domingo, 18 de noviembre de 2018

La mayoría de pesimistas y de nihilistas que conozco son viejos verdes, algunos incluso a los veinte años ya son viejos verdes. No es extraño: corresponden el rechazo sexual con amargura, para la cual, si son inteligentes, construyen todo un sistema filosófico y una visión estructural e ideológica del mundo que los ampare al tiempo que dignifica como mercancía valiosa para los juegos del cortejo. No importa el grado de su convencimiento ni la vehemencia o poética de sus expresiones, su estoicismo, su ascetismo, su desdén por el placer y los deleites carnales son consecuencia directa de un resentimiento profundo contra los cuerpos ajenos y la mirada del otro. Este sistema temperamental es, por decirlo de algún modo, dicotómico dentro de la simpleza de un cinismo urgente, pues recoge una frustración al tiempo que la alivia. 

Dice el poeta portugués Fernando Pessoa, tras afirmar la contundencia e hipocresía de su “gran culpa” —como dice la oración cristiana—:  «(...) el pesimismo es muchas veces un fenómeno de rechazo sexual. Así es, claramente, el de Leopardi y el de Antero. En esta construcción de un sistema sobre los fenómenos sexuales propios, no puedo evitar ver algo implacablemente grosero y vil».

La tipología sociológica del pesimista no es en exceso compleja, porque pocos tipos sociológicos son complejos, y ni siquiera es un asunto que amerite mucha más reflexión. La persona adulta, es decir, su visión del mundo —que rara vez es original, aún cuando lo parezca: basta escarbar un poco para encontrar en ella las ideas básicas y pobres que sustentan ideológicamente al resto de seres del entorno social— se engendra en las carencias, más bien que al contrario —así sucede con los pesimistas. Es decir, lo que llamamos “personalidad” no es la resistencia a la imposiciones disciplinarias culturales, o no del todo, sino más bien una respuesta “negativa” —en tanto ciega para sí misma— a las carencias del propio sujeto durante su infancia y adolescencia. Si un pesimista sugiere, por ejemplo, desagrado por la carne, sabed que ha follado o que le han amado poquísimo, pero que ha encontrado por fin su remedio: publicitarse como “indiferente”, como “asceta”, como “visionario de la nihilidad” en aras, como decíamos, de recoger en una visión coherente su frustración al tiempo que trata de aliviarla e imponerle un desenlace potable. La culpa, esa “gran culpa” no es exclusiva de los pesimistas, dado que es igualmente fácil ser optimista cuando se ha nacido bello y tenido muchas mujeres —lo que puede provocar un hastío pijo de la carne que obligue al sujeto a responder con una visión filosófica más idealista, en la búsqueda vana de una pureza que exhibe su propia impureza —. Somos mercancía idealizada, carne narcisista producida en serie, como pollos desplumados e indignos desplazándose sobre el transportador de banda esperando ansiosos la guillotina. 

Afirma dogmáticamente el poeta: «Hay algo de vil, de degradante, en esta transposición de nuestras penas a todo el universo; hay algo de sórdido egotismo en suponer que, o bien el universo está en nuestro interior, o bien somos una suerte de centro y síntesis, o símbolo, de él». Y también: «Contra la mayoría de las doctrinas filosóficas tengo la queja de que son simples; el hecho de que quieran explicar es prueba suficiente de ello, ya que explicar es simplificar». 

sábado, 17 de noviembre de 2018

Debo confesar, no por una suerte de necesidad incontrolable e indecible de charla insulsa, sino por mera superstición de las confesiones, que son remedio taumatúrgico para las agonías del espíritu desconsolado, aquellas escenas veraniegas que, contempladas cada noche cuando apenas tenía dieciséis años con sorna, fascinación e incredulidad, me condujeron irremediablemente hacia el pesimismo, la amargura, el nihilismo… o como apetezcan decir —a mí me resulta indiferente— de aquellos sentimientos de intensa suspicacia en que todo se aparece a nuestra inteligencia como simulado, pecaminoso o abominable, lo que engendra un ánimo neurótico, ciertamente perspicaz aunque infeliz, y un conducirse por la vida con indolencia, desesperanza y sin ambiciones. He dicho antes, sin que estuviera por cierto mal dicho, que contemplaba aquellas escenas con “sorna, fascinación e incredulidad”, pero más bien habría que decir, restando cierta imposición del razonamiento adulto presente sobre la experiencia pura del joven mentecato, que contemplaba aquellas escenas con sorna pueril, fascinación tullida e incredulidad indiferente: no sabía nada y no podía ni emocionarme ni asombrarme, en consecuencia, nada. La reflexión todavía no nacía de mí espontáneamente, siendo honestos, ni siquiera tenía la menor idea de que se pudiesen pensar las cosas, además de observarlas: mi imaginación era corta en entendederas, no podía adivinar que existieran otras cosas aparte de los finales que mis limitaciones imponían. No tenía la noción de un horizonte que mi ignorancia pudiese alejar para empequeñecerse, sino la sensación de vivir enterrado entre cuatro paredes bien delimitadas: lo que conocía era lo único que podía conocerse, y lo que no conocía, simplemente andaría por ahí perdido como un trasto antiguo hasta que lo pisotease por casualidad. Continuemos, en fin, con esta narración ramploncilla, sin más interés que valerme a mí como exorcismo y a vosotros, los desafortunados lectores de esta marabunta de recuerdos mal hilados y de reflexiones banales, como entretenimiento vacío pero gratuito —que no es para despreciar.

