viernes, 22 de noviembre de 2019

Tarántula

Al sentirme arrinconado, en la perdición absoluta, sólo pude pensar en gritar; pero con aquella cosa horrible sentada en mi lengua parecía imposible: temía tragármela o que me mordiera. ¿Cómo había llegado una tarántula a mi boca? Repentinamente: acaso esto fuera lo más espeluznante del asunto.

Sólo que realmente no era, ni por asomo, lo más espeluznante: existían factores más terribles todavía, como por ejemplo, que la tarántula comenzara a pensar por mí. “Cómete esa fruta”, “escóndete bajo aquella escalera”, “acecha a ese ratón”, "desnúdate", “vota a este partido político”, etc. Imposible no, sino más bien impensable: la tarántula deshacía todas mis rutinas, costumbres y fidelidades a su antojo. Y lo hacía con tanta arrogancia, autoritarismo e indecencia como le era posible.

Debo explicar, en este punto, que yo soy una persona profundamente rutinaria, motivo por el cual que una tarántula se sentase encima de mi lengua y controlase mis pensamientos me suponía tanta angustia, pánico e histeria: nunca había imaginado que una cosa así me pudiera ocurrir precisamente a mí, que procuraba tenerlo todo tan controlado. No sólo porque, además, las arañas y más específicamente las tarántulas me diesen tanto miedo, sino sobre todo porque no podía vivir mi vida con cierta cotidianidad. Mientras tuviera una tarántula dentro de la boca estaba condenado a ser  siempre el mismo: un hombre que no había decidido ser, un hombre, digámoslo así, circunstancial. Yo prefiero estar muerto a ser circunstancial. Cualquier cosa me parece mejor que ser circunstancial: no tener el control ni de tus propios pensamientos.

Pensamientos, he dicho bien, pues podía hacer lo que quisiera, dentro de lo que cabe la posibilidad de hacer cosas naturales teniendo una tarántula en la boca –no poder comer, ni charlar, ni besarte con nadie… Podía decidir, por ejemplo, no obedecer a ninguna tarántula, por mucho que estuviera dentro de mi boca: seguía siendo mi boca. Pero tenía mucho miedo, me hallaba aterrorizado: podía tragármela o que me mordiera, como he dicho. Si decidía tragármela, nada podría convencerme de que la tarántula no iba a sobrevivir en mi estómago, dándome órdenes desde allí, más cabreada que antes; y si por el contrario me mordía, perdería la vida o peor, se me hincharía la lengua: para el caso me parecía indiferente tener una tarántula en la lengua o una lengua hinchada: ¿quién sabe si no podía suceder que la hinchazón controlase mis pensamientos igualmente? Y puestos a elegir, la tarántula al menos es un ser vivo, a un ser vivo se le puede convencer de lo que sea, siempre cabe el diálogo entre seres vivos; al menos, esa es mi fe.

También tenía cosas buenas, aunque pocas, el tener una tarántula en la boca. Desde que tenía una tarántula en la boca, por ejemplo, decía muchas menos idioteces. El tener una tarántula en la boca es asunto de tanta gravedad que es imposible decir idioteces. Y, además, ¿a quién iba a decírselas? Me asustaba que alguien supiera que tenía una tarántula en la boca: poco a poco comencé a alejarme de todas mis amistades. No podía obrarse de otro modo: no era una simple contingencia, sino una auténtica necesidad. Me quedé tan solo como una rana en el desierto, tan solo que a menudo me preguntaba si no habría incluso dejado de existir: si no era yo como una de esas almas en pena que atraviesan paredes y proporcionan unos pocos sustos pasajeros. Claro que, si pudiera atravesar paredes, no tendría una tarántula dentro de la boca.

Más allá de eso, tenía fe en que la tarántula decidiera irse un día, al convencerse por fin ella sola o con el auxilio de algún pensamiento mío esclarecedor, de que nada podía ganarse controlando a una persona tan rutinaria, tan pasmada, tan mediocre –que la tarántula controlase mis pensamientos no significaba que no tuviera yo pensamientos propios a parte, pero los tenía a su antojo, tenía los pensamientos propios que ella me dejaba tener, como cuando tenía migraña, había bebido demasiado vino o se echaba una siesta–. 

Cuando la tarántula, al fin, se fuera, cuando, pongamos por caso, consiguiera lo que había venido a buscar dentro de mi boca, ¿qué sería de mí? Para entonces ya lo habré perdido todo, lo único que me quedará para hacerme compañía será el peso de la tarántula como un miembro fantasma sobre la lengua, impidiéndome hasta razonar, sumiéndome en un estado de apoplejía absoluta. De tener una tarántula en la lengua pasaré a ser un simple vegetal, una criatura ridícula y catatónica sin nada por lo que vivir ni fuerzas para matarse. Antes de dormir, le dije todas estas cosas a la tarántula, se lo razoné sensatamente, aunque no respondió: “ay, qué será de mí cuando ya no estés”, le dije discretamente. Ni un triste consuelo. Sólo silencio, además de una orden repentina: ponte a dormir. Y me puse a dormir.

viernes, 8 de noviembre de 2019

Los seres humanos somos incapaces de saber qué es lo próximo que vamos a decir. Algunas personas inteligentes son capaces de adivinar por qué van a decir lo próximo que van a decir. Pero en cuanto a saber íntegramente lo próximo que vamos a decir, no podemos, aun callándonos.

Razón por la cual reírse de un chiste propio, por ejemplo, no es ilegítimo ni una arrogante zafiedad: si no sabes lo próximo que vas a decir es normal que tu propio chiste te sorprenda. El problema es que generalmente te sorprendes antes de decirlo, mientras lo piensas, entonces te ríes antes siquiera de abrir la boca. O en mitad de la ocurrencia, si es que hasta tus propios chistes los pillas tarde.

Pero reírse de un chiste propio no es lo peor que podemos hacer: a menudo nos asustamos de lo que nosotros mismos decimos, de su estupidez o de su brutalidad, otras veces nos emocionamos y algunas veces hasta nos encadenamos a un balbuceo rectificatorio perpetuo. Yo balbuceo a menudo, pero esto es sólo a razón de no poder comprometerme con nada que esté saliendo de mi boca –palabras es lo peor que puede salir de tu boca: esto no es ningún consuelo. Así pues, trato de enterrar una rectificación en otra, porque nunca me agrada lo que estoy diciendo. A veces me interrumpo interrumpiéndome, incluso, lo cual visto desde afuera es un poco menos confuso, aunque sentido desde dentro sea una auténtica desdicha.

Supongo que esa indecisión producto de una ansía perfeccionista insaciable es lo más ridículo del asunto: espantarse, reírse, consolarse o atormentarse a uno mismo son conductas más o menos socialmente tolerables. Pero, ¿quién puede aguantar al ser balbuciente, al inútil en bucle, al hombrecillo disminuido en la convicción del vacío de sus palabras? Nos tenemos demasiada estima a nosotros mismos. Es así. Y no deberíamos tenernos ninguna. Pero insistimos en la arrogancia: auténtica fe en la arrogancia. ¿A dónde nos conduce esto? Pues a balbucear como posesos la constatación de nuestra honda impotencia...

