lunes, 25 de febrero de 2019

El suicida, según consta en los manuales de suicidología, decide su destino por lo general en el marco de no mucho más de una hora. Esta es la razón por la cual casi todos los suicidios nos parecen precipitados, sosos, actos aparatosos de muermos sin gracia cuando no directamente pataletas, rabietas, berrinches. No porque el suicida no lo tuviera planeado días, semanas o meses antes –quién sabe si no años– sino porque lo que fija el suicidio es “el salto”, aquella decisión repentina e inapelable de matarse, la voluntad por el exterminio, que es una brusca agresión que uno comete contra sí mismo y en la cual no cabe paciencia ni duda: ante el suicida se refleja únicamente el desierto áspero de su destino y cualquier negociación será en vano. ¿Qué es, después de todo, un preparativo, sino una negociación, una demora?

De este modo se nos presenta el suicidio en aquella torpeza repentina que impide culminar adecuadamente todos los preparativos, esperanzas o símbolos que uno pretende con su muerte, porque el salto desmantela cualquier preparativo, esperanza o símbolo volviéndolo vacuo, insuficiente: comprende uno su inutilidad absoluta y la necesidad de su sinsentido. Lo que queda, luego de matarse, es únicamente esta decisión repentina que trunca cualquier plan y afea lo que, de haberse podido preparar con gusto, perseverancia y sosiego, embellecería una vida coronándola de significado. 

El problema quizá estribe en que para llevar a cabo un suicidio de esta índole el suicida necesitaría vivir más de un centenar de vidas y de pensamientos, tribulaciones o preparativos, mientras que por suerte o por desgracia sólo tenemos una única vida, aquella que anhelamos arrebatarnos. Uno querría cometer un suicidio irrefutable pero, al final, sólo logra un pequeño gesto tan patético e insignificante como cualquier otro. 

No podemos hallar consuelo ni siquiera en el suicidio, pero al menos extinguimos la conciencia de nuestro desconsuelo, lo que es más que suficiente...

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