La escena es la siguiente: un par de muchachos de mi edad, cada noche de aquel verano, se besuqueaba en el rellano de mi portal mientras un tercero, amigo de ambos, asistía al erótico festín sonriente e impávido.  Fácilmente se adivinaba en su rostro cuán encantado estaría él de ocupar el lugar del otro, y que su voluntad férrea y estática obedecía a la esperanza de ser algún día el escogido para disfrutar de aquellas carantoñas y manoseos que se proporcionaban los otros dos. Una fantasía que concebía a diario con gracia perversa y risueña, al tiempo que me apenaba un poco, consistía en imaginar que un día la muchacha apeteciera de un cambio de pareja y el protagonista intensivo de sus anteriores devaneos, perplejo ante tal decisión insostenible e irracional, tuviera que retirarse a su rincón como un perrito malherido o asistir, estoico, al ejercicio amoroso que sus amigos traidores conjuraban.  —Otra de mis fantasías, fantasías de parásito debo decir, proyectos de parásito, ni siquiera fantasías sexuales, dignas o coherentes, consistía en esperar que ella expresase el deseo de un cambio de pareja y aparecer yo en ese instante, oportunista y depredador, para burlar al pobre muchacho virginal su objeto de anhelo cuando apunto estuviera de saborearlo—.

Era obvio, por lo demás, que este idilio opuesto nunca iba a suceder, pues mientras que la mitad  masculina protagonista de la pasión adolescente era un buen mozo, alto, delgado, ataviado con ropas pijas, carácter indolente y arrogante y un rostro bello lo suficientemente bobo como para incitar ternuras sexuales; el marginado, excluido de la pertenencia dual, era pequeño, enclenque, afeminado, aniñado y melifluo, con ropas mezquinamente mediocres siquiera insólitas o características —desde pequeños sospechábamos que era homosexual, pero esta escena lo desmintió. La muchacha, que no alcanzaba mi edad, era una mercancía inaccesible, en principio, para el afeminado, —pálida, delicada, ojos claros, cabellos castaños y ondulados, rostro felino, cuerpo sin exuberancias pero de igual modo sin carencias...— pero me sorprendía la inercia con la cual convenía a no ceder ni un sólo día a la despedida de sus ambiciones truculentas. Finalmente, la mayoría de las noches se iba él de regreso a casa envuelto en penumbras, con una sonrisa lúgubre, mientras sus compañeros de ocio todavía demoraban los besuqueos unos minutos más, librados al fin de aquel absurdo estorbo tristísimo: si estaban con él, los besos eran más repartidos, no inocentes, sólo un poco menos intensos, de cuando en cuando los interrumpían para darle palique al pobre incordio, que reía de todo cuanto se decía mientras sudores fríos resbalan por su frente; pero en cuanto se alejaba, comenzaban las manos a deslizarse por los cuerpos, la lengua a buscar con desesperación la otra lengua, las cabezas giraban sobre sí mismas, se retorcían los cuellos, ponían los ojos en blanco, mordían todo cuanto pudieran morder… Así fue noche sí noche también. Sin que la compasión de los enamorados decidiera romper su idilio ni la dignidad del marginado le recomendase encerrarse en casa a espiar otras parejas.

