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martes, 25 de abril de 2023

Hay escritores dificilísimos de citar, porque su genialidad es un bloque de hormigón, un continuo narrativo o reflexivo que no permite la extracción descontextualizada de la agudeza particular, a no ser que uno cite cuatro páginas seguidas y a la cita añada un breve prefacio explicativo. 

Con otros escritores, todavía más difíciles de citar, ocurre justo lo contrario, pues encarnan una paradoja: son tan pródigos en genialidades, tienden tan abiertamente al adagio o a la ocurrencia, al redoble retórico, que su literatura parece más una invitación a lo particular, al descubrimiento y embelesamiento por sus ingeniosidades esparcidas por doquier, que una construcción unitaria y hermética rendida a lo genérico y estructural. Estos escritores ponen difícil la cita porque hay quinientas mil ocurrencias distintas que se pueden citar: y nadie quiere pasarse un año entero citando a Céline.

Céline, precisamente, es el más vivo ejemplo de escritor ocurrentemente genial. Excluyendo los libros de aforismos —Cioran, La Rochefoucauld o Dávila— y algunos diarios, —como ‘El oficio de vivir’, de Cesare Pavese o  el falso diario ‘El libro del desasosiego’ de Pessoa, donde los autores prueban su agudeza hasta el hartazgo, no hay tantos libros tan derrochadores de lucidez y negra jocosidad como en la novela ‘Viaje al fin de la noche’; al punto de que, en sus siguientes novelas, a Céline se le encuentra ya con el cerebro exprimido: su metralleta regurgita las balas, pero ya no las proyecta. En ‘Viaje al fin de la noche’ no hay página sin su perla, y a menudo sin su retahíla de perlas despiadadamente inagotables, y más bien parecen las perlas los hilos conductores entre un suceso y el siguiente, razón por la cual la novela se compone por un elemento, en apariencia, tan aleatorio y absurdo donde el principio de cohesión es incluso poco redondeado.

Este estilo de novela realista donde el aforismo tiene su peso demoledor en la crítica a las costumbres y vicios de la época ya lo utilizaban Stendhal o Balzac, aunque de manera infinitamente más comedida y racional, y muchos otros novelistas franceses que les siguieron, como Proust, Camus o, muy recientemente, Michel Houellebecq; quizá debido a la tradición aforística francesa que desarrollaron sus moralistas —La Brúyere, Chamfort, el marqués de Vauvenargues o el ya mencionado, y mi preferido, La Rochefoucauld—. Beckett, en teatro, y Tzara en poesía, serían acaso comparables en cuanto a la cantidad de disparates por página.

Otros autores muy pródigos en profundas agudezas, como el Conde de Lautreámont en ‘Los cantos de Maldoror’, nacido en Uruguay pero escritor en lengua francesa y que aquí hemos evitado mencionar por tratarse de una poesía en prosa más que de una novela, el japonés Yukio Mishima, el americano Henry Miller —con peores perspicacias— o el ruso Dostoievski —a quien Nabokov no reconoce más mérito que unos pocos pero logrados paisajes humorísticos— son notables ejemplos de la novela de impacto retórico, a pesar de que Céline escribiera la mejor y más perfecta máquina de energía infinita de ocurrencias. Irónicamente, ‘Viaje al fin de la noche’ es tan abundante en sentencias descarnadas que casi podrían citarse sus más de 600 páginas, con la ventaja, por supuesto, de que no haría falta ningún prefacio. ¿Quieres citarle alguna genialidad de ‘Viaje al fin de la noche’ a tu amante? Mejor regálale el libro y que se cite tu amante  las 600 páginas a sí mismo.

Quizá podría desconfiarse de todos estos autores, acusarlos de pirotécnicos y de artificiales, afirmar que recurrían al golpe por ser incapaces de componer sus novelas sofisticadamente, querer ver en sus talentos explosivos una deficiencia tanto del fondo como de la forma. Tamaño desaire parece insostenible, sin embargo, ante los mejores libros de un Mishima o un Dostoievski, autores ambos explosivos y a la vez, sobre todo en el caso del japonés, estructuralmente irreprochables. Céline únicamente llevó el esparcimiento hasta el extremo... «Invocar la propia posteridad es hacer un discurso a los gusanos», escribió.


Céline con un erizo
Louis-Ferdinand Céline.


martes, 5 de febrero de 2019

El hombre sin atributos, Robert Musil

«Bien mirado, quedan sólo los problemas lógicos de interpretación, por ejemplo, si tal o cual acción está bajo la vigilancia de este o de aquel mandamiento, y el espíritu ofrece el aspecto tranquilo de un campo de batalla donde yacen inmóviles los muertos y se advierten sin esfuerzo los restos de vida que gimen o se levantan. Por eso el hombre acelera el paso cuanto puede. Si le atormentan crisis de fe, como sucede a veces en la juventud, se hace perseguidor de infieles; si le incomoda el amor, lo transforma en matrimonio; y si le arrebata el entusiasmo por alguna otra cosa, se sustrae a la imposibilidad de vivir permanentemente su fuego, comenzando así a vivir para ese fuego. Esto significa que rellena los muchos momentos de su día -cada uno de los cuales exige un contenido y un estímulo-no con el estado ideal, sino con la actividad necesaria para alcanzar su ideal, o sea, con los muchos medios, obstáculos e incidentes que le dan plena garantía de no tener más necesidad de alcanzarlo. Porque sólo los locos, los desequilibrados y los maniáticos pueden resistir largo tiempo al fuego del entusiasmo; el hombre sano debe contentarse con declarar que, sin una chispa de este misterioso fuego, la vida no vale la pena vivirse». 

