca: poco a poco comencé a alejarme de todas mis amistades. No podía obrarse de otro modo: no era una simple contingencia, sino una auténtica necesidad. Me quedé tan solo como una rana en el desierto, tan solo que a menudo me preguntaba si no habría incluso dejado de existir: si no era yo como una de esas almas en pena que atraviesan paredes y proporcionan unos pocos sustos pasajeros. Claro que, si pudiera atravesar paredes, no tendría una tarántula dentro de la boca.

Más allá de eso, tenía fe en que la tarántula decidiera irse un día, al convencerse por fin ella sola o con el auxilio de algún pensamiento mío esclarecedor, de que nada podía ganarse controlando a una persona tan rutinaria, tan pasmada, tan mediocre –que la tarántula controlase mis pensamientos no significaba que no tuviera yo pensamientos propios a parte, pero los tenía a su antojo, tenía los pensamientos propios que ella me dejaba tener, como cuando tenía migraña, había bebido demasiado vino o se echaba una siesta–. 

Cuando la tarántula, al fin, se fuera, cuando, pongamos por caso, consiguiera lo que había venido a buscar dentro de mi boca, ¿qué sería de mí? Para entonces ya lo habré perdido todo, lo único que me quedará para hacerme compañía será el peso de la tarántula como un miembro fantasma sobre la lengua, impidiéndome hasta razonar, sumiéndome en un estado de apoplejía absoluta. De tener una tarántula en la lengua pasaré a ser un simple vegetal, una criatura ridícula y catatónica sin nada por lo que vivir ni fuerzas para matarse. Antes de dormir, le dije todas estas cosas a la tarántula, se lo razoné sensatamente, aunque no respondió: “ay, qué será de mí cuando ya no estés”, le dije discretamente. Ni un triste consuelo. Sólo silencio, además de una orden repentina: ponte a dormir. Y me puse a dormir.

viernes, 8 de noviembre de 2019

Los seres humanos somos incapaces de saber qué es lo próximo que vamos a decir. Algunas personas inteligentes son capaces de adivinar por qué van a decir lo próximo que van a decir. Pero en cuanto a saber íntegramente lo próximo que vamos a decir, no podemos, aun callándonos.

Razón por la cual reírse de un chiste propio, por ejemplo, no es ilegítimo ni una arrogante zafiedad: si no sabes lo próximo que vas a decir es normal que tu propio chiste te sorprenda. El problema es que generalmente te sorprendes antes de decirlo, mientras lo piensas, entonces te ríes antes siquiera de abrir la boca. O en mitad de la ocurrencia, si es que hasta tus propios chistes los pillas tarde.

Pero reírse de un chiste propio no es lo peor que podemos hacer: a menudo nos asustamos de lo que nosotros mismos decimos, de su estupidez o de su brutalidad, otras veces nos emocionamos y algunas veces hasta nos encadenamos a un balbuceo rectificatorio perpetuo. Yo balbuceo a menudo, pero esto es sólo a razón de no poder comprometerme con nada que esté saliendo de mi boca –palabras es lo peor que puede salir de tu boca: esto no es ningún consuelo. Así pues, trato de enterrar una rectificación en otra, porque nunca me agrada lo que estoy diciendo. A veces me interrumpo interrumpiéndome, incluso, lo cual visto desde afuera es un poco menos confuso, aunque sentido desde dentro sea una auténtica desdicha.

Supongo que esa indecisión producto de una ansía perfeccionista insaciable es lo más ridículo del asunto: espantarse, reírse, consolarse o atormentarse a uno mismo son conductas más o menos socialmente tolerables. Pero, ¿quién puede aguantar al ser balbuciente, al inútil en bucle, al hombrecillo disminuido en la convicción del vacío de sus palabras? Nos tenemos demasiada estima a nosotros mismos. Es así. Y no deberíamos tenernos ninguna. Pero insistimos en la arrogancia: auténtica fe en la arrogancia. ¿A dónde nos conduce esto? Pues a balbucear como posesos la constatación de nuestra honda impotencia...

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Arthur Schopenhauer sobre el placer por el mal ajeno (El mundo como voluntad y representación)

«(...) debido a la conexión causal de las cosas la mayoría de los deseos han de quedar incumplidos y la voluntad es con más frecuencia contrariada que satisfecha; y también por esa razón el querer mucho y con violencia implica sufrir mucho y con violencia. Pues el sufrimiento no es más que el querer incumplido y contrariado: y hasta el dolor del cuerpo cuando es herido o destruido en cuanto tal solo es posible porque el cuerpo no es más que la voluntad misma convertida en objeto. -Por eso, porque el mucho y violento sufrir es inseparable del mucho y violento querer, ya la expresión del rostro de los hombres sumamente malvados lleva el sello del sufrimiento interior: incluso cuando han conseguido toda felicidad externa, parecen infelices a no ser que estén conmovidos por un júbilo momentáneo o disimulen. De ese tormento interior esencial a ellos procede en último término la alegría por el sufrimiento ajeno, que no nace del egoísmo sino que es desinteresada, y constituye la verdadera maldad llegando hasta la crueldad. En esta el sufrimiento ajeno no es ya un medio para lograr los fines de la propia voluntad sino un fin en sí mismo. La explicación más aproximada de ese fenómeno es la siguiente: dado que el hombre es un fenómeno de la voluntad iluminado por el más claro conocimiento, siempre mide la satisfacción real sentida por su voluntad comparándola con la meramente posible que le presenta el conocimiento. De ahí nace la envidia: toda carencia es elevada hasta el infinito por el placer ajeno y aliviada por el conocimiento de que también otros soportan la misma carencia. Los males que son comunes a todos e inseparables de la vida humana nos afligen poco, al igual que los pertenecientes al clima o a todo el país. El recuerdo de sufrimientos mayores que los nuestros acalla su dolor: la visión de los sufrimientos ajenos mitiga los propios. Supongamos un hombre repleto de una voluntad sobremanera violenta y que con una avidez inflamada quiere acapararlo todo para refrescar la sed del egoísmo; como es inevitable, tendrá que darse cuenta de que toda satisfacción es solo aparente, de que lo conseguido nunca rinde lo que lo deseado prometía, a saber: un apaciguamiento final del furioso afán de la voluntad, sino que con la satisfacción el deseo no hace más que cambiar de forma y ahora le atormenta con otra distinta; hasta que al final, cuando se han agotado todas, el afán de la voluntad permanece aún sin motivo conocido, manifestándose con un infernal tormento como sentimiento del espantoso tedio y vacío: todo eso, experimentado en pequeña medida dentro de los grados usuales del querer, provoca un ánimo sombrío también en un grado usual. Pero en quien es un fenómeno de la voluntad que llega hasta una destacada maldad, de todo eso resulta necesariamente un desmesurado tormento interior, una eterna inquietud y un irremediable dolor; entonces el alivio del que no es capaz directamente lo busca indirectamente, de modo que mirando el sufrimiento ajeno que él conoce a la vez como una manifestación de su dolor, intenta calmar el suyo. El sufrimiento ajeno se convierte para él entonces en un fin en sí, es una visión en la que se deleita: y así nace el fenómeno de la verdadera crueldad, de la sed de sangre que con tanta frecuencia nos hace ver la historia: en los nerones y domicianos, en los deys africanos, en Robespierre, etc». El mundo como voluntad y representación; Arthur Schopenhauer.