jueves, 17 de octubre de 2019

El nuevo escritor

Se dice que el escritor González Ruano, magnífico prosista, llamaba por teléfono a los cafés madrileños donde se localizaban los debates entre intelectuales para preguntar por sí mismo, de manera que darse a conocer entre el mundillo del pensamiento fingiendo ser un escritor solicitado, anhelando así una eventual invitación. No es difícil encontrar la masificación de estas tácticas publicitarias entre los escritores asiduos a las redes sociales. La pretensión por la farsa de ser considerado un escritor importante se encuentra entre las prácticas habituales de todos los escritores contemporáneos, sin que podamos reprochárselo a la tecnología que facilita la expresión de esta vanidad. El escritor es un ser profundamente egocéntrico, al cual no le basta con escribir, sino que además necesita ser leído. Cualquiera que necesite ser leído, cuando no sencillamente escuchado, podría considerarse un escritor, más allá de apresurarse o no a esbozar cuatro líneas bobas sobre el papel.

Muchos escritores comienzan creándose un artículo propio en la Wikipedia antes de haber escrito más de cuatro frases en toda su vida. Parece, en estas ocasiones, como una previsión de su propia importancia más que un elemento publicitario: como si, en el fondo, quisieran facilitar al lector el encuentro con información veraz sobre sí mismos. Lo que se distingue en la farsa contemporánea es, quizá, este sentido espectacular de la literatura, mediante el cual uno se convierte en un gran escritor si la gente cree que lo es, aunque no tenga todavía una obra con la cual justificar dicha creencia –aquí “creencia” funcionaría como sinónimo de “carencia”: el escritor se estremece ante la conciencia del vacío. Y si bien puede resultar patética o ridícula la dependencia a la gravedad de una farsa inane, ello es porque no se ha comprendido aún su sentido básico: la farsa contemporánea no es del todo inerte, sino que esconde un sentido pragmático: motivación del espíritu artístico. Cuando un escritor crea su propio artículo de Wikipedia no pretende, en resumidas cuentas, estancarse bajo el estatismo de una práctica pueril, sino que comienza a motivarse una vez que logra materializar este vago sueño de grandeza –idénticamente ocurre con las páginas de Facebook de escritores con poses de personajes de farándula que aún no lee nadie: para atreverse a soñar necesitan primero despertarse. El escritor contemporáneo es como un hombre de negocios que aún no supiera bien qué negocios concretos se trae entre manos, pero que repartiera sistemáticamente a gente aleatoria de la calle sus doradas tarjetas de presentación. Si le preguntáramos a este hombre que a qué se dedica esbozaría una sonrisa mordaz, respondiendo, con toda seguridad, algo ingenioso y contundente, aunque vacío e irrelevante.

Yo no juzgaría demasiado gravemente, de todas formas, al escritor sólo porque resulte vacua u hortera su pretensión, sino tal vez por no atreverse a soñar sin un cálculo previo de las ganancias: para soñar necesita probarse a sí mismo que ha superado la etapa del fracaso por el anonimato. No existe nada más terrible para el escritor contemporáneo que el anonimato, que su escritura jamás alcance a proporcionarle un nombre bajo el cual resguardarse del infierno de la intrascendencia. Tanto le teme a no ser nadie que primero se asegura un nombre y después se plantea una obra. La obra probaría, en todo caso, que el nombre no es en vano: la obra como artificio mediante el cual el nombre consagra y celebra su trascendencia. La obra como fruto que el árbol arroja sobre sus raíces.