martes, 16 de febrero de 2016

Por qué no me da la gana de creer en Dios ni en nada

Pensar en Dios es consumar su asesinato. Pero, no obstante, sólo se puede matar lo vivo, lo palpable; a Dios, como idea, sólo se le puede negar, ni siquiera destruir. Así que de mí, que a menudo pienso en Dios, podría decirse que pertenezco al grupo cada día más numeroso de sus negadores. No negar, tal vez, en un sentido concreto, absoluto, despreciando cada matiz o posibilidad, sino como quien barre papeles del suelo sin eliminar los ácaros microscópicos que lo pueblan; éstos son invisibles al ojo humano, por lo tanto, no los podremos levantar como si fueran polvo, fragmentos diminutos de piel muerta que a la luz directa del sol producen un melancólico efecto devastador: también en el polvo se reproducen los ácaros. Dios, en sus residuos vitales, es como estos ácaros imposibles de extinguir que, sólo con paciencia, disposición y desinfectante, se pueden controlar.

Antes de continuar, debemos definir brevemente a qué nos referimos con Dios. En este artículo trataremos a Dios como la entidad inteligente sobrenatural hacedora del universo; por lo tanto, se tratará indistintamente al Dios intervencionista de los teístas como al dios desinteresado, indiferente o ausente de los deístas. Sé que ambos dioses tienen sus variadas complejidades, pero en tanto esto es un resumen de mi ateísmo, y no pretende resultar un análisis exhaustivo, bastará para los fines propuestos el hacerlo de este modo; pues, además y por eso mismo, a saber, que consiste en un mero resumen, no se entrará a refutar cada atributo o distinción de ambas formas de deidad, sino que se analizará a este dios en un par de argumentos distintos para los cuales no hará falta excesiva minuciosidad; luego, aquél que se interese por estudiar en profundidad lo aquí expuesto, deberá conformarse con hallar él mismo dicha información; y aquél que reniegue en su totalidad del contenido de este artículo, supongo que no necesitará saber mucho más. Quedarán, desde luego, cosas que añadir, subrayar, matizar; por ello pido, con humilde súplica no exenta de gratuidad ni de gratitud, que no se pretenda adivinar lo que pienso sobre aquellos puntos ciegos que deje a la intemperie en este artículo a través de lo que sí se ha expuesto, que se tome este artículo íntegramente en lugar de reducir su coherencia a uno de sus puntos visibles o invisibles; es decir, que se evite la tentación de clasificar a priori mis ideas bajo un sistema coherente de pensamiento para así despreciarla (o alabarla) mejor. Una vez aclarados los términos, qué pretende y qué no pretende ser o decir este artículo, sigamos adelante; con prudencia, pero también con ciertas dosis necesarias de temeridad, pues sólo los hombres que no temen enfrentarse a un poder superior a sí mismos son dignos de admiración; respecto a los demás, que se rindan cuanto quieran, pero que no pretendan hacer del vicio de su debilidad una virtud a imitar.

Realmente no son necesarias muchas páginas para hacer dudar, en los términos antes definidos, de Dios. Una existencia más allá de la física del mundo es una existencia imposible de discernir, es por ello que, cualquier cosa que digamos sobre ésta, podría ser tomada por absurda; esto es lógico, dado que la lógica humana no tiene por qué tener ninguna cabida más allá del curso natural del universo, y supone el primer punto a favor del ateísmo: quien siembra dudas recoge tempestades, y en la desesperación de la duda, aquél que no se encuentra cara a cara con Dios, es como si lo envenenara; es decir, que lo que no podemos entender es en cierto sentido como si no existiera. El protagonista de la película Le Diable Probablement (Robert Bresson, 1977)  le dice a su psicoanalista, en la primera y única sesión que tendrá con él antes de suicidarse: «Creo tanto como puedo en la vida eterna. Pero si me suicidara no creo que sea condenado por no comprender lo incomprensible». Nuestro cerebro no ha sido «diseñado», sino que es (aunque aquí asoma una petición de principio, supongo que estaremos de acuerdo en que la evidencia marcha hacia esta propuesta) el producto de un larguísimo proceso evolutivo; y su finalidad no es hallar ninguna verdad, sino meramente servirnos de arma para sobrevivir. En este sentido, todo lo que no nos sirve para sobrevivir puede estar fuera de nuestro alcance. ¿Pueden existir entidades, cosas, fenómenos, etc, que somos incapaces de percibir? Claro que pueden, afirmar lo contrario sería precipitado, obstinado, obtuso, fanático; pero por la misma razón que no podemos negarlo, tampoco se puede hacer como si uno fuera capaz de creer en ellas apoyándose en cualquier pobre evidencia. Pienso, por ejemplo, en el espectro electromagnético, del cual sólo una pequeña parte consiste en luz visible. Hasta que se descubrió en mil ochocientos el infrarrojo mediante prueba científica (aunque ya en el siglo anterior se había predicho su existencia), otras radiaciones además de las visibles era como si no existieran; ésta fue la primera ocasión en que pudo comprobarse que la luz podía propagarse en frecuencias invisibles. Bien es cierto que estas radiaciones sí que tenían un efecto directo sobre nosotros en forma de calor, pero no fue a través de los sentidos, sino de la razón y de la prueba, como pudo llegarse a esta conclusión; así fue que pudimos aprender sobre ellas y de igual manera el principio de la experiencia de frecuencias de radio distintas a la luz visible.

