jueves, 28 de marzo de 2019

La hegemonía ideológica (aunque no puede existir una auténtica hegemonía ideológica en el sentido de la ideología como “grupúsculo”: cada grupo existe en la medida en que opone sus fuerzas a un “igual”) siempre es cambiante, varía de un punto a otro, al igual que las modas (porque la “ideología” así comprendida es un pensamiento como bien de consumo: un “producto” que no sólo vuelves tuyo, si no que te vuelves tú mismo: tu definición, tu distancia con el otro, tu identidad: una capa torticera de enajenamiento). Lo que no varía un ápice, independientemente de quién lleve la batuta de los grupúsculos, es el conjunto súper e infra-estructura marxista, o el estatus quo. La ideología grupuscular no es nunca ideología “revolucionaria”, “extremista”, “disidente”, “insurgente”, etc., porque lleva atada e inserta en sí diluciones venenosas de ideología dominante. La ideología “grupuscular” es una expresión super-estructural  de la infra-estructura, que es la ideología dominante. Cabe preguntarse, a este respecto, si es posible un verdadero pensamiento “revolucionario”. ¿Puede un pensamiento, que nace de una infra-estructura dada, oponerse a ella, exigir sus propias condiciones? Si la contradicción es necesaria para el desarrollo histórico, ¿existe una forma legítima de escapar de este bucle, o debe reconocerse primero la necesidad de sus leyes, para urdir desde ahí nuevas posibilidades, es decir, truncar el punto de partida? O dicho de otro modo, ¿por qué tomarse la molestia de hacer nada, si lo que debe ser será? Medida o límite del quehacer, el hombre no puede sino asentarse, es decir, desplazarse a través de un suelo con su sustrato típico de escombros. ¿Debe el hombre, entonces, ser lombriz o ser buitre?  ¿Féretro o satélite...?

miércoles, 13 de marzo de 2019

El ocaso de los ídolos, de Friedrich Nietzsche.

«¿En qué puede consistir exclusivamente nuestra doctrina? En que nadie concede al hombre sus cualidades, ni Dios, ni la sociedad, ni sus padres y antepasados, ni él mismo. (La idea absurda que rechazamos aquí fue expuesta por Kant en términos de "libertad inteligible", y quizá también por Platón). Nadie es responsable de existir, de estar constituido de uno u otro modo, de encontrarse en estas circunstancias, en este medio ambiente. La fatalidad de su existencia no puede desvincularse de la fatalidad de todo lo que ha sido y de todo lo que será. No es la consecuencia de una intención que le sea propia, de una voluntad, de una finalidad; no se ha intentado alcanzar con él un "ideal de hombre" o un "ideal de felicidad" o un "ideal de moralidad"; es absurdo tratar de encaminar su ser hacia un fin cualquiera. Ha sido el hombre quien ha inventado la idea de fin, pues en la realidad no hay finalidad alguna... Somos necesarios, un fragmento de la fatalidad; formamos parte del todo, somos en el todo; no hay nada que pueda juzgar, medir, comparar y condenar nuestra existencia, pues ello equivaldría a juzgar, medir, comparar y condenar el todo. Ahora bien, no hay nada fuera del todo. La única gran liberación consiste en no responsabilizar a nadie, en no poder atribuir el modo de ser a una causa primera, en que el mundo no sea una unidad ni como sensorio ni como "espíritu"; sólo así se restablece nuevamente la inocencia del devenir. La idea de Dios ha sido hasta ahora la gran objeción contra la existencia. Nosotros negamos a Dios, y, al hacerlo, negamos la responsabilidad; sólo así redimimos el mundo». 

viernes, 1 de marzo de 2019

No se deja de escribir porque nos creamos mediocres, al contrario, cierta dosis en la creencia de ser un mediocre es necesaria para escribir: existe una aceptación dolorosa de la mediocridad como incentivo a la creación, que admite grados diferentes. Se “crea” porque se ansía, en parte, la validación social de la prueba por la creación. Al mismo tiempo, la creencia de la propia mediocridad debe ser, cuanto menos, comedida, porque de otra forma la vida sería imposible –que no intolerable.

Uno debe creerse un poco mediocre, quizá no mucho, en cuanto que ese “ser” un mediocre esquiva, por sometimiento al dato, la intensa realidad de la mediocridad vívida, experimentada: uno puede creer que “es” un mediocre sin experimentar jamás la sensación sepultada de la mediocridad: esta sensación es de impotencia, pero la impotencia no engendra nada, con lo cual los momentos de lucidez, de auténtica lucidez acerca de la propia mediocridad –lucidez que implicaría una conciencia sumisa de la mediocridad– son completamente improductivos, infértiles, y sólo cuando uno esquiva este sentimiento, esta inapelable certeza, para reducirla a la mera hipótesis, más o menos convincente, de que se es un mediocre, es cuando se puede escribir: escribir sería esta rebelión contra la propia mediocridad, pero rebelión que sería imposible si uno se rebelase realmente: lo que necesitamos, para poder escribir, es la impostura, es apartar la conciencia exacta de la mediocridad: se necesita ser un poco estúpido para poder escribir, obligarse a uno mismo a ignorar ciertas cosas.

¿Cómo podría escribir ahora este texto, si en el fondo, una ínfima parte de mí no creyera estar haciendo algo notable, sensacional o simplemente potable? ¿Y cómo podría publicarlo, si no fuera por amor propio, es decir, porque he logrado estafar mi lucidez, porque me he vuelto un poco más tonto? Porque expresar la necesidad de haberme vuelto más tonto no significa el hundimiento en la comprensión de lo que esa tontería significa: únicamente significa que puedo saber algo sin vivirlo. Escribimos para olvidar: olvidar que somos unos inútiles.

Jesús, aun en su implícito sentimiento de vanidad, jamás escribió nada: estaba seguro de ser Dios. Fueron otros hombres los que, traicionando su labor, violentando su obra, escribieron sus memorias... Cuanto más seguro está un hombre de sí mismo, menos escribe. Pero cuanto más seguro nos parece un hombre, más lo admiramos, y más imposible se nos hace no volvernos proselitistas de su ridícula grandeza.