Los seres humanos somos incapaces de saber qué es lo próximo que vamos a decir. Algunas personas inteligentes son capaces de adivinar por qué van a decir lo próximo que van a decir. Pero en cuanto a saber íntegramente lo próximo que vamos a decir, no podemos, aun callándonos.
Razón por la cual reírse de un chiste propio, por ejemplo, no es ilegítimo ni una arrogante zafiedad: si no sabes lo próximo que vas a decir es normal que tu propio chiste te sorprenda. El problema es que generalmente te sorprendes antes de decirlo, mientras lo piensas, entonces te ríes antes siquiera de abrir la boca. O en mitad de la ocurrencia, si es que hasta tus propios chistes los pillas tarde.
Pero reírse de un chiste propio no es lo peor que podemos hacer: a menudo nos asustamos de lo que nosotros mismos decimos, de su estupidez o de su brutalidad, otras veces nos emocionamos y algunas veces hasta nos encadenamos a un balbuceo rectificatorio perpetuo. Yo balbuceo a menudo, pero esto es sólo a razón de no poder comprometerme con nada que esté saliendo de mi boca –palabras es lo peor que puede salir de tu boca: esto no es ningún consuelo. Así pues, trato de enterrar una rectificación en otra, porque nunca me agrada lo que estoy diciendo. A veces me interrumpo interrumpiéndome, incluso, lo cual visto desde afuera es un poco menos confuso, aunque sentido desde dentro sea una auténtica desdicha.
Supongo que esa indecisión producto de una ansía perfeccionista insaciable es lo más ridículo del asunto: espantarse, reírse, consolarse o atormentarse a uno mismo son conductas más o menos socialmente tolerables. Pero, ¿quién puede aguantar al ser balbuciente, al inútil en bucle, al hombrecillo disminuido en la convicción del vacío de sus palabras? Nos tenemos demasiada estima a nosotros mismos. Es así. Y no deberíamos tenernos ninguna. Pero insistimos en la arrogancia: auténtica fe en la arrogancia. ¿A dónde nos conduce esto? Pues a balbucear como posesos la constatación de nuestra honda impotencia...
Razón por la cual reírse de un chiste propio, por ejemplo, no es ilegítimo ni una arrogante zafiedad: si no sabes lo próximo que vas a decir es normal que tu propio chiste te sorprenda. El problema es que generalmente te sorprendes antes de decirlo, mientras lo piensas, entonces te ríes antes siquiera de abrir la boca. O en mitad de la ocurrencia, si es que hasta tus propios chistes los pillas tarde.
Pero reírse de un chiste propio no es lo peor que podemos hacer: a menudo nos asustamos de lo que nosotros mismos decimos, de su estupidez o de su brutalidad, otras veces nos emocionamos y algunas veces hasta nos encadenamos a un balbuceo rectificatorio perpetuo. Yo balbuceo a menudo, pero esto es sólo a razón de no poder comprometerme con nada que esté saliendo de mi boca –palabras es lo peor que puede salir de tu boca: esto no es ningún consuelo. Así pues, trato de enterrar una rectificación en otra, porque nunca me agrada lo que estoy diciendo. A veces me interrumpo interrumpiéndome, incluso, lo cual visto desde afuera es un poco menos confuso, aunque sentido desde dentro sea una auténtica desdicha.
Supongo que esa indecisión producto de una ansía perfeccionista insaciable es lo más ridículo del asunto: espantarse, reírse, consolarse o atormentarse a uno mismo son conductas más o menos socialmente tolerables. Pero, ¿quién puede aguantar al ser balbuciente, al inútil en bucle, al hombrecillo disminuido en la convicción del vacío de sus palabras? Nos tenemos demasiada estima a nosotros mismos. Es así. Y no deberíamos tenernos ninguna. Pero insistimos en la arrogancia: auténtica fe en la arrogancia. ¿A dónde nos conduce esto? Pues a balbucear como posesos la constatación de nuestra honda impotencia...
1 comentario:
Cuánta verborrea
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