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Arthur Schopenhauer sobre el placer por el mal ajeno (El mundo como voluntad y representación)

«(...) debido a la conexión causal de las cosas la mayoría de los deseos han de quedar incumplidos y la voluntad es con más frecuencia contrariada que satisfecha; y también por esa razón el querer mucho y con violencia implica sufrir mucho y con violencia. Pues el sufrimiento no es más que el querer incumplido y contrariado: y hasta el dolor del cuerpo cuando es herido o destruido en cuanto tal solo es posible porque el cuerpo no es más que la voluntad misma convertida en objeto. -Por eso, porque el mucho y violento sufrir es inseparable del mucho y violento querer, ya la expresión del rostro de los hombres sumamente malvados lleva el sello del sufrimiento interior: incluso cuando han conseguido toda felicidad externa, parecen infelices a no ser que estén conmovidos por un júbilo momentáneo o disimulen. De ese tormento interior esencial a ellos procede en último término la alegría por el sufrimiento ajeno, que no nace del egoísmo sino que es desinteresada, y constituye la verdadera maldad llegando hasta la crueldad. En esta el sufrimiento ajeno no es ya un medio para lograr los fines de la propia voluntad sino un fin en sí mismo. La explicación más aproximada de ese fenómeno es la siguiente: dado que el hombre es un fenómeno de la voluntad iluminado por el más claro conocimiento, siempre mide la satisfacción real sentida por su voluntad comparándola con la meramente posible que le presenta el conocimiento. De ahí nace la envidia: toda carencia es elevada hasta el infinito por el placer ajeno y aliviada por el conocimiento de que también otros soportan la misma carencia. Los males que son comunes a todos e inseparables de la vida humana nos afligen poco, al igual que los pertenecientes al clima o a todo el país. El recuerdo de sufrimientos mayores que los nuestros acalla su dolor: la visión de los sufrimientos ajenos mitiga los propios. Supongamos un hombre repleto de una voluntad sobremanera violenta y que con una avidez inflamada quiere acapararlo todo para refrescar la sed del egoísmo; como es inevitable, tendrá que darse cuenta de que toda satisfacción es solo aparente, de que lo conseguido nunca rinde lo que lo deseado prometía, a saber: un apaciguamiento final del furioso afán de la voluntad, sino que con la satisfacción el deseo no hace más que cambiar de forma y ahora le atormenta con otra distinta; hasta que al final, cuando se han agotado todas, el afán de la voluntad permanece aún sin motivo conocido, manifestándose con un infernal tormento como sentimiento del espantoso tedio y vacío: todo eso, experimentado en pequeña medida dentro de los grados usuales del querer, provoca un ánimo sombrío también en un grado usual. Pero en quien es un fenómeno de la voluntad que llega hasta una destacada maldad, de todo eso resulta necesariamente un desmesurado tormento interior, una eterna inquietud y un irremediable dolor; entonces el alivio del que no es capaz directamente lo busca indirectamente, de modo que mirando el sufrimiento ajeno que él conoce a la vez como una manifestación de su dolor, intenta calmar el suyo. El sufrimiento ajeno se convierte para él entonces en un fin en sí, es una visión en la que se deleita: y así nace el fenómeno de la verdadera crueldad, de la sed de sangre que con tanta frecuencia nos hace ver la historia: en los nerones y domicianos, en los deys africanos, en Robespierre, etc». El mundo como voluntad y representación; Arthur Schopenhauer.

jueves, 17 de octubre de 2019

El nuevo escritor

Se dice que el escritor González Ruano, magnífico prosista, llamaba por teléfono a los cafés madrileños donde se localizaban los debates entre intelectuales para preguntar por sí mismo, de manera que darse a conocer entre el mundillo del pensamiento fingiendo ser un escritor solicitado, anhelando así una eventual invitación. No es difícil encontrar la masificación de estas tácticas publicitarias entre los escritores asiduos a las redes sociales. La pretensión por la farsa de ser considerado un escritor importante se encuentra entre las prácticas habituales de todos los escritores contemporáneos, sin que podamos reprochárselo a la tecnología que facilita la expresión de esta vanidad. El escritor es un ser profundamente egocéntrico, al cual no le basta con escribir, sino que además necesita ser leído. Cualquiera que necesite ser leído, cuando no sencillamente escuchado, podría considerarse un escritor, más allá de apresurarse o no a esbozar cuatro líneas bobas sobre el papel.

Muchos escritores comienzan creándose un artículo propio en la Wikipedia antes de haber escrito más de cuatro frases en toda su vida. Parece, en estas ocasiones, como una previsión de su propia importancia más que un elemento publicitario: como si, en el fondo, quisieran facilitar al lector el encuentro con información veraz sobre sí mismos. Lo que se distingue en la farsa contemporánea es, quizá, este sentido espectacular de la literatura, mediante el cual uno se convierte en un gran escritor si la gente cree que lo es, aunque no tenga todavía una obra con la cual justificar dicha creencia –aquí “creencia” funcionaría como sinónimo de “carencia”: el escritor se estremece ante la conciencia del vacío. Y si bien puede resultar patética o ridícula la dependencia a la gravedad de una farsa inane, ello es porque no se ha comprendido aún su sentido básico: la farsa contemporánea no es del todo inerte, sino que esconde un sentido pragmático: motivación del espíritu artístico. Cuando un escritor crea su propio artículo de Wikipedia no pretende, en resumidas cuentas, estancarse bajo el estatismo de una práctica pueril, sino que comienza a motivarse una vez que logra materializar este vago sueño de grandeza –idénticamente ocurre con las páginas de Facebook de escritores con poses de personajes de farándula que aún no lee nadie: para atreverse a soñar necesitan primero despertarse. El escritor contemporáneo es como un hombre de negocios que aún no supiera bien qué negocios concretos se trae entre manos, pero que repartiera sistemáticamente a gente aleatoria de la calle sus doradas tarjetas de presentación. Si le preguntáramos a este hombre que a qué se dedica esbozaría una sonrisa mordaz, respondiendo, con toda seguridad, algo ingenioso y contundente, aunque vacío e irrelevante.

Yo no juzgaría demasiado gravemente, de todas formas, al escritor sólo porque resulte vacua u hortera su pretensión, sino tal vez por no atreverse a soñar sin un cálculo previo de las ganancias: para soñar necesita probarse a sí mismo que ha superado la etapa del fracaso por el anonimato. No existe nada más terrible para el escritor contemporáneo que el anonimato, que su escritura jamás alcance a proporcionarle un nombre bajo el cual resguardarse del infierno de la intrascendencia. Tanto le teme a no ser nadie que primero se asegura un nombre y después se plantea una obra. La obra probaría, en todo caso, que el nombre no es en vano: la obra como artificio mediante el cual el nombre consagra y celebra su trascendencia. La obra como fruto que el árbol arroja sobre sus raíces.

jueves, 19 de septiembre de 2019

Historia y utopía, de Emil Cioran.

