Existe una constante de resentimiento en la crítica al consumo de las sustancias psicoactivas, más específicamente hacia el alcohol, entre las naturalezas melodramáticas o tendentes a las histerias o enajenamientos, que necesitan reprimir su cólera o la expresión desvergonzada de sus desdichas a través de restringirse la toma de sustancias que puedan avivar sus emociones más disimuladas y por lo tanto mejor enterradas. Lo que se teme es el afloramiento de la “mentira”.
En el escrito “Ecce Homo”, el pensador Friedrich Nietzsche, que a lo largo de toda su obra esboza críticas hacia el consumo del alcohol, escribe: «Las bebidas alcohólicas me resultan perjudiciales; un solo vaso de vino o de cerveza al día basta para hacer de mi vida un "valle de lágrimas"». Más adelante insiste «(...) no sabría aconsejar nunca con bastante seriedad la completa abstención de bebidas alcohólicas a todas las naturalezas de espiritualidad superior. El agua basta». A estas naturalezas que, como es el caso de Nietzsche, el alcohol perjudica más notoriamente en su capacidad, como decíamos, de reprimir sus emociones más bochornosas o conflictivas, no les basta sin embargo con refrenar sus dietas, lo cual es a mi juicio mero asunto del pragmatismo cuando uno logra admitir que cierta sustancia le induce al “error”, al “pecado”, al “ridículo”, etc., sino que necesitan imponer sus restricciones a los demás, bajo argumentos éticos o políticos solo superficialmente escogidos, por la razón de que la debilidad no tolera verse desnudada en los goces ajenos que ella tiene para sí prohibidos como consecuencia de una restricción que, de nuevo a juicio mío, debería ser motivo de orgullo, no de vergüenza.
Hablar, por ejemplo y con toda veracidad, de la imposición social en ciertos contextos del consumo del alcohol, sólo trascendería el berrinche inane bajo el presupuesto de que el “amotinado” no esté escamoteando su resentimiento por la oposición hacia un “mal” que sólo rechaza en la medida en que individualmente le perjudica. A mí, por ejemplo, me hace bien beber…, más allá de la salud –el totalitarismo también domina a través de la higiene: el borracho, aun en todo su embotamiento o estupidez, es menos cómplice del sistema que el proselitista abstemio– y de ciertos rasgos de paranoia que afloran en momentos de gran embriaguez –evito fumar hierba precisamente porque excita con demasiada profundidad esta insana inclinación mía– lo cierto, es decir, lo espantoso, egoísta o terriblemente cierto es que emborracharse me resulta un gran placer.
Nietzsche por otra parte era un gran mentiroso, esto lo sabe todo el mundo que estudie mínimamente su obra o conozca su biografía. Ni él se creía a sí mismo. Nietzsche era un hombrecillo psicótico, maniático, engreído pero mortalmente vulnerable a toda clase de suspicacias, sensibilidades, desengaños… Ninguna conciencia política elevada podrá cambiar jamás este hecho: que a mí emborracharme me resulta un ejercicio interesantísimo, una aventura a través de forzar los límites de mi conciencia: no una simple evasión, sino ante todo un atrevimiento, un coqueteo con el abismo: la droga es tanto evasión como juego. Y así como se aduce siempre el testimonio diabólico de algún pobre chiquillo con esquizofrenia a causa de las drogas, aduciré en este escrito a mi propio placer, del cual no me retractaré jamás: hago constar, en una nueva reiteración si se quiere perversa, que emborracharse moderadamente es lo mejor que me ha pasado jamás.
1 comentario:
Cuánta verborrea
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