miércoles, 7 de noviembre de 2018

Una mujer con un abrigo verde se sienta a mí lado en el metro. ¡Menudo abrigo!, le digo. La mujer me observa confundida, apenas se gira para mirarme. Es un estupendo abrigo, se lo juro, sé que no es habitual irrumpir en el sueño solitario de un ser humano, en su evasión taciturna de las labores pendientes o arrastradas; que el pensamiento del trabajo nos atraviesa el cráneo, impidiendo concentración; y que la somnolencia desconcierta la inteligencia, irrita el ánimo e incita reacciones violentas contra las conversaciones que propician los desconocidos. Si además de todo ello uno sufre mal de amores, está enfermo o simplemente deprimido por no poder creer en Dios, pues menudo asco, comprendo perfectamente que me observe con malicia, con la mirada retorcida por el odio que le suscito, que deteste mis muecas, gestos y vaivenes mientras reprime los conatos de agresión que, sin duda, su mente comienza a deslizar en su imaginación; el anhelo es poderoso, más aún si cabe el anhelo de soltarle un tortazo a un imbécil, no se lo niego. Sin embargo, no me retracto. Su abrigo, que en principio parece no tener nada especial, es una perla. Una perla de mediocridad, si se quiere, pero no deja de ser por ello una perla. Lo importante, porque siempre que comienzo a parlotear me ando con rodeos estériles y nunca ceso en mi verborragia infame, es que gracias a su abrigo sobreviviré otro día más, que mereció la pena madrugar, ducharse, afeitarse, vestirse, desayunar, darle de comer al gato, empaparse bajo el sirimiri y tomar el tren rumbo al trabajo. Y encantado de sobrevivir, no es como cuando cualquier otra cosa te obliga a sobrevivir, pero a regañadientes. Lo cierto, lo único cierto es que su abrigo hace que los días en este pérfido planeta sean mejores. Es un abrigo común, lo acepto, ¡pero qué común! Jamás había visto un abrigo tan común, ni que ese ser común característico le hiciera tan extraordinario. Disculpe, en fin, si la he molestado, buena mujer. Cuando vi su abrigo, hará un par de minutos, en seguida un latido criminal de corazón me advirtió de que estaba ante algo inaudito, sublime. No sólo bello, sino además sublime. Su abrigo es, qué duda cabe, sublime: lo cotidiano sublime. No se preocupe, no pida socorro, que en seguida me bajo: esta es mi parada. Sólo quería que supiera, sólo quería que supiera... La inocencia no existe en el conocimiento, bien lo sé, pero tampoco puede uno negar los pequeños éxtasis místicos que le concede la existencia. Por favor, se lo ruego, ¡no deje nunca de ponerse este abrigo! Y menos por mi culpa, esto sería terrible. ¡Adiós, paciente mujer! ¡Adiós, abrigo! ¡Adiós! dijo con los ojos como platos el abrigo.

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