viernes, 26 de noviembre de 2021

EL JABALÍ

Un buen día trajo mi hermano a casa un jabato de treinta kilos. Lo había encontrado vagando en medio de la carretera, desorientado y malherido, así que lo subió al coche, condujo de regreso a casa y lo soltó en el salón entrada ya la madrugada. Desperté con el estruendo de su gruñido ensordecedor y con los maullidos histéricos del gato, que espantado por el intruso comenzó a trepar por los muebles, tirando los floreros, los marcos de las fotografías familiares y hasta la urna con las cenizas de nuestro padre, que se hizo pedazos en el suelo e inundó el piso de pequeñas dosis escasas de cadáver. Al abrir la puerta de mi cuarto, sobresaltado por los ruidos, el gato pasó adentro desesperado y el jabato se quedó paralizado en el salón, mirando de reojo y con lo que me pareció cierta intriga al interior oscuro, con ojos redondos y ansiosos. Apenas me atreví a pedirle explicaciones a mi hermano, el jabato gruñó y amenazó con embestirme. Quedé toda la noche encerrado en mi cuarto, consolando al gato. No me atreví a salir hasta el mediodía, con la esperanza de que todo hubiera sido una pesadilla. 

Día tras día mi hermano alimentaba al jabato con toneladas de nueces, almendras, bellotas, cereales y frutas que le conseguía en el supermercado. Cada vez que le daba de comer, aunque tan sólo fuera una ínfima ración, el jabato parecía incrementar su tamaño desproporcionadamente. Al tercer o cuarto día ya ocupaba el doble de espacio que cuando llegó, obligándonos a retirar algunos muebles para hacerle sitio. Pero a pesar de lo mucho que yo me opusiera a seguir alimentándolo, mi hermano ignoraba todos mis empeños y argumentaba simplemente que era una criatura perdida y abandonada como cualquier otra, que merecía un hogar y un poco de afecto familiar. El problema es que el jabalí la había tomado con el gato: cada vez que lo veía comenzaba a gruñir y a perseguirlo, lo embestía, pisoteaba... A mí se limitaba a observarme en silencio, amenazante y con rabia contenida. Traté de explicarle a mi hermano que si no lo hacía por su hermano pensara en nuestro gato. Pero él meneaba la cabeza estúpidamente y así daba por liquidada la discusión.  Ni siquiera mi madre se oponía al capricho de aquella obstinación que amenazaba con destruir todo cuanto habíamos creado. Nos había costado demasiado sobreponernos a la muerte de nuestro padre. 

La situación, sin embargo, comenzaba poco a poco a volverse insostenible, aunque sólo yo parecía ser capaz de reconocer nuestras penosas limitaciones humanas.  No es sólo que me atemorizase a mí y que pusiera en peligro la vida del gato, es que la bestia estaba arruinando nuestra economía porque ella sola comía por cinco. Tampoco se lo podía sacar a la calle, porque según mi hermano se escaparía y acabaría enzarzándose con algún otro pobre animal. Problemas de la educación recibida, contraargumenté, pretendiendo zanjar la discusión y que mi hermano se atuviera por fin a razones. Pero él se limitó a encogerse de hombros y poner una absurda mueca de impotencia, mueca que imitó mi madre cuando le exigí que apoyase mis prerrogativas, mueca que imitaron al tiempo mis abuelos y mis tíos, que habían venido de visita y se encontraron en medio de la discusión y decantados, casi sin querer, hacia el lado erróneo de la perspectiva. Un par de veces había conseguido acorralar al gato y le había hecho daño con sus cabezazos y pisotones. Cuando le arrinconaba y ponía en peligro su vida con esos abominables y afilados colmillos mi hermano intervenía ofendidísimo y le ordenaba al jabato, convertido en sólo dos semanas en un jabalí de sesenta kilos, que se sentara o le diera la patita. Y como a mi hermano, a pesar de su estupidez e irresponsabilidad, el gato también le preocupaba, acordamos encerrar al jabalí en el cuarto durante las noches, momentos en los cuales el gato podría salir a patrullar la casa sin sustos ni amenazas. Esto fue, en cualquier caso, totalmente inútil, pues el jabalí se pasaba las noches cabeceando la puerta con furia, provocando un ruido atroz que hizo que los vecinos amenazasen con alertar a la policía. 

Una madrugada me desperté y ya no pude contenerme más. El jabalí, que ya pesaba por lo menos cien kilos, había tirado la puerta abajo a cabezazos, había arrinconado al gato, lo había mordido y lo zamarreaba insidiosamente. Ver al gato chillar de dolor con el jabalí encima intentando darle muerte fue demasiado para mi sensibilidad. Mi familia se limitaba a observar en círculo al jabalí, pidiéndole que se sentara y diera la patita, apenas reprendiéndole, en suma, cuando  me arrojé a la bestia por detrás, rodeando su cuello entre mis brazos. Al apretar así el cuello del jabalí, éste, por pura inercia, atravesó mi antebrazo con los colmillos, provocándome una espantosa herida que sangró a borbotones sobre el parqué del salón.

Apreté tan fuerte como pude durante varios minutos, mientras me desangraba. Mi hermano, entre tanto, procuraba desanimarme, exigiendo que dejara en paz a la pobre criatura. Pero yo sólo pensaba en el gato, en el dinero, en el mobiliario, en el descanso de los vecinos y en el legado de mi padre, y a cada súplica de perdón respondía con renovadas energías de asesinato. Un lago de sangre se había formado bajo mis pies y casi comenzaba a perder la consciencia cuando me percaté de que hacía ya un par de minutos que el jabalí no ofrecía ninguna resistencia. Con tanto ímpetu lo había estrangulado, tirando de su cabeza hacia atrás, que prácticamente lo había decapitado. Observé el hilillo de piel y la columna fragmentada mientras recogía su cabeza en mi regazo. Los ojos del jabalí estaban en blanco. Lo dejé en el suelo, me levanté triunfalmente y desde allí arriba me fue pareciendo más pequeño cada vez. Como una amenaza alejándose, desvanecida. Su cadáver no parecía tener más de dos o tres meses, pesando a lo sumo diez kilos. Era un recién nacido. No sé si aquella era una impresión mía motivada por la arrogancia dionisíaca de la victoria o que realmente había sobrestimado al pobre jabato. En cualquier caso, mi hermano se resignó en seguida al crimen y se limitó a encogerse nuevamente de hombros, mirándome de reojo, muy despectivamente y asombrado. 

Por allí apareció de pronto un policía. Alguien había llamado a la comisaría para advertir de espantosos ruidos y gruñidos imprecisos de animal. Al ver el cadáver del jabalí el policía se limitó a señalar que aquello le parecía muy sospechoso.

“Señor agente” expliqué “era él o nosotros. No tenía alternativa”.

“En cualquier caso tendré que investigar el asunto. Habrá que hacer un informe. Ya tendrán noticias mías”.

Me quedé pensativo un momento, asustado ante la idea de un “informe”. ¿Diría la verdad ese supuesto informe, que era asunto de pura supervivencia, o simplemente trasladaría algún rumor, la palabra equivocada de un testigo indeciso o tal vez el testimonio de un enemigo? Me sacó del embotamiento el maullido tierno del gato, que rascó felizmente su coronilla contra mi codo.

martes, 23 de noviembre de 2021

La vida, la verdadera vida, no se encuentra dentro de sí misma, atiborrándose de experiencias y engullendo instantes en el hartazgo del devenir, sino fuera, más allá de la intuición y el pensamiento, en los éxtasis aciagos o en el sopor balbuciente e inmaculado del espanto.

Para vivir es suficiente con asomar la cabeza y enderezarse; pero querríamos retornar al origen, ir más allá del principio y la identidad, corregir límites y horizontes, rectificar vacíos y anular misterios. La religión es una nostalgia del útero... 

¿Quién, de entre todos vosotros, miserables e indecisos, deprimentes suicidas y lúcidos discretos (torcidos, en suma) no anhela ese retorno al útero materno, embriagarse de nuevo con los vapores más íntimos de la sangre? 

Aparentemente, un coño puede ser una tumba...