A pesar de todo el tiempo que ha pasado, nunca me olvido de aquella lastimosa escena, que ocurrió durante todo el verano y una primera parte insignificante del otoño. La escena atraviesa a menudo mi recuerdo de improvisto, entonces esbozo una sonrisa, me lamento por aquél muchacho marginado, que no valía como mercancía para las cotizaciones en el amor, que seguramente siga solo, virginal, orgulloso, indigno; me lamento también por el héroe, dado que envejecerá, morirá y todos los placeres carnales de que ha gozado quedarán en nada, se resolverán en polvo; y me lamento, por supuesto, por aquella muchacha, que sufrirá la misma desgracia que su pareja de pecados en la adolescencia, con la diferencia de que para una muchacha el envejecimiento es peor, dado que un hombre no deja de ser leído abstractamente como hombre por envejecer, o al menos, no hasta que no envejece tanto que se arruga entero y los médicos le obligan a llevar pañales; pero una mujer sí deja de ser leída abstractamente como mujer si no al poco de pasar la adolescencia, sí al primer asomo sintomático del envejecimiento. 

He vuelto a encontrarme con los dos oponentes en algunas ocasiones, aunque no con ella, que era vecina mía y se mudó quién sabe a dónde un par de años después —razón por la cual escogían aquel portal para sus escarceos amorosos—, y mientras que el joven beneficiario por los dones de la belleza se mantiene estable ya al borde de la de treintena, con el típico deterioro de quien en su juventud ha sido bello sin poseer en ningún caso una notable perfección de las facciones en sus detalles más sustanciales, sino más bien por cierto carácter general —llega a suceder al contrario con algunos de quienes, con sexo indistinto, fueron considerados si no feos, sí mediocres durante su adolescencia, que en cuanto la abandonan los rasgos individuales que antes no destacaban se confabulan para proporcionar una bella imagen general que los vuelve atractivos durante toda su etapa adulta—; el pobre marginado se ha convertido en un treinteañero musculoso, con su antigua corta estatura ahora acentuada por el esfuerzo inútil de construir una imagen de masculinidad insostenible para cualquiera que mida menos de metro sesenta —evidencia en su caso únicamente de un fracaso sin dignidad, de ser caricaturesco, frígida abominación sin conciencia— con un mirar duro de esos que no se apartan ante la mirada del otro por un orgullo que funda una inseguridad espantosa. No por fortaleza espiritual, no por psicopatía, distracción o indolencia, sino por esa inseguridad paranoide que se vuelve simplemente hostil. 

No profundizo en la escena, sin embargo, demasiado, pues es siempre la misma imagen que me atraviesa el cráneo como si fueran aviones de papel que lanzase un crío inocente, que desde hace tiempo ya no me produce la inspiración de ningún pensamiento o reflexión, sólo un dolorcillo timorato y las ganas, quizá exageradas aunque no delirantes, de conseguir una máquina del tiempo, comprarme una pistola y tirotear a la tríada de adolescentes en mi portal. ¿Qué podría conseguir volviendo atrás en el tiempo, provocando una matanza que seguro saldría en el matinal de todos los medios de información visuales y escritos? “Adolescente ermitaño, con claros síntomas de desequilibrio mental precoz, asesina a tiros a trío amoroso”. Quizá conspirar contra mi propia lucidez, aniquilando así la infelicidad perpetua, la suspicacia eterna; pero, siendo honestos, ningún detalle nimio engendra lo que uno es: es uno el que se aferra al detalle para proporcionarse el bálsamo de una explicación que lo justifique, consuele y enorgullezca, haciéndolo creer lúcido por percatarse de un hilo clarísimo que atraviesa un mal clarísimo: el mal de la sociedad mercantilista: el mal del mundo: el mal de la misma existencia.  Si aquel muchacho hubiera sido un santo, sin duda lo habría podido llegar a admirar, pero anhelaba unos frutos que le estaban, por su intelecto mediocre y su fisonomía de nulo atractivo, completamente negados, imposibles. ¿Era un ser, podría decirse, no pensante? Una baratija, una mercancía humana indeseable sí que era. Porque tengo la certeza, o más que la certeza habría que decir la intuición razonable, de que cualquier ser pensante en su situación se habría retirado al celibato indiscutible o habría aniquilado su penosa existencia en un suicidio más que justificado; pero que en ningún caso se habría quedado ahí noche tras noche esperando en vano su turno… Imagino, por ir cerrando esta larguísima y pesadísima confesión amarga, que existen tres tipos de hombres: los caballeros que conquistan —que son en verdad los únicos que respetan el ideal de hombre—, las alimañas, que anhelan ser hombres y conquistar —que no son del todo hombres pero tampoco dejan de serlo— y los que miran de reojo a los otros dos, o los espían tras la mirilla de sus puertas y se ríen o lloran, que son mitad cavernícolas mitad astronautas y que más pronto que tarde llorarán por ser de los que se ríen o lloran, pero ni conquistan ni son capaces siquiera de hacer el esfuerzo por conquistar —no son hombres, sólo aberraciones en el exilio.

