lunes, 29 de agosto de 2016

Puesto que implica tergiversar personalidad propia e intereses, seducir es manipular. Pero, no obstante, luego de aceptar este punto, nos encontramos irremediablemente con el siguiente hecho que no podemos despreciar: que es casi imposible follar sin que medie al principio ningún tipo de seducción. Pocos hombres son lo suficientemente atractivos o interesantes como para que sin ningún tipo de esfuerzo las mujeres deseen acostarse con ellos, de modo que aquél que busque satisfacer sus deseos sexuales pero descarte la seducción como herramienta para sus fines se encontrará con este frustrante dilema: que follará poquísimo. El hombre honesto, desinteresado, no es en sí atractivo: se halla condenado a la fe en el onanismo o a saber venderse, si no es tan honesto, como el producto ventajoso que en realidad no es. En cambio, estos escasos hombres que aventajan en atractivo al resto gozan de una situación privilegiada dentro de las relaciones de tipo mercantilista que establecemos. No se puede ignorar lo que esconde esta lógica dentro de un sistema patriarcal: que vemos a las mujeres como objetos para satisfacer nuestros anhelos, volcar en ellas los tristes y repugnantes fluidos que poseemos. Pero seducir es saber venderse, como decíamos, y si uno para seducir necesita primero deshumanizar a la otra persona ¿no se está deshumanizando antes a sí mismo? Se está presentado él mismo como producto sabiendo que debe rebajarse a objeto para conseguir resultar seleccionado en el caprichoso juego del apareamiento: la transformación en mercancía es, finalmente, bilateral.

Seducir es, ante todo, y en consecuencia con lo anterior, rebajarse, arrastrarse, afirmar tu indignidad. Y no rebajarse de una manera en que lo único que se pierde es el orgullo, sino también, y sobre todo, la posibilidad de tener una relación más honesta con la otra persona. El problema de toda esta de visión es que, en su contexto, tiene razón: pues somos genes que buscan reproducirse en las mejores condiciones posibles, máquinas biológicas programadas para la reproducción. Por lo tanto, no es tan fácil de derrotar, y aquel que pretenda hacerlo desde las condiciones de inferioridad en que se encuentra ¿qué mensaje está mandado? Pues aunque sea válido que considere injustas, en tanto que le perjudican, las premisas aceptadas, en ello existe un aspecto algo irrisorio que nos provoca hilaridad y que no podemos dejar de despreciar. ¿Y aquel ser dotado con la suerte de un atractivo descomunal? Pues éste no tiene derecho, desde su posición privilegiada, a decidir qué deben o no deben hacer los demás para saciar sus deseos, a su juicio, de manera moral; y sólo le queda, pues, callar.

