jueves, 11 de mayo de 2023

UN GRAN DISCURSO

En el entierro de mi mejor amigo (valga la redundancia, de mi más hondo e íntimo amigo), y como en vida le había contado a su familia que yo escribía (y no sólo que escribía, sino que era un genio de la literatura), me rogaron que diera un hermoso discurso de despedida.

Frente a la parentela, los cuervos y demás curiosos, me impuse usar todas las palabras del castellano durante mi discurso, a fin de darle a éste la importancia de una hazaña inapelable e irrepetible que, en primer lugar, expresara la gran estimación que sentía por mi difunto amigo y el dolor que padecía a causa de su pérdida; y en segundo lugar, que estuviera a la altura de las expectativas: un genio de la literatura puede fallarle a cualquiera, excepto a sus muertos.

Fueron más de cincuenta horas de discurso emocionado e incesante, porque para que las frases tuvieran el merecido sentido que necesitaban hube de repetir muchas palabras… Dos viejecillos cayeron extenuados y fallecieron, pero por miedo a interrumpirme en mi elegía extática nadie se atrevió a sacarlos de allí.

Por fin terminé mi discurso, logrando para gloria de mi vanidad evitar el uso de la conjunción “vida eterna” y demorándola así para componer la última frase de mi discurso, cuya ironía consideré muy satisfactoria: ¡qué poco apego sienten los muertos hacia la vida eterna! Al sonreír levemente hacia mi público, triste y cansadamente, comprendí en seguida que los charlatanes se quedan más solos que los muertos: por lo menos los muertos no tienen que aguantarle la mirada a nadie.


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