En el caso de Dios es un poco diferente, porque parece un tipo de radiación (por seguir con la analogía anterior) sin ningún efecto perceptible en nuestras vidas, no al menos en el sentido en que lo son las diferentes radiaciones electromagnéticas (o cualquier otro fenómeno físico posible); esto es, que no puede accederse a su comprensión a través de métodos razonables (aunque esto les chirríe a los modernos escolásticos o a aquellos que crean haber adquirido individualmente experiencia de su existencia –en cualquier caso, este punto es aceptable: ¿pero qué se le puede decir a alguien encerrado en un experiencia que no puede compartir con nadie más, sino que no nos dé mucho la tabarra hasta que nosotros experimentemos lo mismo y quedemos para celebrarlo?–); si no fuera este caso, dicho dios supuesto podría ser perfectamente objeto de estudio científico, mas no puede. Pero es precisamente porque no puede ser objeto de estudio científico que la realidad de su problema es tan compleja (o tan sencilla como formar de ella un mero deshecho sin relevancia). Este punto, deberíamos especificar, no se refiere al Dios teísta: pues aunque al mismo Dios no se le pueda probar o refutar, sí se pueden probar o refutar sus intervenciones milagrosas; esto es, si mecanismos naturales pueden explicar mejor el fenómeno investigado o no. Y no existe, por ahora, en el sentido explícito de su definición, ningún ejemplo de fenómeno fuera del alcance del entendimiento humano; en el caso de existir, esto tampoco probaría a Dios. Sólo podríamos aceptar la idea de Dios como explicación verosímil en unos  pocos casos de los que por el momento no tenemos noticias: una verdadera virgen llorando sangre sería un milagro que haría verosímil a Dios como hipótesis (aunque en ningún caso Dios puede ser una hipótesis), pero no nos lo probaría: porque si  puede suceder el milagro de una virgen  llorando sangre puede suceder cualquier milagro, incluido que no se obra de ningún Dios. Veremos más adelante algo sobre esto.

Llegados a este punto, me veo obligado a exponer con claridad los dos argumentos principales de los que les hablado al principio de este artículo. Con ellos no pretendo negar a Dios, sino, primero, demostrar que por su misma definición Dios es imposible de probar con los métodos científicos que exigimos a menudo; y segundo, realizar una breve arqueología de su conocimiento.

Primero tenemos la experiencia siguiente: que Dios es un tipo de existencia fuera, por definición, del orden natural de las cosas; y que en tanto fuera de este orden, está además por encima de nuestra capacidad cognitiva. Así es que no podremos decir nada inteligible sobre él. La escuela neopositivista consideró a Dios un absurdo del lenguaje, al igual que a toda proposición de índole metafísica, en el sentido en que el lenguaje sólo puede valer para decir cosas empíricamente demostrables, no entidades sobrenaturales. Por lo tanto, la proposición «Dios existe» no puede ser tomada en cuenta como verdadera o como falsa, sino simplemente como absurda. En el Tractatus escribe Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar, mejor es callarse». Pero Wittgenstein no era un ateo, sino un agnóstico, un agnóstico (o un místico, más bien) en el sentido en que no puede demostrarse a Dios, de modo que añade: «Cómo sea el mundo, es completamente indiferente para lo que está más alto. Dios no se revela en el mundo». Se permite «creer» en Dios en la medida en que la fe es asunto personal, pero se prohíbe hablar con propiedad de él, puesto que todo lo que puede decirse de aquello que se encuentra por encima de los límites humanos es, citando a Sade «quimera o inutilidad». Sé que el argumento no es exactamente el mismo en su apariencia que el mencionado de la cognición, también que tiene sus contradicciones, pero sí lo es en su esencia. Ahora bien, creo que una definición de este tipo es altamente insatisfactoria, pues al final todo se reduce a la fe, es decir, a creer sin evidencia; no se puede refutar, pero tampoco demostrar. De este modo, sólo queda, o hacer como si éste no existiera, dado que no se tienen pruebas y todo se pone en tu contra a la hora de encontrarlas, o tener fe en su existencia (fe solitaria, incomprendida, y quizá, una fe así, sea hasta heroica en algún punto, pero también síntoma de alguna recóndita debilidad). Yo, en tanto que rechazo la fe, sólo puedo escurrirme a través de la primera opción: marginar a Dios de mi vida (o alejar mi vida de Dios). 

