lunes, 18 de mayo de 2020

No se trata de acertar en el insulto sino de construir verdad a través del insulto. El insulto es relato subjetivo que busca imponerse para objetivarse: todo buen insulto troca en hegemonía: toda hegemonía adora su falsedad, que es reflejo objetivo de su triunfo. No existe nada que ofenda tanto al hombre como sentirse deformado. No duele tanto el acierto como la incertidumbre: el acierto a menudo hasta se agradece, aunque sea un acierto nefasto. Acertar con el insulto, esto es, descubrirle al enemigo una verdad supone un favor imperdonable. Lo que duele no es que nos descubran una verdad sino sentirse impotente sobre la creencia incorrecta de los demás entorno a uno mismo. Pero no sólo el sentimiento del error sino la incertidumbre que engendra: tal vez ese error ajeno me conozca mejor que mi verdad particular. El miedo que sólo un orgullo descabellado logra combatir. Esta es la razón por la cual los dichos, refranes o pensamientos populares del estilo “quien se pica ajos come” son absolutamente equivocados, dado que la ofensa no estriba en la verdad iluminada sino en la creencia de absoluta falsedad e injusticia a través de esa falsedad que nos deforma e invoca, necesariamente, una suerte de incertidumbre táctica. Podría decirse, para terminar, que no existe criatura más inocente que aquel que se siente víctima de todas las fatídicas o malignas alusiones del mundo.  Pero ser injustamente acusado no es el gran temor del inocente sino su más inconfesable regocijo. ‘El proceso’ kafkiano no supone tanto una pesadilla como una erótica masoquista cuya lectura debe retrotraernos, necesariamente, al imaginario pornográfico del que se deleita en su destrucción.