Cuando el Mesías señaló al horizonte con ese dedo suyo tan lúcido y afilado, con los ojos azules casi opacos y una inmaculada sonrisa que se desplegaba por el rostro con toda su sabiduría desparramándose, hacia el horizonte que en ese justo momento escondía ya medio sol anaranjado bajo su línea de relieve, y dijo de pronto: «Marchad hacia el horizonte y repoblad esta tierra apestada de tinieblas, pues llegará el día en que el sol marchará de nuevo sobre el mundo y los Justos lo gobernaréis» los apóstoles nos miramos los unos a los otros desconcertados. No teníamos valor para mirarle a Él.
«Pero Señor, somos sólo doce hombres…», dije yo, valiéndome de haber sido el primero de entre sus escogidos para hablar en nombre de todos. «Ni uno más, ni uno menos, doce hombres…Bueno…» rectifiqué en seguida, tras un rápido balbuceo «trece si te contamos a ti».
«Así sea» dijo el Mesías simplemente.
El Mesías nunca se equivoca. Creemos en el Mesías. Su palabra es Ley. No sabemos si fue acaso gracias al misterio de los impares, pero nueve meses después el Mesías comenzó a parir bebés como si fuese una tragaperras hackeada. Unos bebés lindísimos, de todas las razas, sexos y religiones.