«Compadezco a quienes nunca han tenido ningún sueño de dominación desmesurada, ni han sentido en ellos arremolinarse los tiempos. ¡Ah! aquella época cuando Ahriman era mi príncipe y mi dios, cuando, insaciado de barbarie, escuchaba en mí el reventar de las hordas suscitando dulces catástrofes. De nada me vale zozobrar ahora en la modestia; todavía conservo una cierta debilidad por los tiranos, a quienes prefiero siempre, antes que a los redentores y a los profetas. Y los prefiero porque no se esconden tras las fórmulas, porque su prestigio es equívoco y su sed autodestructiva, mientras que los otros, redentores y profetas, poseídos por una ambición sin límites disfrazan los objetivos con preceptos engañosos, se alejan del ciudadano para reinar en las conciencias para apoderarse de ellas, implantarse en ellas y crear estragos durables sin tener que enfrentarse a reproches, merecidos, no obstante, de indiscreción o de sadismo. Junto al poder de un Buda, de un Jesús o de un Mahoma, ¿qué vale el de los conquistadores?¡Renuncia a la idea de la gloria si no tienes la tentación de fundar una religión! Y aunque en este sector los puestos ya estén ocupados, los hombres no se resignan tan pronto: ¿no son acaso los jefes de secta fundadores de religión en segundo grado? Teniendo en cuenta la eficacia Calvino y Lutero, por haber desencadenado conflictos que aún ahora no se resuelven, eclipsan a Carlos V o a Felipe II. El cesarismo espiritual es más refinado y más rico en trastornos que el cesarismo propiamente dicho: si quieres dejar un nombre, antes lígalo a una iglesia que a un imperio. Tendrás así neófitos apegados a tu suerte y a tus chifladuras, fieles que podrás salvar o maltratar a placer». 

sábado, 17 de agosto de 2019

Honestidad

Seamos honestos con nosotros mismos, ¡es una exigencia! –Por ejemplo: «Yo soy un hombre a caballo entre el miedo y el sopor»; «A los once años unos niños me dejaron encerrado seis horas en el cubo de la basura»; «Mi primer beso fue con una niña con síndrome de down», etcétera, etcétera, etcétera...

¡Hola!

¿Hola?

¡Honestidad no es confesión!

Pero ¿de qué otra forma podría hacer valer mi superioridad, sino a través de la impudicia de las confesiones, de su vanidad intransigente y su satisfacción inmediata?

Callándote. Por ejemplo «Yo soy una persona que sabe estarse callada», etcétera.

¡Ah! ¿Así que parodiando mis propias palabras, hurtándolas de su contexto para responderme con ellas y convertirme en objeto de risa, en un ser netamente risible? 

Explicar un chiste no le quita la gracia.

Excepto si previamente nadie se había reído. Entonces explicar un chiste se transforma de inmediato en la única manera de rescatar su significado: no se explica un chiste sin gracia para que la gente se ría sino para que la gente lo comprenda: si rescatamos su significado rescatamos el chiste. Ejemplo «¡Yo no digo cosas sin sentido!»

Y seguirán sin reírse: pretendemos trasmutar su gracia por el significado, como si, en primera instancia, nunca hubiéramos pretendido un chiste, sino una agudeza: una frase de notable inteligencia. Al salvar su significado salvamos nuestra torpeza. No es ingenio si sólo te ríes tú. Un yonqui colgado de un árbol y pataleando no es gracioso. Sobre todo si el único que se ríe es ese yonqui.

Muy bien. Abandonemos esta discusión. Me he aburrido de levantar piedras en vano. 

Nunca se levantan piedras en vano. Al menos ejercitas unas pocos músculos.

¡A eso me refiero! Eres piedra ingrávida. Sólo tratas de hacerme enfadar. No ejercito ningún musculo. Si acaso mi paciencia.

Si tuvieses una mínima de paciencia no te habrías quejado por haberte pasado seis horas en el cubo de basura como un cobarde incapaz de resistirse ante el maltrato de aquellos niños. ¿Qué son seis horas dentro de un cubo de basura, frente al infinito de la muerte, o tan sólo a los miles de millones de años hasta que nos rompa las moléculas la entropía?

¡Basta!

¿Desde cuándo usas signos de exclamación en tus escritos? ¡Eso es tan poco propio de ti! ¿Qué quieres demostrar? ¿Qué tienes sentimientos como todo el mundo? ¿Qué tú también te enfadas, sufres, te emocionas? ¡Muy tarde, amigo! ¡Tardísimo! A nadie le importa el berrinche de un mediocre, los berrinches, por definición, siempre llegan tarde. ¡Haber tenido tu berrinche antes! ¡Antes de nacer, por ejemplo! Pero ¡lo siento! No se puede tener un berrinche antes de una frustración. Y tú estás tan frustrado que casi parece que tienes asma en los ojos.

Es un simple ejercicio de estilo.

¡Anda! ¿Así que eres un esteta? 

No. Quizá un visionario. A los estetas hay que destetarlos.

¡Qué chistecito! ¿Te has quedado contento?

Sí: pero sólo si nadie se ha reído.

¡Muy bien, muy bien!

Es más difícil hacer un chiste pensado para que nadie se ría que al contrario.

¡Entonces no es un chiste!

Ahí está la dificultad... ¡Sí lo es! Un chiste no se define sólo por su "gracia" –es decir su intencionalidad. Un chiste se define, primero, como a mí me dé la gana, y segundo, un chiste se define por el juego que propone. ¡Fraseologías vacías no son chistes, por mucho que los yonquis se rían!

Venga, ¡terminemos! Seguramente se esté apunto de acabar la paciencia del lector* Confiese usté algo más. Algo inaudito. Algo que jamás haya contado antes.

¡No! No quiero ser yo aquí la figura personal, con sus secretos, sus historias, su pasado traumático..., mientras tú te limitas a perseguir mi verdad como un proxeneta a la caza de su putita furtiva.

No hay que ponerse así, hombre. Venga, le confieso algo yo. Si total... «Soy una niña con síndrome de down».

No me extrañaría en absoluto si un día, por ejemplo, dejase yo de escribir y tú desaparecieses...

*Dicho mientras se relame del gusto malicioso por la expresión.

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Unos meses más tarde nuestros dos simpáticos charlatanes se conocieron en una cafetería y resultó no sólo que el segundo charlatán era realmente una niña con síndrome de down, ¡resultó que los dos lo eran! Aquella tarde surgió algo más que una hermosa amistad: surgió un duelo a pistola para saber quién era de verdad una niña con síndrome de down y quién un reflejo, un fraude, un doble, en fin, un impostor... ¡Y resultó que los dos eran un reflejo, un fraude, un doble...!

viernes, 16 de agosto de 2019

El intelectual

¿Qué es un intelectual? Un hombre con una única pero gran ambición: destacar entre sus contemporáneos a través de sus polémicas o de sus farsas. Ahora bien, queda aún por preguntarse si toda polémica no será, en el fondo, más que una farsa; y si la polémica sustrae un beneficio colectivo del pensamiento o se reduce al apoderamiento ególatra del polemista. O cabe preguntarse, más terroríficamente, si la realidad del progreso del pensamiento no podría reducirse simplemente a la victoria superflua del intelectual más terco en sus ambiciones –o más hábil en sus terquedades.

sábado, 29 de junio de 2019

Mediocridad

Le tengo manía a los poetas que escriben en verso casi como si fuese prosa –ahora es lo que se lleva: versos desmigajados, sin aliento poético: solo palabras que se amontonan y frases que caen una sobre otra subrayando perogrullada tras perogrullada: eslóganes ingenuos a fuerza de negarse a parecer maliciosos–. Es como si le tuvieran más miedo al ridículo que al cliché, más miedo a resultar empalagosos que a ser aburridos... Da la sensación, con leerlos, que se estuviesen esforzando en no esforzarse. 

