No se deja de escribir porque nos creamos mediocres, al contrario, cierta dosis en la creencia de ser un mediocre es necesaria para escribir: existe una aceptación dolorosa de la mediocridad como incentivo a la creación, que admite grados diferentes. Se “crea” porque se ansía, en parte, la validación social de la prueba por la creación. Al mismo tiempo, la creencia de la propia mediocridad debe ser, cuanto menos, comedida, porque de otra forma la vida sería imposible –que no intolerable.
Uno debe creerse un poco mediocre, quizá no mucho, en cuanto que ese “ser” un mediocre esquiva, por sometimiento al dato, la intensa realidad de la mediocridad vívida, experimentada: uno puede creer que “es” un mediocre sin experimentar jamás la sensación sepultada de la mediocridad: esta sensación es de impotencia, pero la impotencia no engendra nada, con lo cual los momentos de lucidez, de auténtica lucidez acerca de la propia mediocridad –lucidez que implicaría una conciencia sumisa de la mediocridad– son completamente improductivos, infértiles, y sólo cuando uno esquiva este sentimiento, esta inapelable certeza, para reducirla a la mera hipótesis, más o menos convincente, de que se es un mediocre, es cuando se puede escribir: escribir sería esta rebelión contra la propia mediocridad, pero rebelión que sería imposible si uno se rebelase realmente: lo que necesitamos, para poder escribir, es la impostura, es apartar la conciencia exacta de la mediocridad: se necesita ser un poco estúpido para poder escribir, obligarse a uno mismo a ignorar ciertas cosas.
¿Cómo podría escribir ahora este texto, si en el fondo, una ínfima parte de mí no creyera estar haciendo algo notable, sensacional o simplemente potable? ¿Y cómo podría publicarlo, si no fuera por amor propio, es decir, porque he logrado estafar mi lucidez, porque me he vuelto un poco más tonto? Porque expresar la necesidad de haberme vuelto más tonto no significa el hundimiento en la comprensión de lo que esa tontería significa: únicamente significa que puedo saber algo sin vivirlo. Escribimos para olvidar: olvidar que somos unos inútiles.
Jesús, aun en su implícito sentimiento de vanidad, jamás escribió nada: estaba seguro de ser Dios. Fueron otros hombres los que, traicionando su labor, violentando su obra, escribieron sus memorias... Cuanto más seguro está un hombre de sí mismo, menos escribe. Pero cuanto más seguro nos parece un hombre, más lo admiramos, y más imposible se nos hace no volvernos proselitistas de su ridícula grandeza.
Jesús, aun en su implícito sentimiento de vanidad, jamás escribió nada: estaba seguro de ser Dios. Fueron otros hombres los que, traicionando su labor, violentando su obra, escribieron sus memorias... Cuanto más seguro está un hombre de sí mismo, menos escribe. Pero cuanto más seguro nos parece un hombre, más lo admiramos, y más imposible se nos hace no volvernos proselitistas de su ridícula grandeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario