Al triunfador se le reconoce en seguida. Sólo un triunfador sabe llevar su absoluta ceguera sobre el sinsentido de manera que parezca que es, al contrario, un hombre respetable, decente, fortalecido, dignísimo, un espíritu elevado. El corazón hinchado de orgullo, manos rapaces, mirada fija e inquieta sobre sus objetivos, capaz de ir en traje a hacerse un electrocardiograma a un hospital público para que el resto de la masa de la perdición no suponga jamás que están al mismo nivel y que pueden establecer con él una relación entre iguales: podéis hablarme, pero sólo si primero os arrodilláis ante mí. Respeto al feminismo que dice «no queremos libertad para esclavizar». ¡Eso, eso! Paridad de género entre los triunfadores no, dios mío, que eso sería el doble de imbéciles poblando nuestras calles… En cualquier caso, es perfectamente posible no tener un solo duro y sentirse un triunfador: esa pija pedantería no es tan infrecuente como pueda parecer; al contrario, es frecuentísima, se percibe todos los días: cada perdedor tiene un poco de triunfador arruinado. Después de todo, la gran mayoría de los “triunfadores” son asalariados arribistas con unos pocos privilegios económicos que exhiben sin pudor; o “emprendedores” inútiles que arruinan todo lo que tocan, "innovadores" tullidos incapaces de sostener sus empresas más de una semana sin exigir a sus trabajadores que se sacrifiquen por ellos. En el trabajo, decía Marx, el trabajador no se afirma, sino que se niega, mortifica su cuerpo y arruina su espíritu...
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