Por otra parte, que la mediocridad esté tan extendida me consuela: así no me culpo tanto por la mía. ¿A quién hay que matar? Lo único imperdonable, que el ego no olvida: que tu mediocridad cotice tan bajo.

Perspectivas

Que todo es relativo es un hecho de una verdad profundísima. Un ejemplo: en "Por senderos que la maleza oculta" el escritor noruego Knut Hamsun lloriquea porque en su país, cuando es verano, la temperatura alcanza 20º. Un infierno, dice. 20 grados. No se puede llevar siete prendas encima. Qué desgracia. Ahora, en Madrid, estamos a 42º: calor polvoriento que irrita los ojos. Y en Venus se alcanzan los 400º... Claro, que la vida sobrevive a lo que se le imponga. ¿Por qué no puede haber una pulga que sobreviva en puro magma? Para ella sería como para mí ir a la playa de Gijón –aunque cuando estuve en la playa de San Lorenzo no me atreví a bañarme: tan fría me pareció que estaba el agua. La verdad es una o ninguna, como diría un buen católico. Y para esa pulga hipotética no es verdad que 42º sea una gran cosa –cuestión de perspectivas ortegianas, más que de relativismos...

miércoles, 26 de junio de 2019

La admiración

Es muy difícil admirar sin rabia, la admiración es el sentimiento más falso que existe, sobre todo cuando se trata de la admiración por un coetáneo. Admirar intoxica. Y cuando el efecto del tóxico palidece, sólo nos queda la amargura por nuestras admiraciones traicionadas. Yo me he dedicado, sistemáticamente, a vengarme de todas las admiraciones que he sentido... –Al concepto de la admiración habría que oponer el concepto de la veneración: el que admira aspira a mezclarse políticamente con el otro, a ganarse él sino la admiración, al menos la aprobación del otro; el que venera, como quien venera el fuego, sólo aspira a no quemarse: para venerar es necesario desear la distancia. 

Los ídolos

Todos tenemos un Ídolo. Tócale a un hombre su ídolo, verás como todo su buen humor, su equidistancia o su indiferencia se verán en seguida arruinadas, y en su rostro se leerá el rastro bochornoso de la cólera o la condescendencia. No importa si su ídolo es Dios, el ego o la nada. Incluso el indeciso, cuando en sus accesos furibundos rompe con sus ídolos, sólo lo hace para conquistarlos de nuevo: es fiel a la conquista o al desamor. No duda de su desdén, a partir de cual se sitúa soberano destructor de los ídolos ajenos –ídolo superficial y casi impúdico.

Todos tenemos un ídolo. Pero la gracia del ídolo está, precisamente, en que nadie se libra del suyo; y quizá sea posible medir la profundidad de una inteligencia en función de lo recóndito de sus ídolos. Aunque todos nos sorprendemos a veces de la claridad del ídolo de una inteligencia que otrora habíamos considerado profunda...

Escribe Cioran: «Husmead en vuestras admiraciones, escrutad a los beneficiarios de vuestro culto y a los que se aprovechan de vuestros abandonos: bajo sus pensamientos más desinteresados descubriréis el amor propio, el aguijón de la gloria, la sed de dominio y de poder».

martes, 9 de abril de 2019

Existe una constante de resentimiento en la crítica al consumo de las sustancias psicoactivas, más específicamente hacia el alcohol, entre las naturalezas melodramáticas o tendentes a las histerias o enajenamientos, que necesitan reprimir su cólera o la expresión desvergonzada de sus desdichas a través de restringirse la toma de sustancias que puedan avivar sus emociones más disimuladas y por lo tanto mejor enterradas. Lo que se teme es el afloramiento de la “mentira”. 

En el escrito “Ecce Homo”, el pensador Friedrich Nietzsche, que a lo largo de toda su obra esboza críticas hacia el consumo del alcohol, escribe: «Las bebidas alcohólicas me resultan perjudiciales; un solo vaso de vino o de cerveza al día basta para hacer de mi vida un "valle de lágrimas"». Más adelante insiste «(...) no sabría aconsejar nunca con bastante seriedad la completa abstención de bebidas alcohólicas a todas las naturalezas de espiritualidad superior. El agua basta». A estas naturalezas que, como es el caso de Nietzsche, el alcohol perjudica más notoriamente en su capacidad, como decíamos, de reprimir sus emociones más bochornosas o conflictivas, no les basta sin embargo con refrenar sus dietas, lo cual es a mi juicio mero asunto del pragmatismo cuando uno logra admitir que cierta sustancia le induce al “error”, al “pecado”, al “ridículo”, etc., sino que necesitan imponer sus restricciones a los demás, bajo argumentos éticos o políticos solo superficialmente escogidos, por la razón de que la debilidad no tolera verse desnudada en los goces ajenos que ella tiene para sí prohibidos como consecuencia de una restricción que, de nuevo a juicio mío, debería ser motivo de orgullo, no de vergüenza.

Hablar, por ejemplo y con toda veracidad, de la imposición social en ciertos contextos del consumo del alcohol, sólo trascendería el berrinche inane bajo el presupuesto de que el “amotinado” no esté escamoteando su resentimiento por la oposición hacia un “mal” que sólo rechaza en la medida en que individualmente le perjudica. A mí, por ejemplo, me hace bien beber…, más allá de la salud –el totalitarismo también domina a través de la higiene: el borracho, aun en todo su embotamiento o estupidez, es menos cómplice del sistema que el proselitista abstemio– y de ciertos rasgos de paranoia que afloran en momentos de gran embriaguez –evito fumar hierba precisamente porque excita con demasiada profundidad esta insana inclinación mía– lo cierto, es decir, lo espantoso, egoísta o terriblemente cierto es que emborracharse me resulta un gran placer. 

