martes, 26 de febrero de 2019

Emil Cioran, De lágrimas y de santos

«Rusia y España: dos naciones embarazadas de Dios. Otros países se conforman con conocerlo, sin llevarlo en su seno.

Un pueblo tiene la misión de revelar al menos uno de los atributos de Dios, de hacernos descubrir una de sus caras. Lo cual sólo puede hacerse si el futuro realiza una parte de las cualidades secretas de la Divinidad.

Algunos milenios de Historia han producido una crisis seria del poder y de la autoridad de Dios. Los pueblos se han superado para darlo a conocer, sin sospechar el mal que le causaban. Si todos los países se hubieran parecido a Rusia y España, hace tiempo ya que lo habrían agotado. El ateísmo ruso y español está inspirado por el Altísimo. Mediante el ateísmo, El se defiende contra la fe que le consume. Dios acoge con los brazos abiertos a los ateos, sus hijos...

¿Alguien se ha acercado a El más que el Greco mediante las líneas y los colores? ¿Ha sido Dios alguna vez asediado por figuras humanas con una insistencia más agresiva? Lejos de ser el producto de una deficiencia óptica, el óvalo en el Greco es la forma que adopta el rostro humano alargándose hacia las alturas. Para nosotros, España es una llama, para Dios un incendio. El fuego ha acercado los desiertos de la tierra y del firmamento. Rusia con Siberia entera arde al mismo tiempo que España y que el propio cielo.

Al ruso o al español más escéptico le apasiona Dios más que a cualquier metafísico alemán. Todo el claroscuro de la pintura holandesa no iguala en intensidad dramática la sombra ardiente de un Greco o de un Zurbarán».

lunes, 25 de febrero de 2019

El suicida, según consta en los manuales de suicidología, decide su destino por lo general en el marco de no mucho más de una hora. Esta es la razón por la cual casi todos los suicidios nos parecen precipitados, sosos, actos aparatosos de muermos sin gracia cuando no directamente pataletas, rabietas, berrinches. No porque el suicida no lo tuviera planeado días, semanas o meses antes –quién sabe si no años– sino porque lo que fija el suicidio es “el salto”, aquella decisión repentina e inapelable de matarse, la voluntad por el exterminio, que es una brusca agresión que uno comete contra sí mismo y en la cual no cabe paciencia ni duda: ante el suicida se refleja únicamente el desierto áspero de su destino y cualquier negociación será en vano. ¿Qué es, después de todo, un preparativo, sino una negociación, una demora?

De este modo se nos presenta el suicidio en aquella torpeza repentina que impide culminar adecuadamente todos los preparativos, esperanzas o símbolos que uno pretende con su muerte, porque el salto desmantela cualquier preparativo, esperanza o símbolo volviéndolo vacuo, insuficiente: comprende uno su inutilidad absoluta y la necesidad de su sinsentido. Lo que queda, luego de matarse, es únicamente esta decisión repentina que trunca cualquier plan y afea lo que, de haberse podido preparar con gusto, perseverancia y sosiego, embellecería una vida coronándola de significado. 

El problema quizá estribe en que para llevar a cabo un suicidio de esta índole el suicida necesitaría vivir más de un centenar de vidas y de pensamientos, tribulaciones o preparativos, mientras que por suerte o por desgracia sólo tenemos una única vida, aquella que anhelamos arrebatarnos. Uno querría cometer un suicidio irrefutable pero, al final, sólo logra un pequeño gesto tan patético e insignificante como cualquier otro. 

No podemos hallar consuelo ni siquiera en el suicidio, pero al menos extinguimos la conciencia de nuestro desconsuelo, lo que es más que suficiente...

domingo, 10 de febrero de 2019

La religión del porvenir, de Eduard von Hartmann.

«La concepción pesimista del mundo, en la cual la necesidad religiosa repara diariamente sus fuerzas, no cesará de fortificarse y de extenderse, puesto que, cuanto más se multiplican los medios de que la humanidad dispone para hacerse la existencia agradable, más se convence de la imposibilidad de superar de este modo la angustia de la vida y de alcanzar la felicidad, ni siquiera la satisfacción. Un período ascendente de las cosas humanas puede ser optimista en tanto que alimenta la esperanza de encontrar la felicidad al fin gozar de ella; mas en el instante en que el objeto se alcanza, el pueblo que lo ansiaba percibe que no ha progresado en la felicidad y que han aumentado las necesidades que le roen y le atormentan. Así, el optimismo es siempre un intermedio en las naciones que se hallan en medio mismo del vértigo mundano; mas el pesimismo es la disposición profunda de la humanidad que se conoce, y cada vez que termina una época de movimiento mundano aparece con doble energía. Esperemos, pues, que la aspiración del hombre a superar la miseria de este mundo, lo cual no puede realizarse sino por la idea y en la esfera de la conciencia, se haga sentir con una intensidad cada vez más señalada a la conclusión de los períodos en que el mundo, por decirlo así, ha celebrado sus triunfos, y en que los intereses terrenales lo han absorbido todo, y la cuestión religiosa sea la más importante de todas cuando la humanidad haya alcanzado todo lo que puede alcanzar de civilización sobre la tierra, y haya abrazado de un golpe de vista toda la miseria lamentable de esta situación». 

