sábado, 24 de septiembre de 2022

Hasta la muerte de un niño puede ser muy satisfactoria si el niño era malvado. La muerte de un viejo, sin embargo, y por depravado y perverso que fuera, nunca nos satisface: la muerte de un viejo representa únicamente el símbolo de nuestra propia mortalidad inapelable, de nuestra corrupción material y desintegración compositiva ilimitada. Es imposible hallar en la muerte de un viejo pruebas de esas leyes morales, cierta consolación por un orden moral en el mundo, con que quisiéramos ver compensados, a través del castigo a los injustos, nuestras penas y agravios.

El viejo ha muerto con una deuda moral que jamás pagará. Sus víctimas no obtendrán más que frustración y desamparo. Sus cenizas son calderilla en comparación con el oro de las humillaciones que querrían causarle.