Nietzsche por otra parte era un gran mentiroso, esto lo sabe todo el mundo que estudie mínimamente su obra o conozca su biografía. Ni él se creía a sí mismo. Nietzsche era un hombrecillo psicótico, maniático, engreído pero mortalmente vulnerable a toda clase de suspicacias, sensibilidades, desengaños… Ninguna conciencia política elevada podrá cambiar jamás este hecho: que a mí emborracharme me resulta un ejercicio interesantísimo, una aventura a través de forzar los límites de mi conciencia: no una simple evasión, sino ante todo un atrevimiento, un coqueteo con el abismo: la droga es tanto evasión como juego. Y así como se aduce siempre el testimonio diabólico de algún pobre chiquillo con esquizofrenia a causa de las drogas, aduciré en este escrito a mi propio placer, del cual no me retractaré jamás: hago constar, en una nueva reiteración si se quiere perversa, que emborracharse moderadamente es lo mejor que me ha pasado jamás. 

jueves, 4 de abril de 2019

Al triunfador se le reconoce en seguida. Sólo un triunfador sabe llevar su absoluta ceguera sobre el sinsentido de manera que parezca que es, al contrario, un hombre respetable, decente, fortalecido, dignísimo, un espíritu elevado. El corazón hinchado de orgullo, manos rapaces, mirada fija e inquieta sobre sus objetivos, capaz de ir en traje a hacerse un electrocardiograma a un hospital público para que el resto de la masa de la perdición no suponga jamás que están al mismo nivel y que pueden establecer con él una relación entre iguales: podéis hablarme, pero sólo si primero os arrodilláis ante mí. Respeto al feminismo que dice «no queremos libertad para esclavizar». ¡Eso, eso! Paridad de género entre los triunfadores no, dios mío, que eso sería el doble de imbéciles poblando nuestras calles… En cualquier caso, es perfectamente posible no tener un solo duro y sentirse un triunfador: esa pija pedantería no es tan infrecuente como pueda parecer; al contrario, es frecuentísima, se percibe todos los días: cada perdedor tiene un poco de triunfador arruinado. Después de todo, la gran mayoría de los “triunfadores” son asalariados arribistas con unos pocos privilegios económicos que exhiben sin pudor; o “emprendedores” inútiles que arruinan todo lo que tocan, "innovadores" tullidos incapaces de sostener sus empresas más de una semana sin exigir a sus trabajadores que se sacrifiquen por ellos. En el trabajo, decía Marx, el trabajador no se afirma, sino que se niega, mortifica su cuerpo y arruina su espíritu...

jueves, 28 de marzo de 2019

La hegemonía ideológica (aunque no puede existir una auténtica hegemonía ideológica en el sentido de la ideología como “grupúsculo”: cada grupo existe en la medida en que opone sus fuerzas a un “igual”) siempre es cambiante, varía de un punto a otro, al igual que las modas (porque la “ideología” así comprendida es un pensamiento como bien de consumo: un “producto” que no sólo vuelves tuyo, si no que te vuelves tú mismo: tu definición, tu distancia con el otro, tu identidad: una capa torticera de enajenamiento). Lo que no varía un ápice, independientemente de quién lleve la batuta de los grupúsculos, es el conjunto súper e infra-estructura marxista, o el estatus quo. La ideología grupuscular no es nunca ideología “revolucionaria”, “extremista”, “disidente”, “insurgente”, etc., porque lleva atada e inserta en sí diluciones venenosas de ideología dominante. La ideología “grupuscular” es una expresión super-estructural  de la infra-estructura, que es la ideología dominante. Cabe preguntarse, a este respecto, si es posible un verdadero pensamiento “revolucionario”. ¿Puede un pensamiento, que nace de una infra-estructura dada, oponerse a ella, exigir sus propias condiciones? Si la contradicción es necesaria para el desarrollo histórico, ¿existe una forma legítima de escapar de este bucle, o debe reconocerse primero la necesidad de sus leyes, para urdir desde ahí nuevas posibilidades, es decir, truncar el punto de partida? O dicho de otro modo, ¿por qué tomarse la molestia de hacer nada, si lo que debe ser será? Medida o límite del quehacer, el hombre no puede sino asentarse, es decir, desplazarse a través de un suelo con su sustrato típico de escombros. ¿Debe el hombre, entonces, ser lombriz o ser buitre?  ¿Féretro o satélite...?

miércoles, 13 de marzo de 2019

El ocaso de los ídolos, de Friedrich Nietzsche.

«¿En qué puede consistir exclusivamente nuestra doctrina? En que nadie concede al hombre sus cualidades, ni Dios, ni la sociedad, ni sus padres y antepasados, ni él mismo. (La idea absurda que rechazamos aquí fue expuesta por Kant en términos de "libertad inteligible", y quizá también por Platón). Nadie es responsable de existir, de estar constituido de uno u otro modo, de encontrarse en estas circunstancias, en este medio ambiente. La fatalidad de su existencia no puede desvincularse de la fatalidad de todo lo que ha sido y de todo lo que será. No es la consecuencia de una intención que le sea propia, de una voluntad, de una finalidad; no se ha intentado alcanzar con él un "ideal de hombre" o un "ideal de felicidad" o un "ideal de moralidad"; es absurdo tratar de encaminar su ser hacia un fin cualquiera. Ha sido el hombre quien ha inventado la idea de fin, pues en la realidad no hay finalidad alguna... Somos necesarios, un fragmento de la fatalidad; formamos parte del todo, somos en el todo; no hay nada que pueda juzgar, medir, comparar y condenar nuestra existencia, pues ello equivaldría a juzgar, medir, comparar y condenar el todo. Ahora bien, no hay nada fuera del todo. La única gran liberación consiste en no responsabilizar a nadie, en no poder atribuir el modo de ser a una causa primera, en que el mundo no sea una unidad ni como sensorio ni como "espíritu"; sólo así se restablece nuevamente la inocencia del devenir. La idea de Dios ha sido hasta ahora la gran objeción contra la existencia. Nosotros negamos a Dios, y, al hacerlo, negamos la responsabilidad; sólo así redimimos el mundo». 

viernes, 1 de marzo de 2019

No se deja de escribir porque nos creamos mediocres, al contrario, cierta dosis en la creencia de ser un mediocre es necesaria para escribir: existe una aceptación dolorosa de la mediocridad como incentivo a la creación, que admite grados diferentes. Se “crea” porque se ansía, en parte, la validación social de la prueba por la creación. Al mismo tiempo, la creencia de la propia mediocridad debe ser, cuanto menos, comedida, porque de otra forma la vida sería imposible –que no intolerable.

Uno debe creerse un poco mediocre, quizá no mucho, en cuanto que ese “ser” un mediocre esquiva, por sometimiento al dato, la intensa realidad de la mediocridad vívida, experimentada: uno puede creer que “es” un mediocre sin experimentar jamás la sensación sepultada de la mediocridad: esta sensación es de impotencia, pero la impotencia no engendra nada, con lo cual los momentos de lucidez, de auténtica lucidez acerca de la propia mediocridad –lucidez que implicaría una conciencia sumisa de la mediocridad– son completamente improductivos, infértiles, y sólo cuando uno esquiva este sentimiento, esta inapelable certeza, para reducirla a la mera hipótesis, más o menos convincente, de que se es un mediocre, es cuando se puede escribir: escribir sería esta rebelión contra la propia mediocridad, pero rebelión que sería imposible si uno se rebelase realmente: lo que necesitamos, para poder escribir, es la impostura, es apartar la conciencia exacta de la mediocridad: se necesita ser un poco estúpido para poder escribir, obligarse a uno mismo a ignorar ciertas cosas.

