martes, 23 de mayo de 2023

«Exigir la inmortalidad de la individualidad significa propiamente querer perpetuar un error hasta el infinito. Pues en el fondo cada individualidad no es más que un error especial, un paso en falso, algo que sería mejor que no fuese, e incluso liberarnos de eso constituye el verdadero fin de la vida. Esto se confirma también porque la mayoría, en realidad todos los hombres, son de tal condición que no podrían ser felices en ningún mundo en el que se les pudiera colocar. En efecto, en la medida en que escapasen de la necesidad y la fatiga caerían en el aburrimiento; y en la medida en que este se previniera, caerían en la necesidad, la pena y el sufrimiento. Así que para que el hombre alcanzara un estado feliz no bastaría con que se le pusiera en un «mundo mejor» sino que también sería necesario que sufriera una transformación radical, es decir, que dejara de ser lo que es y, por el contrario, fuera lo que no es. Pero para eso, primero tiene que dejar de ser lo que es: ese requisito lo cumple transitoriamente la muerte, cuya necesidad moral puede ya apreciarse desde ese punto de vista. (...) Sin embargo, la preocupación de que con la muerte desaparezca todo es comparable a uno que soñando pensara que no había más que sueños sin nadie que soñara. — Después de que con la muerte ha llegado a su fin una conciencia individual, ¿sería siquiera deseable que fuera de nuevo animada para seguir existiendo hasta el infinito? El contenido de esa conciencia no es en su mayor parte, y casi siempre en su totalidad, más que una corriente de pensamientos insignificantes, terrenos y miserables, como también de infinitos cuidados: ¡Dejadlos por fin descansar! — Con un acertado sentido inscribían los antiguos en sus lápidas: securitati perpetuae o bonae quieti». El mundo como Voluntad y Representación; Arthur Schopenhauer.

jueves, 11 de mayo de 2023

Tres cosas que hay que acordarse de quemar este verano: las casas de apuestas, las urgencias de los hospitales y todos los bosques.

UN GRAN DISCURSO

En el entierro de mi mejor amigo (valga la redundancia, de mi más hondo e íntimo amigo), y como en vida le había contado a su familia que yo escribía (y no sólo que escribía, sino que era un genio de la literatura), me rogaron que diera un hermoso discurso de despedida.

Frente a la parentela, los cuervos y demás curiosos, me impuse usar todas las palabras del castellano durante mi discurso, a fin de darle a éste la importancia de una hazaña inapelable e irrepetible que, en primer lugar, expresara la gran estimación que sentía por mi difunto amigo y el dolor que padecía a causa de su pérdida; y en segundo lugar, que estuviera a la altura de las expectativas: un genio de la literatura puede fallarle a cualquiera, excepto a sus muertos.

Fueron más de cincuenta horas de discurso emocionado e incesante, porque para que las frases tuvieran el merecido sentido que necesitaban hube de repetir muchas palabras… Dos viejecillos cayeron extenuados y fallecieron, pero por miedo a interrumpirme en mi elegía extática nadie se atrevió a sacarlos de allí.

Por fin terminé mi discurso, logrando para gloria de mi vanidad evitar el uso de la conjunción “vida eterna” y demorándola así para componer la última frase de mi discurso, cuya ironía consideré muy satisfactoria: ¡qué poco apego sienten los muertos hacia la vida eterna! Al sonreír levemente hacia mi público, triste y cansadamente, comprendí en seguida que los charlatanes se quedan más solos que los muertos: por lo menos los muertos no tienen que aguantarle la mirada a nadie.