domingo, 18 de noviembre de 2018

La mayoría de pesimistas y de nihilistas que conozco son viejos verdes, algunos incluso a los veinte años ya son viejos verdes. No es extraño: corresponden el rechazo sexual con amargura, para la cual, si son inteligentes, construyen todo un sistema filosófico y una visión estructural e ideológica del mundo que los ampare al tiempo que dignifica como mercancía valiosa para los juegos del cortejo. No importa el grado de su convencimiento ni la vehemencia o poética de sus expresiones, su estoicismo, su ascetismo, su desdén por el placer y los deleites carnales son consecuencia directa de un resentimiento profundo contra los cuerpos ajenos y la mirada del otro. Este sistema temperamental es, por decirlo de algún modo, dicotómico dentro de la simpleza de un cinismo urgente, pues recoge una frustración al tiempo que la alivia. 

Dice el poeta portugués Fernando Pessoa, tras afirmar la contundencia e hipocresía de su “gran culpa” —como dice la oración cristiana—:  «(...) el pesimismo es muchas veces un fenómeno de rechazo sexual. Así es, claramente, el de Leopardi y el de Antero. En esta construcción de un sistema sobre los fenómenos sexuales propios, no puedo evitar ver algo implacablemente grosero y vil».

La tipología sociológica del pesimista no es en exceso compleja, porque pocos tipos sociológicos son complejos, y ni siquiera es un asunto que amerite mucha más reflexión. La persona adulta, es decir, su visión del mundo —que rara vez es original, aún cuando lo parezca: basta escarbar un poco para encontrar en ella las ideas básicas y pobres que sustentan ideológicamente al resto de seres del entorno social— se engendra en las carencias, más bien que al contrario —así sucede con los pesimistas. Es decir, lo que llamamos “personalidad” no es la resistencia a la imposiciones disciplinarias culturales, o no del todo, sino más bien una respuesta “negativa” —en tanto ciega para sí misma— a las carencias del propio sujeto durante su infancia y adolescencia. Si un pesimista sugiere, por ejemplo, desagrado por la carne, sabed que ha follado o que le han amado poquísimo, pero que ha encontrado por fin su remedio: publicitarse como “indiferente”, como “asceta”, como “visionario de la nihilidad” en aras, como decíamos, de recoger en una visión coherente su frustración al tiempo que trata de aliviarla e imponerle un desenlace potable. La culpa, esa “gran culpa” no es exclusiva de los pesimistas, dado que es igualmente fácil ser optimista cuando se ha nacido bello y tenido muchas mujeres —lo que puede provocar un hastío pijo de la carne que obligue al sujeto a responder con una visión filosófica más idealista, en la búsqueda vana de una pureza que exhibe su propia impureza —. Somos mercancía idealizada, carne narcisista producida en serie, como pollos desplumados e indignos desplazándose sobre el transportador de banda esperando ansiosos la guillotina. 

Afirma dogmáticamente el poeta: «Hay algo de vil, de degradante, en esta transposición de nuestras penas a todo el universo; hay algo de sórdido egotismo en suponer que, o bien el universo está en nuestro interior, o bien somos una suerte de centro y síntesis, o símbolo, de él». Y también: «Contra la mayoría de las doctrinas filosóficas tengo la queja de que son simples; el hecho de que quieran explicar es prueba suficiente de ello, ya que explicar es simplificar». 

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