Es una gran pena que mi mejor y único  talento consista en el victimismo cínico. No el victimismo, con el cual uno puede manipular las emociones ajenas mientras se deleita con la certidumbre de una superioridad moral que los otros, seres nocivos, no pueden respetar; ni el cinismo, con el cual se logra trocar las emociones más profundas en caricaturas que no significan nada, mientras así uno puede fingir no creer en lo que en el fondo sí cree para evitarse de esta forma el disgusto, la decepción o la histeria y logra vivir con plenitud una vida de farsas redondas. El victimismo cínico, al contrario que el victimismo o que el cinismo, carece de utilidad alguna, no se dispone a ningún triunfo, sólo saborea amargamente la conciencia de una derrota inapelable. El victimismo cínico se parece al victimismo en el deleite, pero no pretende manipular las emociones, sino que se deleita en su incertidumbre, deleite agónico cabe añadir, pues sospecha que el ser más nocivo es él. Y se parece al cinismo en el gusto por la caricatura, por lo esperpéntico, pero vive en la decepción constante, se disgusta, es histérico: no es que finja no creer en lo que en el fondo sí cree, sino que no puede fingir verdaderamente nada, todos sus fingimientos son esbozos de fingimientos, todas sus caricaturas son conatos de caricaturas; lo que más destaca, en el victimista cínico, es su enorme torpeza tanto para lo uno como para lo otro, razón por la cual opera ambas condiciones en un único engendro homogéneo pero que se despedaza a cada paso que le concede su ridícula existencia: quien es bueno en una sola cosa, no prueba otra, si no es que es un poco imbécil, como resulta ser mi caso. En el fondo, al contrario que el victimista o el cínico, el victimista cínico es un artista, un artista del martirio que fracasa siempre en el sacrificio: egoísta malsano, santo perverso, nunca colocará ninguna sensibilidad por encima de la propia, no tanto por maldad como, quizás, por pura indolencia. El victimista cínico es, si cabe suponerle un único epíteto sustancial sobre todos los demás, sobre todo un escombro impotente.

jueves, 15 de noviembre de 2018

Diarios, de Pizarnik.

«La incapacidad de amar me ha de llevar a un conocimiento más o menos completo mí, a una individualidad fuerte y productiva; mi temperamento artístico crecerá considerablemente. Quizás haga una gran obra; quizás mi pluma explorará linderos desconocidos, quizás mi ave será gloriosa, quizás mi nombre tendrá su aureola, quizás mi muerte será mi nacimiento. Pero… ¿has de ser feliz algún día? ¿Has de sentir en tu alma el genuino reflejo de un amor pleno? ¿Ha de amarte alguien alguna vez? ¡No! ¡No! ¡Mil veces no! ¿Y tú habrás vivido, Alejandra? ¿Y tú? ¿Y tú?».

«Creo que mi aspecto físico es una de las razones por las que escribo: tal vez me creo fea y por ello mismo eximida del exiguo rol que toda muchacha soltera debe jugar antes de alcanzar un lugar en el mundo, un marido, una casa, hijos. Pero a veces, mirándome bien, veo lúcidamente que no soy nada fea y que mi cuerpo, aunque no intachable, es muy bello. Pero yo amo tanto la belleza que cualquier aproximación a ella, en tanto no sea su consumación perfecta, me enerva Y que mi rostro sea interesante no me consuela. Además me molesta mi carencia de edad visible: a veces me dan catorce años y a veces diez años más que la edad que tengo, lo que me angustia mucho no por miedo a la vejez ni a la muerte (las llamo a gritos) sino porque sé que necesito de un cuerpo adolescente para que mi mentalidad infantil no sienta la penosa impresión de ser una niña perdida dentro de un cuerpo maduro y ya afligido por el tiempo. Por eso mi perpetuo régimen alimenticio y mi forzada resistencia al alcohol —sé perfectamente que si no me suicido pronto, me daré a la bebida». 

«Me expulsa, me mantiene a distancia, me impide, me evita, me encadena, me hace danzar, me asola, me afea mi soledad, me corroe, me corrompe, me martiriza, me hace sufrir, padecer, llorar todo el día y gran parte de la noche. Y no lo sabe, y no se cree responsable y no quiere saber que sabe que en mí se venga de lo que no es».