miércoles, 20 de julio de 2016

Nunca he tenido relaciones conflictivas, envidiosas ni celosas con ningún escritor, no al menos por mi parte ni tampoco con un escritor al que considerase digno de atención; generalmente al contrario, la simpatía fue mutua, instantánea e irrevocable (aún cuando no me interesan demasiado las relaciones sociales, o quizá por esto mismo: no permito que nos conozcamos lo suficiente como para enemistarnos). Pero también es cierto que casi todos estos escritores a los que menciono tienen un punto de escepticismo sobre su habilidad, algún trauma que mina su confianza, y sospecho que me resultaría difícil soportar a un absoluto vanidoso, engreído o petulante. Por lo demás, no es inhabitual encontrar a este tipo de escritores necesitados de reconocimiento y de poder o simplemente preocupados por encajar en la farándula literaria entrar en disputas egocéntricas, victimistas o envidiosas con otros escritores similares, tratarse con desprecio disimulado, traiciones, chismorreos o simplemente ignorarse mutuamente. Supongo que no es sólo que nosotros no tengamos ninguna ambición, porque evidentemente las tenemos, sino que nuestras ambiciones no tienen tanto que ver con el reconocimiento o directamente la popularidad, sino con el talento, con lo cual ahí uno está solo con su capacidad de aprendizaje, no tiene necesidad de competir con nadie, sencillamente pelea consigo mismo, con la propia aceptación de sus escritos o con la perfección de los mismos. Yo entiendo perfectamente a quien cree no tener mucho talento (o no cree tener ninguno) pero aún así no puede dejar de escribir, porque ni siquiera es que uno no pueda dejar de escribir, nadie se muere de un ictus hemorrágico por dejar de escribir, sucede simplemente que la vida resulta un poco más gris, fofa, superflua, aburrida... sin nuestro pasatiempo favorito, que es la literatura. ¿Por qué uno debería dejar de escribir, o de vivir, simplemente porque carezca de razones para continuar haciéndolo? (La pregunta, no obstante, esconde un trampa: quien juzga nuestras razones para escribir siempre es otro, un otro que juzga desde sus propias expectativas o necesidades, que pueden ser distintas a las nuestras o totalmente contradictorias). Luego están, en consecuencia, aquellos que se limitan a desarrollar de vez en cuando pequeños escritos, a quienes se les nota un poco esa falta de práctica, por los cuales es natural sentir cierta ternura menos paternalista que llena de admiración, la misma ternura que sentimos por los dibujos de los niños, sea el niño un genio o no; y si resulta que el niño realmente no es un genio uno no llega y le dice al niño que sólo quiere disfrutar de sus dibujos en paz que es un inútil y que mejor se dedique a otra cosa, porque aunque amargar las ambiciones de las personas petulantes tiene su gracia, qué duda cabe, amargar los sueños de los inocentes no me produce ningún placer ni beneficio, uno sólo le amarga los sueños (o más que los sueños, de los que carecen,  deberíamos decir sus momentos de paz) a los inocentes cuando él mismo es uno de esos escritores ambiciosos necesitados de reconocimiento, que harían cualquier cosa por el mismo y que no soportan, porque se sienten con ello enfrentados a sí mismos, la clara visión de sus mediocridades, ridiculeces y arribismos: lo que no soportan es la contemplación de una literatura que los supera por completo. Por eso quizá, a veces, también la tomen con nosotros, los que no somos en ese sentido inocentes pero tampoco ambiciosos, los que sólo contamos como mucho con un par de sueños tontos, los que en verdad y únicamente y ante todo queremos seguir escribiendo, no porque queramos tener poder en el mundillo, sino porque, al margen de todo, creemos que lo que nos decimos, lo que escribimos, es importante, no para nadie en concreto, sino sólo importante, importante de una forma un tanto inexplicable, lo admito, pero no por ello menos importante. Sí he conocido, desde luego, a muchos escritores que en un principio no parecían contar con ese tipo de ambiciones macabras que se han rendido, pero creo que nadie que sólo quiera seguir escribiendo puede rendirse, sólo se rinden los que empiezan con ciertas expectativas de poder o popularidad que, tras sentirlas por siempre truncadas, espejismos distantes, deciden dedicarse a otra cosa que les reporte algún beneficio económico o social o no se dedican a nada en absoluto, éstos son los más dolorosos, los que se limitan, después de su sentimiento de fracaso, a llevar una vida completamente normal. Sé que con esto no he tocado, ni mucho menos, el motivo por el cual escribimos, que por lo demás desconozco: sólo sé que escribimos, que es lo único que queremos hacer, seguir haciendo, pero no el porqué del cual nace esta convicción (o ni siquiera convicción, sino más rutina caprichosa). Debe haber algo en nuestras vidas, algo inasible o desconocido, que nos empuje en algún momento a escribir, una voluntad como de huida, una huida de la vida, como el bisonte que escucha unos pasos y echa a correr por la sabana, bufando, que nunca se detiene ni mira atrás, aunque escribir sea, precisa y exactamente, ese mirar atrás...

