jueves, 28 de marzo de 2019

La hegemonía ideológica (aunque no puede existir una auténtica hegemonía ideológica en el sentido de la ideología como “grupúsculo”: cada grupo existe en la medida en que opone sus fuerzas a un “igual”) siempre es cambiante, varía de un punto a otro, al igual que las modas (porque la “ideología” así comprendida es un pensamiento como bien de consumo: un “producto” que no sólo vuelves tuyo, si no que te vuelves tú mismo: tu definición, tu distancia con el otro, tu identidad: una capa torticera de enajenamiento). Lo que no varía un ápice, independientemente de quién lleve la batuta de los grupúsculos, es el conjunto súper e infra-estructura marxista, o el estatus quo. La ideología grupuscular no es nunca ideología “revolucionaria”, “extremista”, “disidente”, “insurgente”, etc., porque lleva atada e inserta en sí diluciones venenosas de ideología dominante. La ideología “grupuscular” es una expresión super-estructural  de la infra-estructura, que es la ideología dominante. Cabe preguntarse, a este respecto, si es posible un verdadero pensamiento “revolucionario”. ¿Puede un pensamiento, que nace de una infra-estructura dada, oponerse a ella, exigir sus propias condiciones? Si la contradicción es necesaria para el desarrollo histórico, ¿existe una forma legítima de escapar de este bucle, o debe reconocerse primero la necesidad de sus leyes, para urdir desde ahí nuevas posibilidades, es decir, truncar el punto de partida? O dicho de otro modo, ¿por qué tomarse la molestia de hacer nada, si lo que debe ser será? Medida o límite del quehacer, el hombre no puede sino asentarse, es decir, desplazarse a través de un suelo con su sustrato típico de escombros. ¿Debe el hombre, entonces, ser lombriz o ser buitre?  ¿Féretro o satélite...?

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