sábado, 9 de febrero de 2019

Si lo único que nos retuviera en este mundo fuera nuestra propia voluntad, entonces sería tan fácil elevar el cuchillo sobre nuestras cabezas como fácil nos resulta elevar la cucharilla sobre el paladar. Se equivoca Séneca cuando dice: «La mejor razón para no quejarse de la vida es que ella no retiene al que la quiera dejar. Las cosas humanas están muy bien dispuestas: nadie es desgraciado más que por su culpa. ¿Te place la vida? Vive. ¿No te place?, pues eres dueño de volver al lugar de donde has venido». Ocurre, sin embargo, que contra la voluntad de darse muerte combaten todo tipo de impedimentos, desde la culpa por el dolor que le podamos causar a nuestros seres queridos al más superfluo instinto de supervivencia, consustancial a todos los seres vivos, que nos persuade de resistir en el mundo un segundo más, aún cuando todo alrededor parezca desmoronarse. Cabría, además, hacerse la pregunta filosóficamente más relevante acerca de qué es el mundo y qué es la consciencia, porque si no podemos desligar la consciencia del mundo entonces ni tan siquiera es cierta la premisa de que la vida no retenga al que la quiera dejar. Séneca opina aquí desde la presuposición, que insinua apenas vagamente, de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, pues «nadie es más desgraciado que por su culpa», conjetura tan falsa como una pésima broma sin gracia: los seres vivos sobreviven en un entorno hostil donde los recursos son limitados y la propia vida carece de sentido. Y el individuo recoge esta insatisfacción por el movimiento que inaugura su existencia para imponer su ego sobre una civilización que fragmenta su libertad en triquiñuelas. Ni siquiera un niño perdido en la jungla sería infeliz más que por su culpa: sus creencias dependerían de las posibilidades devenidas de su supervivencia. O por poner un ejemplo esclarecedor: afirmaré que es más sencillo ser casto en el desierto que en un mundo prostituido. Dicho burdamente: la libertad también se nos impone. El hombre no escoge ni sus tentaciones ni su pecado...

viernes, 8 de febrero de 2019

El pesimismo de Albert Camus era una artimaña comercial para llegar a más gente y venderles fórmulas vitales que consumir: su pesimismo era “heroico”. Cuando alguien elucubra que Camus tal vez se suicidase me echo a reír escandalosamente, como si no existiese cosa más divertida en el mundo. Lo mismo ocurre con Schopenhauer, Leopardi, Saramago, Unamuno, Ligotti, Cioran, etc. Los verdaderos pesimistas no elucubran ningún sistema taciturno de la existencia que legitime la desesperanza o el suicidio: como si legitimar el suicidio valiera de algo: no le vale ni al que no se suicida ni mucho menos le vale al que sí se suicida. Los verdaderos pesimistas balbucean, no hablan; se abofetean, no piensan; se ahorcan, no escriben. Ningún verdadero pesimista ha tenido nunca una “obra”. Hacerse de notar (y toda “obra” es en el fondo un esfuerzo por hacerse de notar) es una resistencia contra la muerte, como tener hijos o rezar una oración; y nadie que resista a la muerte puede ser considerado un pesimista. O quizá sí. Quizá pesimista es lo peor que pueda ser considerado. Ahora bien, que un hombre se llame a sí mismo pesimista o se considere como tal esto ya sí que resulta intolerable, una desmesura en la sinrazón, una insensatez. No hay pesimismo, solo hombrecillos tristes, que diría Pessoa, hombrecillos tristes que quieren follar y vender libros, como todo el mundo. 

