miércoles, 20 de julio de 2016

Nunca he tenido relaciones conflictivas, envidiosas ni celosas con ningún escritor, no al menos por mi parte ni tampoco con un escritor al que considerase digno de atención; generalmente al contrario, la simpatía fue mutua, instantánea e irrevocable (aún cuando no me interesan demasiado las relaciones sociales, o quizá por esto mismo: no permito que nos conozcamos lo suficiente como para enemistarnos). Pero también es cierto que casi todos estos escritores a los que menciono tienen un punto de escepticismo sobre su habilidad, algún trauma que mina su confianza, y sospecho que me resultaría difícil soportar a un absoluto vanidoso, engreído o petulante. Por lo demás, no es inhabitual encontrar a este tipo de escritores necesitados de reconocimiento y de poder o simplemente preocupados por encajar en la farándula literaria entrar en disputas egocéntricas, victimistas o envidiosas con otros escritores similares, tratarse con desprecio disimulado, traiciones, chismorreos o simplemente ignorarse mutuamente. Supongo que no es sólo que nosotros no tengamos ninguna ambición, porque evidentemente las tenemos, sino que nuestras ambiciones no tienen tanto que ver con el reconocimiento o directamente la popularidad, sino con el talento, con lo cual ahí uno está solo con su capacidad de aprendizaje, no tiene necesidad de competir con nadie, sencillamente pelea consigo mismo, con la propia aceptación de sus escritos o con la perfección de los mismos. Yo entiendo perfectamente a quien cree no tener mucho talento (o no cree tener ninguno) pero aún así no puede dejar de escribir, porque ni siquiera es que uno no pueda dejar de escribir, nadie se muere de un ictus hemorrágico por dejar de escribir, sucede simplemente que la vida resulta un poco más gris, fofa, superflua, aburrida... sin nuestro pasatiempo favorito, que es la literatura. ¿Por qué uno debería dejar de escribir, o de vivir, simplemente porque carezca de razones para continuar haciéndolo? (La pregunta, no obstante, esconde un trampa: quien juzga nuestras razones para escribir siempre es otro, un otro que juzga desde sus propias expectativas o necesidades, que pueden ser distintas a las nuestras o totalmente contradictorias). Luego están, en consecuencia, aquellos que se limitan a desarrollar de vez en cuando pequeños escritos, a quienes se les nota un poco esa falta de práctica, por los cuales es natural sentir cierta ternura menos paternalista que llena de admiración, la misma ternura que sentimos por los dibujos de los niños, sea el niño un genio o no; y si resulta que el niño realmente no es un genio uno no llega y le dice al niño que sólo quiere disfrutar de sus dibujos en paz que es un inútil y que mejor se dedique a otra cosa, porque aunque amargar las ambiciones de las personas petulantes tiene su gracia, qué duda cabe, amargar los sueños de los inocentes no me produce ningún placer ni beneficio, uno sólo le amarga los sueños (o más que los sueños, de los que carecen,  deberíamos decir sus momentos de paz) a los inocentes cuando él mismo es uno de esos escritores ambiciosos necesitados de reconocimiento, que harían cualquier cosa por el mismo y que no soportan, porque se sienten con ello enfrentados a sí mismos, la clara visión de sus mediocridades, ridiculeces y arribismos: lo que no soportan es la contemplación de una literatura que los supera por completo. Por eso quizá, a veces, también la tomen con nosotros, los que no somos en ese sentido inocentes pero tampoco ambiciosos, los que sólo contamos como mucho con un par de sueños tontos, los que en verdad y únicamente y ante todo queremos seguir escribiendo, no porque queramos tener poder en el mundillo, sino porque, al margen de todo, creemos que lo que nos decimos, lo que escribimos, es importante, no para nadie en concreto, sino sólo importante, importante de una forma un tanto inexplicable, lo admito, pero no por ello menos importante. Sí he conocido, desde luego, a muchos escritores que en un principio no parecían contar con ese tipo de ambiciones macabras que se han rendido, pero creo que nadie que sólo quiera seguir escribiendo puede rendirse, sólo se rinden los que empiezan con ciertas expectativas de poder o popularidad que, tras sentirlas por siempre truncadas, espejismos distantes, deciden dedicarse a otra cosa que les reporte algún beneficio económico o social o no se dedican a nada en absoluto, éstos son los más dolorosos, los que se limitan, después de su sentimiento de fracaso, a llevar una vida completamente normal. Sé que con esto no he tocado, ni mucho menos, el motivo por el cual escribimos, que por lo demás desconozco: sólo sé que escribimos, que es lo único que queremos hacer, seguir haciendo, pero no el porqué del cual nace esta convicción (o ni siquiera convicción, sino más rutina caprichosa). Debe haber algo en nuestras vidas, algo inasible o desconocido, que nos empuje en algún momento a escribir, una voluntad como de huida, una huida de la vida, como el bisonte que escucha unos pasos y echa a correr por la sabana, bufando, que nunca se detiene ni mira atrás, aunque escribir sea, precisa y exactamente, ese mirar atrás...