viernes, 8 de febrero de 2019

El pesimismo de Albert Camus era una artimaña comercial para llegar a más gente y venderles fórmulas vitales que consumir: su pesimismo era “heroico”. Cuando alguien elucubra que Camus tal vez se suicidase me echo a reír escandalosamente, como si no existiese cosa más divertida en el mundo. Lo mismo ocurre con Schopenhauer, Leopardi, Saramago, Unamuno, Ligotti, Cioran, etc. Los verdaderos pesimistas no elucubran ningún sistema taciturno de la existencia que legitime la desesperanza o el suicidio: como si legitimar el suicidio valiera de algo: no le vale ni al que no se suicida ni mucho menos le vale al que sí se suicida. Los verdaderos pesimistas balbucean, no hablan; se abofetean, no piensan; se ahorcan, no escriben. Ningún verdadero pesimista ha tenido nunca una “obra”. Hacerse de notar (y toda “obra” es en el fondo un esfuerzo por hacerse de notar) es una resistencia contra la muerte, como tener hijos o rezar una oración; y nadie que resista a la muerte puede ser considerado un pesimista. O quizá sí. Quizá pesimista es lo peor que pueda ser considerado. Ahora bien, que un hombre se llame a sí mismo pesimista o se considere como tal esto ya sí que resulta intolerable, una desmesura en la sinrazón, una insensatez. No hay pesimismo, solo hombrecillos tristes, que diría Pessoa, hombrecillos tristes que quieren follar y vender libros, como todo el mundo. 

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