martes, 5 de febrero de 2019

El hombre sin atributos, Robert Musil

«Bien mirado, quedan sólo los problemas lógicos de interpretación, por ejemplo, si tal o cual acción está bajo la vigilancia de este o de aquel mandamiento, y el espíritu ofrece el aspecto tranquilo de un campo de batalla donde yacen inmóviles los muertos y se advierten sin esfuerzo los restos de vida que gimen o se levantan. Por eso el hombre acelera el paso cuanto puede. Si le atormentan crisis de fe, como sucede a veces en la juventud, se hace perseguidor de infieles; si le incomoda el amor, lo transforma en matrimonio; y si le arrebata el entusiasmo por alguna otra cosa, se sustrae a la imposibilidad de vivir permanentemente su fuego, comenzando así a vivir para ese fuego. Esto significa que rellena los muchos momentos de su día -cada uno de los cuales exige un contenido y un estímulo-no con el estado ideal, sino con la actividad necesaria para alcanzar su ideal, o sea, con los muchos medios, obstáculos e incidentes que le dan plena garantía de no tener más necesidad de alcanzarlo. Porque sólo los locos, los desequilibrados y los maniáticos pueden resistir largo tiempo al fuego del entusiasmo; el hombre sano debe contentarse con declarar que, sin una chispa de este misterioso fuego, la vida no vale la pena vivirse». 

sábado, 2 de febrero de 2019

El block como agresión suspendida

Bloquear es el correlato tolerante, cobarde, perfectamente civilizado del guantazo. No te bloquean porque no quieran leerte más: te bloquean porque querrían, más bien, romperte la nariz a patadas. O cuanto menos, decirte dos o tres salvajadas –después de todo, nos bloquean para advertirnos: mi hostilidad está como suspendida, congelada, muerta: es un estado de agresión que nunca acontece, que nunca acontecerá–. Pero no pueden: sus buenos modales, su transigencia, su moral refinada se lo impide.

Reprochamos la actitud, anónima o no, de la injuria, del ataque personal gratuito. Y sin embargo, quien ataca, aún anónimamente, da más la cara que quien bloquea, representando ambos una hostilidad comparable: el que ataca nos hace explícito su rechazo, mientras que quien bloquea únicamente pospone la satisfacción de esta hostilidad que habría de culminar en una agresión física o virtual, es un ejercicio un poco melancólico y taciturno: es afirmarse uno mismo que no tiene fuerzas suficientes para exhibir ningún poder.

Algunas redes sociales ofrecen, no obstante, una alternativa solipsista a la agresión: silenciar. Silenciar no implicaría, en ningún caso, la agresión que hemos afirmado que implicaría el bloquear –aunque agresión soterrada, rebuscada, remilgada... Con el silenciar, por lo general, no enviamos ningún mensaje, dado que es casi imposible que el “otro” sepa que le hemos silenciado, aunque pueda deducirlo del hecho de que lo ignoramos completamente cada vez que nos recrimina o reprocha algo. Con el bloquear, al contrario, el mensaje es evidente, pues uno sólo tiene que teclear el perfil de cierta persona para ver si nos ha bloqueado o no: es este muro que impone ante nosotros lo que determina rocosamente que desearía sepultarnos, de cabeza a los pies, en piedra, en cemento, escupir en nuestra tumba, darle un bofetón a nuestra madre en el funeral, alegrarse y danzar histéricamente entre las hojas secas crujientes el día que felizmente nos dé por fallecer.

Un neardental, por ejemplo, sería incapaz de bloquear a nadie –nosotros mismos somos incapaces realmente de bloquear a nadie: basta salirse del perfil para "observar" entre los agujeros de aquel muro que se nos ha puesto delante: esto demuestra aún más nuestro punto– Y un hombre promedio de hace 10.000 años atrás, tampoco podría bloquear a nadie. Sólo un hombre de los últimos cuarenta o cincuenta años puede bloquear a otra persona, es decir, un hombre no refinado por la cultura, sino totalmente corrompido e incapaz de defenderse de otra forma que bloqueando. Nos resta, qué duda cabe, cierta dignidad el tener que ir bloqueando a las personas, cuando lo verdaderamente satisfactorio sería encontrar dónde viven, tener una charla cara a cara o atravesarle el corazón con un puñal. 

En el pasado las personas se mataban por los asuntos más triviales. Los conflictos se solucionaban cuando uno de los oponentes le apedreaba la sien al otro. A menudo, la policía ni siquiera intervenía. Un neardental, retomando nuestro ejemplo, podría perfectamente negociar de esta forma cualquier asunto de índole política con los otros miembros de su comunidad. Quizá esta barbarie sea innecesaria, en cualquier caso, porque la gran parte de los conflictos no necesitan ninguna violencia, aunque la tienten. El verbo sustituye a la espada no sólo por decadencia, sino por comodidad, por pragmatismo. El héroe pasa del guerrero al filósofo porque el filósofo tiene razón: lo que es totalmente innecesario no tiene cabida en este mundo, aunque el propio mundo sea innecesario. Pero aún a pesar de esto, nos cuesta no ver en el block el último acto de la civilización humana, a partir de aquí no existirán más hombres, existirá otra cosa, que será mejor o peor en función de su desarrollo por la supervivencia dentro de ciertos márgenes culturales. Seguramente será peor; pero, en fin, quién soy yo para decirlo, que también he bloqueado alguna vez...