«Esto de definir el mal, esto de definir. Esto de desesperar del lenguaje por culpa del maldito vicio de la definición. ¿Qué sé yo qué es el mal? ¿Es que me importa saberlo? No. Entonces... ¡Cómo me lleno de posesiones inútiles! Amistades inútiles, libros inútiles, nociones inútiles…Por más que lea a los santos, por más que trate de estilizar mi pensamiento hasta hacer de él una espiral o una flecha debo reconocer la verdad: mi sola preocupación es lo erótico. Y en este sentido soy una cobarde que no se oculta de serlo. Ir hasta el fondo de lo erótico es mi única necesidad, es tal que no la diferencio de mí. ¿Qué espero? Espero el milagro. Que los santos me concedan una buena frigidez. Pedirlo en honestas plegarias, hablar con sacerdotes. No. Es el miedo a mi madre».


El oficio de vivir, de Pavese

«La razón por la que las mujeres han sido siempre "amargas como la muerte", sentinas de vicios, pérfidas, Dalilas, etcétera, es, en el fondo, sólo ésta: el hombre eyacula siempre —si no es un eunuco— con cualquier mujer; mientras ellas llegan raramente al placer liberador y no con todos, y frecuentemente no con el adorado —precisamente porque es el adorado— y si llegan una vez no sueñan ya en otro. Por el deseo —legítimo— de ese placer están dispuestas a cometer cualquier iniquidad. Están obligadas a cometerla. Es lo trágico fundamental de la vida, y el hombre que eyacula demasiado rápidamente es mejor que no hubiese nacido. Es un defecto por el que vale la pena matarse».

«El verdadero raté (fracasado) no es aquel que no acierta  en las grandes cosas —¿quién no ha acertado nunca?— sino en las pequeñas. No llegar  a conservar un amigo, no satisfacer a una mujer; no ganarse la vida como cualquiera. Este es el raté más triste». 

«Que la vida es una lucha por la vida se ve bien en las relaciones sexuales de hombres y mujeres, donde, a pesar de todos los esfuerzos educadores del ideal caballeresco, a pesar de las exigencias sociales de conformismo y permanente resignación, a pesar de todo, es sacrosanto que se rechace al otro si no da el placer requerido y liberador».

«Ni desengaño ni celos me habían producido nunca este vértigo de la sangre. Hacía falta la impotencia, la convicción de que ninguna mujer disfruta un polvo conmigo, que no lo disfrutará jamás (somos lo que somos) y de ahí esta angustia. Si no otra cosa, puedo sufrir sin avergonzarme: mis penas no son ya de amor. Pero éste es verdaderamente el dolor que acogota todas las energías: si no se es hombre, si no se posee la potencia de ese miembro, si se debe pasar entre las mujeres sin poder pretende^ ¿cómo es posible hacerse fuerza y aguantar? ¿Hay un suicidio mejor justificado?».

sábado, 10 de noviembre de 2018

No me fío de los artistas que son guapos: es como si quisieran entrometerse en un asunto que no les concierne: son como las viejas morbosas metiendo sus narices en los asuntos ajenos. Siempre que veo a un artista que es guapo, más aún si además de guapo es un buen artista, pienso que es una especie de monstruo con ansias infinitas de fornicación. Si su físico le basta para reproducirse y multiplicarse cochinamente, saciando con ello sus necesidades de burdo placer y cariño social, ¿qué pretende con el arte? ¿demostrar que no es sólo un rostro agradable, un cuerpo que mordisquear, sino además un alma que sabe expresar los más elevados sentimientos y captar la belleza en el mundo? ¿No será, por el contrario, desechando con ello la premisa de toda su posible integridad, dado que siempre que se quiere alcanzar la verdad psicológica de cualquier individuo es recomendable ignorar que éste puede ser íntegro, y como se ha dicho, que es un acumulador de coños y de orgasmos, un contable de deseos, un capitalista de caricias y de besos, de éxtasis, corridas y amor banal, un acaudalado hombre prehistórico, incapaz de cualquier determinación por la más honrada y solidaria castidad artística? Un artista guapo y un artista guapo altruista son términos perfectamente contradictorios: precisamente lo que define al artista bello es su carencia total de escrúpulos, su hambre ansiosa por la acumulación de placeres sensuales y su egoísmo amargo y sin piedad.

Todo ello no es óbice, sin embargo, para disfrutar al buen artista, por bello que sea y envidias que despierte; pero cuando uno se encuentra, siendo feo, desagradable, digamos que repugnante, un poco apático e insociable, entre la competencia de dichos bellos artistas, se percata en seguida de la injusticia de los dones y de que, en terreno amoroso, no existe la patria: occidente, al expandirse, hizo que la competencia no sólo económica sino también sexual fuera cada día más feroz y sus resultados más elitistas.

