sábado, 10 de noviembre de 2018

No me fío de los artistas que son guapos: es como si quisieran entrometerse en un asunto que no les concierne: son como las viejas morbosas metiendo sus narices en los asuntos ajenos. Siempre que veo a un artista que es guapo, más aún si además de guapo es un buen artista, pienso que es una especie de monstruo con ansias infinitas de fornicación. Si su físico le basta para reproducirse y multiplicarse cochinamente, saciando con ello sus necesidades de burdo placer y cariño social, ¿qué pretende con el arte? ¿demostrar que no es sólo un rostro agradable, un cuerpo que mordisquear, sino además un alma que sabe expresar los más elevados sentimientos y captar la belleza en el mundo? ¿No será, por el contrario, desechando con ello la premisa de toda su posible integridad, dado que siempre que se quiere alcanzar la verdad psicológica de cualquier individuo es recomendable ignorar que éste puede ser íntegro, y como se ha dicho, que es un acumulador de coños y de orgasmos, un contable de deseos, un capitalista de caricias y de besos, de éxtasis, corridas y amor banal, un acaudalado hombre prehistórico, incapaz de cualquier determinación por la más honrada y solidaria castidad artística? Un artista guapo y un artista guapo altruista son términos perfectamente contradictorios: precisamente lo que define al artista bello es su carencia total de escrúpulos, su hambre ansiosa por la acumulación de placeres sensuales y su egoísmo amargo y sin piedad.

Todo ello no es óbice, sin embargo, para disfrutar al buen artista, por bello que sea y envidias que despierte; pero cuando uno se encuentra, siendo feo, desagradable, digamos que repugnante, un poco apático e insociable, entre la competencia de dichos bellos artistas, se percata en seguida de la injusticia de los dones y de que, en terreno amoroso, no existe la patria: occidente, al expandirse, hizo que la competencia no sólo económica sino también sexual fuera cada día más feroz y sus resultados más elitistas.

Era sin duda más sencillo para el hombre común reproducirse en siglos pasados, no en las modernas ciudades cosmopolitas: uno encontraba su aldeana y sabía que se quedaría toda la vida con ella, dado que el hecho, quizá turbio, de que ninguno tuviera más opciones de encontrar una mejor oportunidad engendraba entre ambos un tácito pacto de no agresión o de resignación cobarde consensuada. Porque a pesar de las ideas de progreso, equidad, libre oportunidad o fraternidad, lo cierto es que este progreso sólo conllevó peores oportunidades a los feos; la liberación de la mujer es, también, el éxtasis del elitismo-clasismo y el martillazo final al viejo hombre ordinario: principio eugenésico y transgénico de la aniquilación de una subespecie de mandril: la higiene de todos los genocidios.

Es cierto, seamos honrados, que en el fondo nos lo merecemos, e incluso que nuestras protestas son mezquinas, fundadas como están en el hecho de creer que las mujeres deben continuar siendo nuestras mercancías, al hacer primar nuestros intereses sexuales sobre sus libertades. Y, no obstante, este clima es irrespirable: no podemos adaptarnos a un mundo tan desolador, que nos margina, aplasta y reduce a los aledaños de la civilización, desmoronando todo sentimiento de valía personal al condenar los deseos que aún nos exige satisfacer; por lo tanto, nos extinguiremos, huérfanos y sin descendencia, para que el mundo siga marchando hacia el infierno que quiera marchar –desde sus orígenes, el mundo humano no ha hecho otra cosa que rodar hacia el infierno. ¿Quién podría quejarse? En el futuro, quizá, los únicos aún con cierta lucidez para lamentarse serán los bellos artistas restantes, melancólicos y decadentes, a la caza de nuevas hembras a las que conquistar con un discurso nostálgico de los primates extintos. A ellos nos confiamos, para que nuestra voz no sea en vano, para que nuestra amargura y nuestra maquiavélica penumbra misógina jamás sea desaparecida. El germen de nuestra mediocridad está también en ellos, se quiera o no se quiera ver.

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