miércoles, 27 de septiembre de 2023

MUERTE DE DIÓGENES

A Diógenes de Sinope, el filósofo apodado ‘el perro’ por sus hábitos impúdicos e incivilizados, le visitó un día el gran emperador macedonio Alejandro Magno, según cuenta el otro Diógenes famoso, el historiador de Laerte, ciudad de Cilicia, en su obra doxográfica “Vida, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres”. Alejandro, el célebre y admirado conquistador, le tomó por un simple charlatán mientras Diógenes tomaba el sol en Corinto, tras haber dado una conferencia. Queriendo Alejandro dárselas de humilde ante su escolta, pero habiendo escuchado rumores acerca de aquel excéntrico vagabundo y su filosofía del desprendimiento, le dijo a Diógenes que podía pedirle lo que quisiera, pues él era el Gran Alejandro Magno, Rey de los macedonios y próximo Emperador del Mundo, y no había nada que no pudiera concederle.

Diógenes, sin embargo, quedó molesto porque Alejandro, plantado frente a él, le estuviera quitando el sol y arrojando su sombra contra su carne, así que le respondió lo siguiente: “Quiero que me respondas lo siguiente: ¿serías capaz de distinguir los huesos de tu padre de los de cualquier esclavo?”. El séquito de Alejandro enmudeció tembloroso y empalidecido, desenfundó sus espadas y amenazó a Diógenes de muerte, pero Alejandro, que había sido alumno de Aristóteles y conocía de la frivolidad retórica de los filósofos, de su gusto por las verdades rimbombantes y las sentencias dolorosas, les ordenó calmarse y guardar sus espadas para otra ocasión. Fue así que le prometió a Diógenes lo siguiente: “un día he de morir, como murió mi padre y como tú mismo morirás, pero tarde o temprano he de renacer y, cuando lo haga, no conquistaré ciudades, sino almas”. 

Dicen que Diógenes, por primera vez en su vida, sintió pavor ante un ser humano, de modo que para quitárselo de encima le pidió que le devolviera la sombra que le había despojado. Alejandro, complacido y ante el asombro de sus hombres, que no entendían por qué consentía que un vagabundo le hablara de aquel modo, subió a su caballo, que como todo el mundo sabe se llamaba Bucéfalo, y marchó junto a su ejército a la conquista de otra ciudad. Mientras marchaban, Diógenes pensó de aquel hombre que seguramente tenía en mente algo muy superior a ser filósofo. 

Unos pocos años después, cuando Alejandro había conquistado ya la mitad del mundo, Diógenes murió ajusticiado por falsificar monedas, artesanía aprendida de su padre y que había perfeccionado al punto que sus monedas falsas valían más que las originales: influenciado por la amenaza que le hubiera hecho el macedonio años atrás, trató de hacer trascender la moneda en algo superior, aunque le decepcionó comprobar que su utilidad seguía siendo la misma: comprar y vender hombres. ¿Podía reducirse el valor de las almas a eso mismo?

Su condena por falsificar monedas consistió en comerse un pulpo vivo, condena que él mismo exigió como pena capital para burlar a sus opresores con una última boutade y que, naturalmente, le causó la muerte al remover el pulpo con sus tentáculos todos los órganos internos del perro. Su agonía duró seis días, seis días de ladridos furiosos y desencantados, descansando al séptimo, y lamentando simplemente que el pulpo le sobreviviera, pues se había tomado aquella condena como una pelea a muerte entre el pulpo y el perro. Cuando al fin murió, unos médicos abrieron su cadáver, sacaron al pulpo aún vivo de sus tripas y lo echaron de regreso al mar, donde cabe imaginar que predicó sus experiencias en las tripas de un pordiosero a lo largo y ancho del mediterráneo, ante el asombro del resto de la vida marina.