Era sin duda más sencillo para el hombre común reproducirse en siglos pasados, no en las modernas ciudades cosmopolitas: uno encontraba su aldeana y sabía que se quedaría toda la vida con ella, dado que el hecho, quizá turbio, de que ninguno tuviera más opciones de encontrar una mejor oportunidad engendraba entre ambos un tácito pacto de no agresión o de resignación cobarde consensuada. Porque a pesar de las ideas de progreso, equidad, libre oportunidad o fraternidad, lo cierto es que este progreso sólo conllevó peores oportunidades a los feos; la liberación de la mujer es, también, el éxtasis del elitismo-clasismo y el martillazo final al viejo hombre ordinario: principio eugenésico y transgénico de la aniquilación de una subespecie de mandril: la higiene de todos los genocidios.

Es cierto, seamos honrados, que en el fondo nos lo merecemos, e incluso que nuestras protestas son mezquinas, fundadas como están en el hecho de creer que las mujeres deben continuar siendo nuestras mercancías, al hacer primar nuestros intereses sexuales sobre sus libertades. Y, no obstante, este clima es irrespirable: no podemos adaptarnos a un mundo tan desolador, que nos margina, aplasta y reduce a los aledaños de la civilización, desmoronando todo sentimiento de valía personal al condenar los deseos que aún nos exige satisfacer; por lo tanto, nos extinguiremos, huérfanos y sin descendencia, para que el mundo siga marchando hacia el infierno que quiera marchar –desde sus orígenes, el mundo humano no ha hecho otra cosa que rodar hacia el infierno. ¿Quién podría quejarse? En el futuro, quizá, los únicos aún con cierta lucidez para lamentarse serán los bellos artistas restantes, melancólicos y decadentes, a la caza de nuevas hembras a las que conquistar con un discurso nostálgico de los primates extintos. A ellos nos confiamos, para que nuestra voz no sea en vano, para que nuestra amargura y nuestra maquiavélica penumbra misógina jamás sea desaparecida. El germen de nuestra mediocridad está también en ellos, se quiera o no se quiera ver.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Una mujer con un abrigo verde se sienta a mí lado en el metro. ¡Menudo abrigo!, le digo. La mujer me observa confundida, apenas se gira para mirarme. Es un estupendo abrigo, se lo juro, sé que no es habitual irrumpir en el sueño solitario de un ser humano, en su evasión taciturna de las labores pendientes o arrastradas; que el pensamiento del trabajo nos atraviesa el cráneo, impidiendo concentración; y que la somnolencia desconcierta la inteligencia, irrita el ánimo e incita reacciones violentas contra las conversaciones que propician los desconocidos. Si además de todo ello uno sufre mal de amores, está enfermo o simplemente deprimido por no poder creer en Dios, pues menudo asco, comprendo perfectamente que me observe con malicia, con la mirada retorcida por el odio que le suscito, que deteste mis muecas, gestos y vaivenes mientras reprime los conatos de agresión que, sin duda, su mente comienza a deslizar en su imaginación; el anhelo es poderoso, más aún si cabe el anhelo de soltarle un tortazo a un imbécil, no se lo niego. Sin embargo, no me retracto. Su abrigo, que en principio parece no tener nada especial, es una perla. Una perla de mediocridad, si se quiere, pero no deja de ser por ello una perla. Lo importante, porque siempre que comienzo a parlotear me ando con rodeos estériles y nunca ceso en mi verborragia infame, es que gracias a su abrigo sobreviviré otro día más, que mereció la pena madrugar, ducharse, afeitarse, vestirse, desayunar, darle de comer al gato, empaparse bajo el sirimiri y tomar el tren rumbo al trabajo. Y encantado de sobrevivir, no es como cuando cualquier otra cosa te obliga a sobrevivir, pero a regañadientes. Lo cierto, lo único cierto es que su abrigo hace que los días en este pérfido planeta sean mejores. Es un abrigo común, lo acepto, ¡pero qué común! Jamás había visto un abrigo tan común, ni que ese ser común característico le hiciera tan extraordinario. Disculpe, en fin, si la he molestado, buena mujer. Cuando vi su abrigo, hará un par de minutos, en seguida un latido criminal de corazón me advirtió de que estaba ante algo inaudito, sublime. No sólo bello, sino además sublime. Su abrigo es, qué duda cabe, sublime: lo cotidiano sublime. No se preocupe, no pida socorro, que en seguida me bajo: esta es mi parada. Sólo quería que supiera, sólo quería que supiera... La inocencia no existe en el conocimiento, bien lo sé, pero tampoco puede uno negar los pequeños éxtasis místicos que le concede la existencia. Por favor, se lo ruego, ¡no deje nunca de ponerse este abrigo! Y menos por mi culpa, esto sería terrible. ¡Adiós, paciente mujer! ¡Adiós, abrigo! ¡Adiós! dijo con los ojos como platos el abrigo.