¿Cómo podría escribir ahora este texto, si en el fondo, una ínfima parte de mí no creyera estar haciendo algo notable, sensacional o simplemente potable? ¿Y cómo podría publicarlo, si no fuera por amor propio, es decir, porque he logrado estafar mi lucidez, porque me he vuelto un poco más tonto? Porque expresar la necesidad de haberme vuelto más tonto no significa el hundimiento en la comprensión de lo que esa tontería significa: únicamente significa que puedo saber algo sin vivirlo. Escribimos para olvidar: olvidar que somos unos inútiles.

Jesús, aun en su implícito sentimiento de vanidad, jamás escribió nada: estaba seguro de ser Dios. Fueron otros hombres los que, traicionando su labor, violentando su obra, escribieron sus memorias... Cuanto más seguro está un hombre de sí mismo, menos escribe. Pero cuanto más seguro nos parece un hombre, más lo admiramos, y más imposible se nos hace no volvernos proselitistas de su ridícula grandeza. 

martes, 26 de febrero de 2019

Emil Cioran, De lágrimas y de santos

«Rusia y España: dos naciones embarazadas de Dios. Otros países se conforman con conocerlo, sin llevarlo en su seno.

Un pueblo tiene la misión de revelar al menos uno de los atributos de Dios, de hacernos descubrir una de sus caras. Lo cual sólo puede hacerse si el futuro realiza una parte de las cualidades secretas de la Divinidad.

Algunos milenios de Historia han producido una crisis seria del poder y de la autoridad de Dios. Los pueblos se han superado para darlo a conocer, sin sospechar el mal que le causaban. Si todos los países se hubieran parecido a Rusia y España, hace tiempo ya que lo habrían agotado. El ateísmo ruso y español está inspirado por el Altísimo. Mediante el ateísmo, El se defiende contra la fe que le consume. Dios acoge con los brazos abiertos a los ateos, sus hijos...

¿Alguien se ha acercado a El más que el Greco mediante las líneas y los colores? ¿Ha sido Dios alguna vez asediado por figuras humanas con una insistencia más agresiva? Lejos de ser el producto de una deficiencia óptica, el óvalo en el Greco es la forma que adopta el rostro humano alargándose hacia las alturas. Para nosotros, España es una llama, para Dios un incendio. El fuego ha acercado los desiertos de la tierra y del firmamento. Rusia con Siberia entera arde al mismo tiempo que España y que el propio cielo.

Al ruso o al español más escéptico le apasiona Dios más que a cualquier metafísico alemán. Todo el claroscuro de la pintura holandesa no iguala en intensidad dramática la sombra ardiente de un Greco o de un Zurbarán».

lunes, 25 de febrero de 2019

El suicida, según consta en los manuales de suicidología, decide su destino por lo general en el marco de no mucho más de una hora. Esta es la razón por la cual casi todos los suicidios nos parecen precipitados, sosos, actos aparatosos de muermos sin gracia cuando no directamente pataletas, rabietas, berrinches. No porque el suicida no lo tuviera planeado días, semanas o meses antes –quién sabe si no años– sino porque lo que fija el suicidio es “el salto”, aquella decisión repentina e inapelable de matarse, la voluntad por el exterminio, que es una brusca agresión que uno comete contra sí mismo y en la cual no cabe paciencia ni duda: ante el suicida se refleja únicamente el desierto áspero de su destino y cualquier negociación será en vano. ¿Qué es, después de todo, un preparativo, sino una negociación, una demora?

De este modo se nos presenta el suicidio en aquella torpeza repentina que impide culminar adecuadamente todos los preparativos, esperanzas o símbolos que uno pretende con su muerte, porque el salto desmantela cualquier preparativo, esperanza o símbolo volviéndolo vacuo, insuficiente: comprende uno su inutilidad absoluta y la necesidad de su sinsentido. Lo que queda, luego de matarse, es únicamente esta decisión repentina que trunca cualquier plan y afea lo que, de haberse podido preparar con gusto, perseverancia y sosiego, embellecería una vida coronándola de significado. 

El problema quizá estribe en que para llevar a cabo un suicidio de esta índole el suicida necesitaría vivir más de un centenar de vidas y de pensamientos, tribulaciones o preparativos, mientras que por suerte o por desgracia sólo tenemos una única vida, aquella que anhelamos arrebatarnos. Uno querría cometer un suicidio irrefutable pero, al final, sólo logra un pequeño gesto tan patético e insignificante como cualquier otro. 

No podemos hallar consuelo ni siquiera en el suicidio, pero al menos extinguimos la conciencia de nuestro desconsuelo, lo que es más que suficiente...

domingo, 10 de febrero de 2019

La religión del porvenir, de Eduard von Hartmann.

«La concepción pesimista del mundo, en la cual la necesidad religiosa repara diariamente sus fuerzas, no cesará de fortificarse y de extenderse, puesto que, cuanto más se multiplican los medios de que la humanidad dispone para hacerse la existencia agradable, más se convence de la imposibilidad de superar de este modo la angustia de la vida y de alcanzar la felicidad, ni siquiera la satisfacción. Un período ascendente de las cosas humanas puede ser optimista en tanto que alimenta la esperanza de encontrar la felicidad al fin gozar de ella; mas en el instante en que el objeto se alcanza, el pueblo que lo ansiaba percibe que no ha progresado en la felicidad y que han aumentado las necesidades que le roen y le atormentan. Así, el optimismo es siempre un intermedio en las naciones que se hallan en medio mismo del vértigo mundano; mas el pesimismo es la disposición profunda de la humanidad que se conoce, y cada vez que termina una época de movimiento mundano aparece con doble energía. Esperemos, pues, que la aspiración del hombre a superar la miseria de este mundo, lo cual no puede realizarse sino por la idea y en la esfera de la conciencia, se haga sentir con una intensidad cada vez más señalada a la conclusión de los períodos en que el mundo, por decirlo así, ha celebrado sus triunfos, y en que los intereses terrenales lo han absorbido todo, y la cuestión religiosa sea la más importante de todas cuando la humanidad haya alcanzado todo lo que puede alcanzar de civilización sobre la tierra, y haya abrazado de un golpe de vista toda la miseria lamentable de esta situación». 