sábado, 21 de mayo de 2016

El escritor mediocre es, en esencia, una criatura vanidosa. No significa esto que el buen escritor o que el escritor sobresaliente no sean vanidosos: lo que significa es que estos, al menos, se han ganado su derecho a la vanidad. Nada me produce más malicioso regocijo que escuchar a un escritor que apenas escribe vanagloriándose de su talento, fantaseando respecto a todos los libros que escribirá algún día. Pero los libros que se planean escribir nunca se escriben: sólo se escribe lo que se escribe. Y el escritor con ínfulas disfruta más imaginándose autor de muchos libros que escribiendo esos libros, que como hemos dicho nunca escribirá, que es imposible que escriba porque la fuerza de esta fantasía es que nada puede refutarla, mientras que un libro auténtico siempre puede ser ignorado por el público o destruido por la crítica. No me interesa desmoronar los sueños de nadie: pero eso no implica que no me pueda reír en secreto, apartado del tumulto de los escritores, en el rincón de un festín, mientras todo el mundo se divierte compartiendo sus chismes. Realmente un escritor mediocre puede triunfar (suele triunfar), pero un escritor mediocre que nunca escriba no sólo no va a triunfar sino que ni siquiera, en ese futuro que concibe glorioso, continuará escribiendo: como la escritura no le nace como impulso ni como rutina a la que se resigna, sino como ejercicio superfluo a practicar para obtener aprobación con él, en cuanto se percate de que esta admiración que desea no es posible dejará, en consecuencia, de escribir. Sólo escriben eternamente los románticos y los hastiados: los seres con esperanzas de arribismo se cansan pronto de la literatura.

lunes, 16 de mayo de 2016

He trabajado de camarero: un asco de trabajo, de entre todos los trabajos, uno de los que más te esclavizan. Pero, en fin, lo positivo, lo único que me gustaba de ser camarero, eran los fines de semana, de madrugada, cuando los borrachos de bares aledaños que cerraban más pronto que el nuestro venían a tomarse las últimas copas antes de irse a acostar. Era un placer escuchar a los borrachos hablar. Creo que pocas cosas me gustan más que escuchar a los borrachos hablar, divagar, deliberar, fantasear, rememorar, contar anécdotas. Al menos los borrachos trabajadores, borrachos sosegados, sabios, entregados a su fracaso con resignación. Cuando un borracho se ponía a contarme cosas, nunca quería cerrar. ¡Qué hable! pensaba. (Lo único que me molestaba, si acaso, de hecho lo único que me ha molestado siempre, es que me hicieran participar de la conversación: prefería los monólogos atropellados a las conversaciones sin sentido). Me causaba un sueño tremendo escuchar a los borrachos hablar, pero al mismo tiempo la convicción de que no iba a dormirme, de que tenía que llegar hasta el final. No todos los borrachos son igual de interesantes, es evidente, y algunos hasta eran desagradables, estúpidos, mezquinos, aquellos que no se habían resignado a ser unos fracasados, curiosamente, sino que se tomaban la conciencia de su fracaso, lo que ocasionalmente sucede mucho cuando te emborrachas, con violencia, con rabia, con un orgullo pueril: entonces tenían la necesidad de hacértelo pagar a ti. ¿A quién más puede un borracho inútil hacérselo pagar? Algunos no tenían ni siquiera familia: sólo te tenían a ti para demostrar que aún les quedaba poder humano que ejercer. Yo no me enfadaba, en cierto sentido los comprendía bien; y excepto cuando se ponían demasiado violentos, continuaba siguiendo sus ataques con curiosidad: de todas formas apenas sabían nada de mí: era imposible herirme. Además, también era un placer hacerlos rabiar... Ir de un sitio para otro, que te exigieran escucharlos, limpiar, barrer, tirar cerveza, pasar la bayeta por la barra... enloquecerlos, hacerlos desistir de tu atención. La mayoría de estos borrachos violentos, aceptando la suma de un nuevo fracaso en sus vidas, te tiraban el dinero sobre la barra, se levantaban con torpeza, mascullaban algo que suponían ofensivo y se marchaban; unos pocos, los más listos, te decían que te pagarían las copas mañana. Era un buen golpe: ¿qué puedes hacer cuando un borracho no te quiere pagar? A mí me importaba tres narices el éxito empresarial del bar donde trabajaba: me limitaba a dejarlos marchar, sabiendo que probablemente no pagarían jamás. Por fin cerraba, miraba la noche en lo alto del cielo, sonreía por tanta sabiduría y me marchaba a casa a dormir doce horas seguidas.