miércoles, 20 de julio de 2016

Nunca he tenido relaciones conflictivas, envidiosas ni celosas con ningún escritor, no al menos por mi parte ni tampoco con un escritor al que considerase digno de atención; generalmente al contrario, la simpatía fue mutua, instantánea e irrevocable (aún cuando no me interesan demasiado las relaciones sociales, o quizá por esto mismo: no permito que nos conozcamos lo suficiente como para enemistarnos). Pero también es cierto que casi todos estos escritores a los que menciono tienen un punto de escepticismo sobre su habilidad, algún trauma que mina su confianza, y sospecho que me resultaría difícil soportar a un absoluto vanidoso, engreído o petulante. Por lo demás, no es inhabitual encontrar a este tipo de escritores necesitados de reconocimiento y de poder o simplemente preocupados por encajar en la farándula literaria entrar en disputas egocéntricas, victimistas o envidiosas con otros escritores similares, tratarse con desprecio disimulado, traiciones, chismorreos o simplemente ignorarse mutuamente. Supongo que no es sólo que nosotros no tengamos ninguna ambición, porque evidentemente las tenemos, sino que nuestras ambiciones no tienen tanto que ver con el reconocimiento o directamente la popularidad, sino con el talento, con lo cual ahí uno está solo con su capacidad de aprendizaje, no tiene necesidad de competir con nadie, sencillamente pelea consigo mismo, con la propia aceptación de sus escritos o con la perfección de los mismos. Yo entiendo perfectamente a quien cree no tener mucho talento (o no cree tener ninguno) pero aún así no puede dejar de escribir, porque ni siquiera es que uno no pueda dejar de escribir, nadie se muere de un ictus hemorrágico por dejar de escribir, sucede simplemente que la vida resulta un poco más gris, fofa, superflua, aburrida... sin nuestro pasatiempo favorito, que es la literatura. ¿Por qué uno debería dejar de escribir, o de vivir, simplemente porque carezca de razones para continuar haciéndolo? (La pregunta, no obstante, esconde un trampa: quien juzga nuestras razones para escribir siempre es otro, un otro que juzga desde sus propias expectativas o necesidades, que pueden ser distintas a las nuestras o totalmente contradictorias). Luego están, en consecuencia, aquellos que se limitan a desarrollar de vez en cuando pequeños escritos, a quienes se les nota un poco esa falta de práctica, por los cuales es natural sentir cierta ternura menos paternalista que llena de admiración, la misma ternura que sentimos por los dibujos de los niños, sea el niño un genio o no; y si resulta que el niño realmente no es un genio uno no llega y le dice al niño que sólo quiere disfrutar de sus dibujos en paz que es un inútil y que mejor se dedique a otra cosa, porque aunque amargar las ambiciones de las personas petulantes tiene su gracia, qué duda cabe, amargar los sueños de los inocentes no me produce ningún placer ni beneficio, uno sólo le amarga los sueños (o más que los sueños, de los que carecen,  deberíamos decir sus momentos de paz) a los inocentes cuando él mismo es uno de esos escritores ambiciosos necesitados de reconocimiento, que harían cualquier cosa por el mismo y que no soportan, porque se sienten con ello enfrentados a sí mismos, la clara visión de sus mediocridades, ridiculeces y arribismos: lo que no soportan es la contemplación de una literatura que los supera por completo. Por eso quizá, a veces, también la tomen con nosotros, los que no somos en ese sentido inocentes pero tampoco ambiciosos, los que sólo contamos como mucho con un par de sueños tontos, los que en verdad y únicamente y ante todo queremos seguir escribiendo, no porque queramos tener poder en el mundillo, sino porque, al margen de todo, creemos que lo que nos decimos, lo que escribimos, es importante, no para nadie en concreto, sino sólo importante, importante de una forma un tanto inexplicable, lo admito, pero no por ello menos importante. Sí he conocido, desde luego, a muchos escritores que en un principio no parecían contar con ese tipo de ambiciones macabras que se han rendido, pero creo que nadie que sólo quiera seguir escribiendo puede rendirse, sólo se rinden los que empiezan con ciertas expectativas de poder o popularidad que, tras sentirlas por siempre truncadas, espejismos distantes, deciden dedicarse a otra cosa que les reporte algún beneficio económico o social o no se dedican a nada en absoluto, éstos son los más dolorosos, los que se limitan, después de su sentimiento de fracaso, a llevar una vida completamente normal. Sé que con esto no he tocado, ni mucho menos, el motivo por el cual escribimos, que por lo demás desconozco: sólo sé que escribimos, que es lo único que queremos hacer, seguir haciendo, pero no el porqué del cual nace esta convicción (o ni siquiera convicción, sino más rutina caprichosa). Debe haber algo en nuestras vidas, algo inasible o desconocido, que nos empuje en algún momento a escribir, una voluntad como de huida, una huida de la vida, como el bisonte que escucha unos pasos y echa a correr por la sabana, bufando, que nunca se detiene ni mira atrás, aunque escribir sea, precisa y exactamente, ese mirar atrás...