Todos tenemos un Ídolo. Tócale a un hombre su ídolo, verás como todo su buen humor, su equidistancia o su indiferencia se verán en seguida arruinadas, y en su rostro se leerá el rastro bochornoso de la cólera o la condescendencia. No importa si su ídolo es Dios, el ego o la nada. Incluso el indeciso, cuando en sus accesos furibundos rompe con sus ídolos, sólo lo hace para conquistarlos de nuevo: es fiel a la conquista o al desamor. No duda de su desdén, a partir de cual se sitúa soberano destructor de los ídolos ajenos –ídolo superficial y casi impúdico.
Todos tenemos un ídolo. Pero la gracia del ídolo está, precisamente, en que nadie se libra del suyo; y quizá sea posible medir la profundidad de una inteligencia en función de lo recóndito de sus ídolos. Aunque todos nos sorprendemos a veces de la claridad del ídolo de una inteligencia que otrora habíamos considerado profunda...
Escribe Cioran: «Husmead en vuestras admiraciones, escrutad a los beneficiarios de vuestro culto y a los que se aprovechan de vuestros abandonos: bajo sus pensamientos más desinteresados descubriréis el amor propio, el aguijón de la gloria, la sed de dominio y de poder».
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