sábado, 9 de febrero de 2019

Si lo único que nos retuviera en este mundo fuera nuestra propia voluntad, entonces sería tan fácil elevar el cuchillo sobre nuestras cabezas como fácil nos resulta elevar la cucharilla sobre el paladar. Se equivoca Séneca cuando dice: «La mejor razón para no quejarse de la vida es que ella no retiene al que la quiera dejar. Las cosas humanas están muy bien dispuestas: nadie es desgraciado más que por su culpa. ¿Te place la vida? Vive. ¿No te place?, pues eres dueño de volver al lugar de donde has venido». Ocurre, sin embargo, que contra la voluntad de darse muerte combaten todo tipo de impedimentos, desde la culpa por el dolor que le podamos causar a nuestros seres queridos al más superfluo instinto de supervivencia, consustancial a todos los seres vivos, que nos persuade de resistir en el mundo un segundo más, aún cuando todo alrededor parezca desmoronarse. Cabría, además, hacerse la pregunta filosóficamente más relevante acerca de qué es el mundo y qué es la consciencia, porque si no podemos desligar la consciencia del mundo entonces ni tan siquiera es cierta la premisa de que la vida no retenga al que la quiera dejar. Séneca opina aquí desde la presuposición, que insinua apenas vagamente, de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, pues «nadie es más desgraciado que por su culpa», conjetura tan falsa como una pésima broma sin gracia: los seres vivos sobreviven en un entorno hostil donde los recursos son limitados y la propia vida carece de sentido. Y el individuo recoge esta insatisfacción por el movimiento que inaugura su existencia para imponer su ego sobre una civilización que fragmenta su libertad en triquiñuelas. Ni siquiera un niño perdido en la jungla sería infeliz más que por su culpa: sus creencias dependerían de las posibilidades devenidas de su supervivencia. O por poner un ejemplo esclarecedor: afirmaré que es más sencillo ser casto en el desierto que en un mundo prostituido. Dicho burdamente: la libertad también se nos impone. El hombre no escoge ni sus tentaciones ni su pecado...

viernes, 8 de febrero de 2019

El pesimismo de Albert Camus era una artimaña comercial para llegar a más gente y venderles fórmulas vitales que consumir: su pesimismo era “heroico”. Cuando alguien elucubra que Camus tal vez se suicidase me echo a reír escandalosamente, como si no existiese cosa más divertida en el mundo. Lo mismo ocurre con Schopenhauer, Leopardi, Saramago, Unamuno, Ligotti, Cioran, etc. Los verdaderos pesimistas no elucubran ningún sistema taciturno de la existencia que legitime la desesperanza o el suicidio: como si legitimar el suicidio valiera de algo: no le vale ni al que no se suicida ni mucho menos le vale al que sí se suicida. Los verdaderos pesimistas balbucean, no hablan; se abofetean, no piensan; se ahorcan, no escriben. Ningún verdadero pesimista ha tenido nunca una “obra”. Hacerse de notar (y toda “obra” es en el fondo un esfuerzo por hacerse de notar) es una resistencia contra la muerte, como tener hijos o rezar una oración; y nadie que resista a la muerte puede ser considerado un pesimista. O quizá sí. Quizá pesimista es lo peor que pueda ser considerado. Ahora bien, que un hombre se llame a sí mismo pesimista o se considere como tal esto ya sí que resulta intolerable, una desmesura en la sinrazón, una insensatez. No hay pesimismo, solo hombrecillos tristes, que diría Pessoa, hombrecillos tristes que quieren follar y vender libros, como todo el mundo. 

martes, 5 de febrero de 2019

El hombre sin atributos, Robert Musil

«Bien mirado, quedan sólo los problemas lógicos de interpretación, por ejemplo, si tal o cual acción está bajo la vigilancia de este o de aquel mandamiento, y el espíritu ofrece el aspecto tranquilo de un campo de batalla donde yacen inmóviles los muertos y se advierten sin esfuerzo los restos de vida que gimen o se levantan. Por eso el hombre acelera el paso cuanto puede. Si le atormentan crisis de fe, como sucede a veces en la juventud, se hace perseguidor de infieles; si le incomoda el amor, lo transforma en matrimonio; y si le arrebata el entusiasmo por alguna otra cosa, se sustrae a la imposibilidad de vivir permanentemente su fuego, comenzando así a vivir para ese fuego. Esto significa que rellena los muchos momentos de su día -cada uno de los cuales exige un contenido y un estímulo-no con el estado ideal, sino con la actividad necesaria para alcanzar su ideal, o sea, con los muchos medios, obstáculos e incidentes que le dan plena garantía de no tener más necesidad de alcanzarlo. Porque sólo los locos, los desequilibrados y los maniáticos pueden resistir largo tiempo al fuego del entusiasmo; el hombre sano debe contentarse con declarar que, sin una chispa de este misterioso fuego, la vida no vale la pena vivirse». 

sábado, 2 de febrero de 2019

El block como agresión suspendida

Bloquear es el correlato tolerante, cobarde, perfectamente civilizado del guantazo. No te bloquean porque no quieran leerte más: te bloquean porque querrían, más bien, romperte la nariz a patadas. O cuanto menos, decirte dos o tres salvajadas –después de todo, nos bloquean para advertirnos: mi hostilidad está como suspendida, congelada, muerta: es un estado de agresión que nunca acontece, que nunca acontecerá–. Pero no pueden: sus buenos modales, su transigencia, su moral refinada se lo impide.

Reprochamos la actitud, anónima o no, de la injuria, del ataque personal gratuito. Y sin embargo, quien ataca, aún anónimamente, da más la cara que quien bloquea, representando ambos una hostilidad comparable: el que ataca nos hace explícito su rechazo, mientras que quien bloquea únicamente pospone la satisfacción de esta hostilidad que habría de culminar en una agresión física o virtual, es un ejercicio un poco melancólico y taciturno: es afirmarse uno mismo que no tiene fuerzas suficientes para exhibir ningún poder.

Algunas redes sociales ofrecen, no obstante, una alternativa solipsista a la agresión: silenciar. Silenciar no implicaría, en ningún caso, la agresión que hemos afirmado que implicaría el bloquear –aunque agresión soterrada, rebuscada, remilgada... Con el silenciar, por lo general, no enviamos ningún mensaje, dado que es casi imposible que el “otro” sepa que le hemos silenciado, aunque pueda deducirlo del hecho de que lo ignoramos completamente cada vez que nos recrimina o reprocha algo. Con el bloquear, al contrario, el mensaje es evidente, pues uno sólo tiene que teclear el perfil de cierta persona para ver si nos ha bloqueado o no: es este muro que impone ante nosotros lo que determina rocosamente que desearía sepultarnos, de cabeza a los pies, en piedra, en cemento, escupir en nuestra tumba, darle un bofetón a nuestra madre en el funeral, alegrarse y danzar histéricamente entre las hojas secas crujientes el día que felizmente nos dé por fallecer.

Un neardental, por ejemplo, sería incapaz de bloquear a nadie –nosotros mismos somos incapaces realmente de bloquear a nadie: basta salirse del perfil para "observar" entre los agujeros de aquel muro que se nos ha puesto delante: esto demuestra aún más nuestro punto– Y un hombre promedio de hace 10.000 años atrás, tampoco podría bloquear a nadie. Sólo un hombre de los últimos cuarenta o cincuenta años puede bloquear a otra persona, es decir, un hombre no refinado por la cultura, sino totalmente corrompido e incapaz de defenderse de otra forma que bloqueando. Nos resta, qué duda cabe, cierta dignidad el tener que ir bloqueando a las personas, cuando lo verdaderamente satisfactorio sería encontrar dónde viven, tener una charla cara a cara o atravesarle el corazón con un puñal. 