martes, 6 de noviembre de 2018

Respecto al sexo, existen dos tipos de seres desgraciados: los que pueden conseguir a todas las mujeres que desean, y los que no pueden conseguir a ninguna –esto es perfectamente válido para las mujeres, quizá en ellas la desgracia sea aún mayor, por motivos que sería largo detallar: por ahora, tómense esta proposición como un dogma de fe. Los primeros acaban sollozando entre su propia superficialidad y la superficialidad ajena: el amor termina no diferenciándose de ir al supermercado. No existe el alma humana: sólo los cuerpos anhelantes. Los segundos, no pueden evitar sentirse en sí seres rechazados, no sólo por las mujeres que se les niegan, sino por el mundo entero, pues eso significa que te rechace una mujer: la condena al Rechazo Universal. Es coherente pensar que si una mujer te rechaza, Dios también lo haría. «Uno no se mata por el amor de una mujer. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada» escribe un gran rechazado Cesare Pavese. Por último, aclarar que es inútil, además de un acto de vagancia intelectual, el pretender establecer con ello una jerarquía de la dignidad de los sufrimientos o de la desgracias. No obstante, me dan pena infinita los segundos, porque son las víctimas más elocuentes de la imposibilidad de seguir las máximas estoicas, en particular de la sabiduría de Epicteto; mientras que, los primeros, meramente son víctimas de las máximas pesimistas: ninguna sed se sacia y ningún amor perdura: el universo entero es una máquina eterna de reproducción. El pesimismo cósmico vale menos que cualquier nimia tragedia que nos suceda.

lunes, 5 de noviembre de 2018

Adiós a las armas, de Ernest Hemingway.

«Cuando los individuos se enfrentan con el mundo con tanto valor, el mundo sólo los puede doblegar matándolos. Y, naturalmente, los mata. El mundo quiebra a los individuos, y, en la mayoría, se les forma cal en el lugar de la fractura; pero a los que no quieren dejarse doblegar entonces, a éstos, el mundo los mata. Mata indistintamente a los muy buenos, y a los muy dulces, y a los muy valientes. Si usted no se encuentra entre éstos, también lo matará, pero en este caso tardará más tiempo».

domingo, 4 de noviembre de 2018

Ampliación del campo de batalla, de Michel Houellebecq.

«La noticia de su muerte no sorprendió del todo a nadie en la Asamblea Nacional; allí era conocido, sobre todo, por las dificultades que tenía para comprarse una cama. Había decidido la compra hacía meses; pero no conseguía concretar el proyecto. Por lo general, la gente contaba la anécdota con una leve sonrisa irónica; sin embargo no es cosa de risa; comprarse una cama, en nuestros días, presenta sin duda considerables dificultades, y hay motivos para llegar al suicidio. Para empezar hay que prever la entrega y por lo tanto, en general, tomarse medio día libre, con todos los problemas que eso conlleva. A veces los repartidores no aparecen, o bien no consiguen subir la cama por la escalera, y uno corre el riesgo de tener que pedir otra media jornada libre. Pero, entre todos los muebles, la cama plantea un problema especial y doloroso. Si uno no quiere perder el respeto del vendedor está obligado a comprar una cama doble, aunque no le vea la utilidad y tenga o no sitio para ponerla. Comprar una cama individual es confesar públicamente que uno no tiene vida sexual, y que no cree que la tendrá en un futuro ni cercano ni lejano (porque las camas, en nuestros días, duran mucho tiempo, mucho más que el periodo de garantía; es cosa de cinco, diez, incluso veinte años; es una seria inversión, que compromete prácticamente durante el resto de la vida; las camas duran, por termino medio, mucho más que los matrimonios, la gente lo sabe perfectamente). Incluso si compras una cama de 140 pasas por pequeño burgués mezquino y tacaño; a ojos de los vendedores, la cama de 160 es la única que vale la pena comprar; y entonces mereces su respeto, su consideración, incluso una ligera sonrisa de complicidad; sólo te dan estas cosas con la cama de 160». 
No todo es horrible en este mundo: basta cualquier porción insignificante de luz para acabar con la oscuridad. Y he aquí el horror insoportable: el más ínfimo consuelo nos es suficiente para marchar hacia adelante –e incluso si fuese posible hundirse en la noche, en la noche absoluta de la muerte, qué consuelos no hallaríamos, abrazados a penumbras y aguijones, como esqueletos penosos y lascivos, masturbándonos en el vacío. Amamos nuestra desgracia; tributamos nuestra soledad: por puro orgullo es que seguimos vivos.