El segundo argumento es el que sigue: que Dios, como idea, es una creación histórica y filosóficamente exhumable; es decir, que se puede destejer su historia hasta el comienzo de su origen, edificando una biografía coherente de su experiencia.  Un ejemplo de sobra conocido: hasta la llegada del faraón Akenaton y su manera de promover el culto al dios Atón no existían indicios de religiones monoteístas; luego, filósofos griegos aún politeístas, lograron las primeras incursiones en el concepto puro de una figura absoluta, ideando algunas de las propiedades de este dios moderno que llegó a nuestros días; el más importante, aunque no el primero (en cierto sentido, recibe de Anaximandro la necesidad de una causa infinita de la realidad) fue Aristóteles, quien con su «primer motor inmóvil» motivó el argumento más manido por la teología medieval (pero, por ejemplo, la necesidad de un mundo superior, –mundo de las ideas– viene de Platón, no de éste); se puede decir, perfectamente y sin miedo a sonar demasiado cínico, que Dios es una boutade de Aristóteles. Este es, quizá, el argumento más fuerte que tengo para no creer en él: que resulta la suerte o el invento de una serie de reflexiones arbitrarias que, debido al azar histórico, fue creciendo y empapando toda nuestra cultura, como una serie de malentendidos heredados que solo un pensamiento posterior libre de dogmas pudo refrenar. Por ello, si uno es capaz de mirar a Dios desde esta perspectiva tan mundana, y teniendo en cuenta lo que se decía en el punto anterior, coincidiendo ambos argumentos en una coherencia propia común, entonces comprende porque es más realista no creer en Dios que hacerlo.

Estos son, en resumen, y con perdón del prologo anterior, dos de los puntos principales por los cuales no puedo creer en Dios, viviendo, en esencia, fuera de los márgenes de su dictadura. Desde luego que me he reservado argumentos, algunos por encontrarlos temerarios y otros por hallarlos banales, innecesarios u obvios para el caso. En cierto sentido, me gustaría que existiera; precisamente, en el sentido de Unamuno: porque Dios es, ante todo, aquél que nos otorga nuestra inmortalidad, y si Dios, cualquier dios, existe, nos ha creado y no nos ofrece esta inmortalidad, entonces ese dios impotente es un inútil al que mejor le valdría desaparecer: no nos habría obsequiado sino con nuestra muerte. (Un pequeño inciso: puestos a desear, empero,  la inmortalidad del «alma», podemos aferrarnos a cualquier creencia conveniente sin necesidad de tal dios supuesto, sino que nos servirán para dicho propósito multitud de falsedades; y aunque, por otra parte, desmantelar la existencia hasta el punto de convencerse de tener un alma no sea una muestra exacta de inteligencia, sí puede serlo de capacidad de supervivencia para esquivar la depresión por la podredumbre de la carne). Por lo demás, creo que cualquiera podría apiadarse de un Dios inútil; yo, al menos, no podría juzgarlo más que en la medida en que pudo pero no le dio la gana hacerme inmortal. No obstante, suponemos demasiado rápido no ser la creación accidental de un dios torpe, o pedazos a la deriva de un dios roto, como poéticamente refería el filósofo Mainländer. La idea tiene su belleza, y si uno se angustia a menudo ante la perspectiva de un tiempo sin futuro, se verá tentado a creer en ella, tan solo sea por una comprensión profunda de su mutuo anquilosamiento.