En el pasado las personas se mataban por los asuntos más triviales. Los conflictos se solucionaban cuando uno de los oponentes le apedreaba la sien al otro. A menudo, la policía ni siquiera intervenía. Un neardental, retomando nuestro ejemplo, podría perfectamente negociar de esta forma cualquier asunto de índole política con los otros miembros de su comunidad. Quizá esta barbarie sea innecesaria, en cualquier caso, porque la gran parte de los conflictos no necesitan ninguna violencia, aunque la tienten. El verbo sustituye a la espada no sólo por decadencia, sino por comodidad, por pragmatismo. El héroe pasa del guerrero al filósofo porque el filósofo tiene razón: lo que es totalmente innecesario no tiene cabida en este mundo, aunque el propio mundo sea innecesario. Pero aún a pesar de esto, nos cuesta no ver en el block el último acto de la civilización humana, a partir de aquí no existirán más hombres, existirá otra cosa, que será mejor o peor en función de su desarrollo por la supervivencia dentro de ciertos márgenes culturales. Seguramente será peor; pero, en fin, quién soy yo para decirlo, que también he bloqueado alguna vez...

sábado, 26 de enero de 2019

Un pequeño artículo intrascendente sobre los errores y los aciertos de los INCEL

Existen muchas razones, casi diríamos infinitas razones, por las cuales un hombre no consigue tener sexo ni establecer relaciones románticas con mujeres u otros hombres. No puedo detenerme a mencionarlas todas, pero sí que mencionaré al menos tres de las cuales pueden derivarse, a mi juicio, todas las demás que se me ocurren: introversión, escaso atractivo o pobreza. Veremos cómo pueden completarse estas categorías, en principio estrechas, para analizar sus significados dentro de la perspectiva de un tipo concreto de sistema social, que reproduce sistemas de valores que marginan como inadecuados a muchos de sus ciudadanos, no sólo a un nivel social o económico, como es tópico señalar, sino sobre todo a nivel personal. Empezaré por mencionar estos tres motivos.

El primero de los motivos es la introversión. La introversión puede ser más o menos explícita. Se puede dar el caso de un hombre que no tenga amigos ni se mueva por amplios o libidinosos círculos sociales, de manera que sus opciones se reduzcan considerablemente. Un hombre miedoso, pero socialmente activo, tendrá asimismo menor éxito reproductivo que sus camaradas. En cuanto al escaso atractivo, éste puede deberse a un físico bochornoso, a nula higiene corporal, a rastros de enfermedades, mutilaciones, etc., así como surgir también de la simpleza, de la torpeza o de la impulsividad. Aquí  vemos como el atractivo puede ser tanto físico como intelectual, de manera que ambos factores son susceptibles de transformarse en razones de rechazo o de abandono. De la pobreza no hará falta decir ninguna cosa, porque no tiene excesivos matices; además, la pobreza se cruza con el atractivo, con lo cual cabe preguntarse si no sea un detalle secundario a éste. Quizá aquí pueda hablarse, sencillamente, de “clase”, entendida ésta en un amplio sentido. Un inmigrante senegalés sin recursos probablemente ligue menos que un alemán de clase alta que veranea en Marbella, aún cuando un juicio objetivo de su belleza le sitúe tres puntos por encima Por no decir que le importará menos follar o no follar que a su análogo acaudalado. El exotismo se pierde bajo el prejuicio. El atractivo también tiene su razón económica: consideramos por defecto menos atractivo a un vagabundo que al directivo de una sucursal bancaria. El vagabundo es una mercancía erótica que rechazamos, puesto que carece de valor económico. Poco nos importa el color de sus ojos…

Y es aquí donde quiero comenzar realmente mi reflexión. ¿Por qué se ignora, tan a propósito, que no sólo las mujeres son cosificadas, bienes mercantiles, productos sexualizados en función de su estatus, sino también los hombres? El enfado de los “INCEL” deviene, sostengo, de esta negación: se niegan a ser mercancía. O mejor dicho, no se niegan a ser mercancía, razón por la cual el énfasis de su protesta está tan mal dirigido, sino que protestan ante el valor específico que las mujeres les otorgan como mercancía: es una protesta, digámoslo claramente, arribista: no pretenden cambiar el estrato social sino imponer al mundo un estatus. Desde luego que la misoginia tiene su papel fundamental en la psique de estos hombres heridos por sus condiciones materiales, pero se puede elaborar un discurso “INCEL” sin misoginia, por ejemplo, evitando excluir a las mujeres en la misma protesta por su falta de oportunidades sexuales, negando así que exista un derecho masculino que imponga sobre la mujer un deber por satisfacer esta falta de oportunidades.  Un análisis de este tipo sería, qué duda cabe, mucho más lúcido, pues prescindiría de lo superfluo para volcar su esfuerzo en el mercantilismo cosificante de las relaciones sexuales. Las razones psicologistas, por último, de los “INCEL” me importan poco o un bledo, lo importante son el tipo de relaciones materiales que establecen y permiten su pensamiento misógino, no tanto los vericuetos ni los prolegómenos de estos pensamientos.

Podemos, además, preguntarnos una última cosa. ¿Es injusto carecer de oportunidades sexuales, esto es, de follar? Si este valor sexual se debe únicamente a razones económicas entonces la injusticia no sería de índole natural, sino social, por lo tanto el sexo acarrearía un “privilegio” –por usar un término posmoderno que poder, de paso, ridiculizar– que habría que erradicar, por ejemplo, mediante algún tipo de cuotas. Pero si ocurre que esta falta coincide con valores naturales, aunque sean valores simbólicos, nos enterraríamos en la desgracia cotidiana de tener que aceptar que o bien somos unos indeseables o bien sólo podemos hacernos desear trastocando el contexto social que origina los símbolos por los cuales, realmente, se nos rechaza. La sexualidad, esto es, el deseo sexual no es un derecho, o mejor dicho, es un derecho en la misma medida en que es un derecho tener hambre: es un derecho en la medida en que es una realidad que impone su necesidad. La relación sexual, en cambio, sólo sería un derecho en tanto relación sexual con uno mismo, no con otro. Así pues, la intuición de los así llamados “INCEL” es correcta, precisa, requiere que razonemos, enfriemos nuestros ánimos y meditemos sobre ella. Puede que todo lo demás en este grupúsculo tristecillo sea desmesurado, incorrecto o estúpido, pero ello no hace menos serio ni menos legítima la seriedad de su intuición. A pesar de que el grupúsculo ha pasado un tanto de moda, o al menos los grandes medios no se ocupan ya de sus matanzas, o precisamente porque han pasado de moda, quería tratar de escribir este artículo sosegado sobre este grupúsculo de los llamados "INCEL": célibes involuntarios.

sábado, 5 de enero de 2019

Ese maldito yo, de Emil Cioran

«Un cráneo expuesto en una vitrina es ya un desafío; un esqueleto entero, un escándalo. ¿Cómo el pobre transeúnte, aunque sólo le eche una mirada furtiva, se dedicará luego a sus tareas? ¿Y con qué ánimo irá el enamorado a su cita?

Con mayor motivo, una observación prolongada de nuestra última metamorfosis no podrá más que disuadir deseos y delirios.

...De ahí que, alejándome de aquel escaparate, no pudiera sino maldecir semejante horror vertical y su sarcástica sonrisa ininterrumpida»