martes, 25 de diciembre de 2018

Me pregunto por qué mi hermano no tiene ningún deseo de ver vídeos de tortura animal y yo, que no sufro menos a causa de ellos, no puedo siquiera desear dejar de hacerlo. Debe de haber un ánimo contemplativo que nos diferencie, o acaso sea la simple curiosidad que, como bien dicen, mato al gato. Mi hermano aparta la vista, se retuerce, finge normalidad, se pone un poco serio, de pronto quiere hablar. Mientras sonrío, porque me da un poco de risa su reacción ante la pantalla de mi móvil, que en ese momento reproduce la muerte de un gatito por su dueño, que lo patea en el suelo como si fuera un saco de excrementos. La perversidad exige comprensión: es su única exigencia. Otra cosa es que, en el fondo, uno experimente cierto sórdido placer con su propio sufrimiento, lo que también es probable. Y el propio sufrimiento que nos causa reconforta: uno sabe así que no es un monstruo (o eso desea creer: quizá sólo sea un monstruo sofisticado, que es la peor monstruosidad posible).

Mi hermano distrae su sensibilidad mediante una conversación secundaria en torno a las consecuencias legales de aquella grabación; yo probablemente la distraiga haciéndole sufrir a él la visión de aquella atrocidad, es decir, divirtiéndome a su costa. Es posible que, en mi inconformismo e iconoclastia, sólo quisiera estropearle la nochebuena a alguien. O más posible aún: que mi hermano sea como un gatito al que maltratar. ¿Puedo decir que no comprendo, en absoluto, al muchacho de aquel vídeo? No es sólo mi dieta carnívora, porque a fin de cuentas, uno no come carne porque experimente placer directamente a través del sufrimiento animal, sino al contrario, a pesar de este sufrimiento que evade estratégicamente como puede; ni tampoco que el sentimiento de repulsa que  me ocasionan estos vídeos sea deshonesto. Pero todos sentimos un poco de placer con la desgracia ajena, más aún si cabe si podemos ser el agente causal de esta desgracia: qué todopoderosos podemos llegar a ser, en comparación con el espíritu arruinado del prójimo al que pisoteamos. Este sentimiento es vergonzoso: un poder meramente basado en rebajar al prójimo es ilusorio, porque nuestra altura espiritual no ha variado un ápice con ello, es como una droga que le hiciera sentirse a un leproso heredero al trono de Dinamarca, o como una psicosis. El poder, el auténtico poder, no puede basarse tanto en pisotear al prójimo, esto es, en demostrar sus límites, en exhibir sus debilidades y hundirle a propósito de ellas, como en obligarle a trascenderlas, superando con ello nuestra propia inmunda bestialidad: no hay placer sádico que no sea un vicio nefasto —y hablo aquí como moralista. Es complejo, en todo caso, todo esto es demasiado complejo...