domingo, 2 de diciembre de 2018

Muchos hombres que parecen misóginos no son, en realidad, misóginos: conviene distinguir al verdadero misógino del que sólo quiere ser como Bukowski. ¿Y qué culpa tiene éste, si Bukowski era realmente un misógino? Probablemente ninguna culpa, más allá de la culpa por la necedad de cargar todo el peso de una obra en un único elemento constitutivo de la misma. Conviene insistir en este punto. 

Desconozco por qué nadie querría parecerse a Bukowski —ni siquiera Bukowski quería ser como Bukowski—. Una aberración alcohólica, escritor menor, pobre hasta los cincuenta, virgen hasta los veinticuatro, niño maltratado, obeso con marcas profundas de acné que sólo podía seducir a yonquis barriobajeras y discapacitadas. La única razón —razón majadera— para que alguien quiera ser como Bukowski, para implicarse en esa pose de poeta maldito misógino y decadente, es una idealización burda de la figura y de la obra de Bukowski, es creer que la obra de Bukowski es una imagen vacía que refleja una pretensión sin sustento. Es decir, que los imitadores de Bukowski son sus lectores más injustos, no tanto porque crean realmente que su obra es buena sino al contrario, porque creen que es mala —escogen lo peor de su obra y la reducen a un gesto ridículo que idealizan. Porque al igual que seguir a Nietzsche significa no haber comprendido a Nietzsche, imitar a Bukowski sólo en la medida de este esfuerzo de poeta maldito significa no haber comprendido a Bukowski.

Puede que la obra de Bukowski sea una obra menor, pero es una obra que suscita —a mi juicio— un interés más astuto del que la gran mayoría de sus imitadores pretende. La obra de Bukowski no es interesante por este gesto vacío que se le presupone, sino por todo aquello que engendra aquel gesto, es decir, por la propia necesidad de fuga hacia los márgenes que implica su literatura y, en consecuencia, la agudeza —expresada burda pero eficazmente— que representa. Escribe el propio Bukowski: «A los esclavos nunca se les paga tanto como para que se liberen, sino apenas lo necesario para que sobrevivan y regresen a trabajar. Yo podía verlo. ¿Por qué ellos no? Me di cuenta de que la banca del parque era igual de buena, que ser cantinero era igual de bueno. ¿Por qué no estar primero aquí antes de que me pusiera allá? ¿Por qué esperar?». 

Y en la misma carta contra el trabajo que le escribe en 1986 a su primer editor dice: «Lo que duele es la pérdida constante de humanidad en aquellos que pelean para mantener trabajos que no quieren pero temen una alternativa peor. Pasa, simplemente, que las personas se vacían. Son cuerpos con mentes temerosas y obedientes. El color abandona sus ojos. La voz se afea. Y el cuerpo. El cabello. Las uñas. Los zapatos. Todo». No cuesta absolutamente nada encontrar aquí un paralelismo con la doctrina de Marx sobre la enajenación del trabajo, que expresa de la siguiente forma en sus Manuscritos de 1844: «El obrero es más pobre cuanta más riqueza produce, cuanto más crece su producción en potencia y en volumen. El trabajador se convierte en una mercancía tanto más barata cuantas más mercancías produce. La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas. El trabajo no sólo produce mercancías; se produce también a sí mismo y al obrero como mercancía, y justamente en la proporción en que produce mercancías en general.

(...) Hasta tal punto aparece la realización del trabajo como desrealización del trabajador, que éste es desrealizado hasta llegar a la muerte por inanición. La objetivación aparece hasta tal punto como perdida del objeto que el trabajador se ve privado de los objetos más necesarios no sólo para la vida, sino incluso para el trabajo. Es más, el trabajo mismo se convierte en un objeto del que el trabajador sólo puede apoderarse con el mayor esfuerzo y las más extraordinarias interrupciones. La apropiación del objeto aparece en tal medida como extrañamiento, que cuantos más objetos produce el trabajador, tantos menos alcanza a poseer y tanto mas sujeto queda a la dominación de su producto, es decir, del capital».

No se puede leer a Bukowski fuera de su misoginia, porque ésta no es únicamente circunstancial en su obra, pero ni mucho menos puede leerse a Bukowski fuera de esta crítica que realiza conscientemente sobre el capital. Bukowski pudo escribir su obra, en primer lugar, no porque se emborrachase en exceso, porque fornicase de vez en cuando, porque apostase en hipódromos o se vomitase encima un par de veces a la semana. Bukowski pudo escribir su obra porque fue, ante todo, un desgraciado, un paria, un humilde desarraigado ajeno a la felicidad de este mundo. Un desgraciado consciente de las ataduras que sus circunstancias políticas le imponían. Y no meramente un poeta maldito reducido a gestos vacuos.

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