sábado, 3 de noviembre de 2018

Me ha costado mucho esfuerzo, sacrificio y sufrimiento, largas jornadas nocturnas de observación científica llegar a comprender, o si no comprender, por lo menos aceptar, que a veces el microondas gira en sentido de las agujas del reloj y que otras veces gira en sentido contrario y que este hecho, que parece monstruoso, una anomalía apocalíptica, no significa nada. Que no cunda el pánico: la polaridad magnética de los campos terrestres sigue intacta. El Juicio Final tendrá que esperar. Podéis seguir enviando misivas románticas con vuestras palomas mensajeras, de cuya pérdida no me responsabilizo. Si no os responden, es porque no os quieren. A mí, en adelante, no me culpéis por vuestros desaires amorosos.
Admitámoslo: incluso feos, sosos, tontos, deprimentes y apáticos, a todos nos ha traicionado alguna vez la expectativa y el deseo de follar. «Uno puede dudar absolutamente de todo, afirmarse nihilista y sin embargo, caer enamorado como el más grande de los idiotas» escribió Cioran. Pero Cioran fue demasiado pijo como para escribir la palabra «follar». Es irónico: actualmente, casi nadie lee a Cioran más que para citarlo y conseguir follar. Con el tiempo, un escritor, por audaz que éste sea, se ve reducido a dos posibilidades: a convertirse en material de eslóganes publicitarios o a citas para conseguir follar. Y Cioran quizá sea acaso el escritor más fácil de citar en toda la historia de la literatura.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Houellebecq dice, no recuerdo en qué novela, que las mujeres más hermosas se entregan con frecuencia a los hombres más horribles no porque, en sí, busquen ese carácter malsano, ni siquiera por un factor biológico que imponga un atractivo por la dominación masculina sobre la femenina, sino porque los hombres malsanos son los únicos hombres lo suficientemente cínicos como para sentirse dignos de esa belleza que, ni moral ni estéticamente, merecen; mientras que los hombres más puros retroceden ante ella y se acobardan, considerándose indignos de sus dones —consideración que se demuestra a sí misma: basta considerarse indigno para realizarse indigno. Lo que el resentimiento de la debilidad masculina se negaría, en todo caso, a reconocer públicamente, bajo la excusa de una misoginia que se oculta en su propia exhibición, es lo siguiente: que el carácter malsano hace, en efecto, a unos hombres superiores sobre los otros, dado que esta superioridad sólo puede juzgarse y corroborarse pragmáticamente. Si los hombres débiles no sólo rehusasen, sino que sobre todo despreciasen honestamente, o más bien sintiesen honda indiferencia por los frutos libidinosos del placer carnal, entonces podría afirmarse una moral subyacente que implicase un gesto monacal de suprema dignidad; pero como resulta más bien que los hombres débiles no son tan indiferentes como meramente resentidos, puede afirmarse, sin caer en la chanza amarga, que quien deseándolo no folla es un ser inferior, por virtuoso que crea ser en cualquier otro sentido.

He pensado, a menudo, en irme a vivir a un contenedor de basura, alejado por fin del mito del trabajo que impone el sistema capitalista y de toda esperanza vital que pudiera excitar mis ilusiones, arroparme por las noches con el desperdicio y la infección, de las que me alimentaría como un parásito monstruoso. Cuando la policía quisiera sacarme de ahí, a causa de las múltiples denuncias del vecindario, que no querría tener a un Saturno goyesco paria y pordiosero comiéndose su basura, simplemente les gritaría: "LA MUGRE SÓLO SE ENTIENDE CON LA MUGRE. DEJADME VIVIR EN MI MUGRE". De ahí, supongo, al manicomio. Y en el manicomio extrañaré tanto mi basura... —Es facilísimo, es absoluta y demencialmente facilísimo enamorarse de la basura: ésta es mi única certeza. 
La gente que hace muchas cosas artísticas y pedantes del rollo "fotógrafo urbano, dibujante de novela gráfica, cineasta noir, poeta dadaísta, arquitecto modernista, compositor de música barroca, etc" todas las hace mal. Pero es mejor hace veinte cosas mal que poner toda tu fe en una sola cosa y también hacerla mal.