martes, 10 de mayo de 2016

¿Por qué estamos tan solos? No estamos solos porque nadie nos quiera, sino porque no sabemos comunicarnos con nadie: estamos solos porque colisionamos con el otro sin penetrar en su misterio y sin que nadie hurgue en el nuestro. La soledad no es un simple producto de la distancia ni un mero vivir sin compañía humana, aunque sin duda estas cosas puedan enardecer e incitar el sentimiento de soledad en una persona, sino un posicionarse en los márgenes de lo humano, como si uno no fuera un hombre, sino un animal indescifrable e impotente, una bestia tullida e ininteligible, incapaz de comunicarse, de amar o de ser amado: el hombre en soledad es un monstruo, un monstruo condenado a relacionarse con el mundo como a través de la pantalla de un televisor: no puede saborear el mundo ni puede evitar percibir su irrealidad, se sabe espectador de un drama absurdo e irónico, pero, al mismo tiempo, los actores le parecen tan creíbles en su papel que desearía poder creerse él mismo parte del tumulto humano, sustancia de su desarrollo, núcleo de su fuego, célula indivisible de su organismo: porque hasta las células se comprenden más mutuamente que nosotros. La soledad no se distingue más que por el sentimiento de incomunicación e impotencia en que vive el sujeto: no es que el mundo le ignore, es que no le atraviesa, su futuro es un cadáver y su idioma un aullido proveniente del infierno. Quienes dicen encontrar un consuelo en la soledad se equivocan: no es que no encuentren, en verdad, un consuelo, sino que no es en la soledad donde lo encuentran: lo encuentran, si acaso, en el ascetismo, pero no en la soledad.

viernes, 22 de abril de 2016

La tierra no se protege: la tierra se viola: proteger la tierra es no respetarla como digno contrincante: ¿y qué es la tierra, sino nuestro oponente, nuestro enemigo, nuestro adversario? Y nuestro autoritario aniquilador: pensar que podemos ganarle la batalla a la tierra es creer en un poder superior a la naturaleza, y que ese poder es el hombre. ¿Y qué dignidad puede tener el suelo que pisoteamos? Tanta como el sujeto pisoteador: ninguna. Me repugna quienes cuidan el mundo: ¿para qué? ¿y para quiénes? Nuestros descendientes, en tanto nos sobreviven, sólo merecen nuestro desprecio: el deseo de acabar con la prole leprosa del hombre es el único sentimiento puro que respeto. No, no somos frutos del mundo: un todo-uno, sino hijos desterrados de la muerte que miran el futuro con recelo y el pasado con rencor (porque la nada no tiene tiempo: y aunque nos regurgite, la añoramos porque es lo único que sabemos y que podemos hacer: añorar el tiempo en que no añorábamos nada. ¡Ojalá no se pudiera decir la nada! Se puede decir la palabra, pero no pensar la nada: no existe nada más lejano a los hombres que la nada, y sin embargo, nada que los obsesione tanto como ésta).

jueves, 21 de abril de 2016

Un abrazo, casi cualquier abrazo, es siempre un falso consuelo: calor humano de pacotilla que representa una impostura: el cariño hacia otro ser humano en una escasa muestra producto de la falta de compromiso. ¿Cómo podemos recibir consuelo de un abrazo, si no podemos recibir consuelo de la verdad? (de la verdad recibimos menos consuelo que de nada, dicho sea de paso). Si quisiéramos dar cariño a otra persona no nos limitaríamos a abrazarla: probablemente tendríamos que devorarla. ¿Qué son si no aquellos vaivenes, contoneos, trompicones, propios de las personas que se abrazan, sino reprimidos conatos de canibalismo? Y si de verdad nos consuela un abrazo, tanto peor: ello no habla bien de las profundidades de nuestras carencias emocionales. No sólo nos asquean los abrazos porque nos den asco los hombres, sino sobre todo porque nos da asco el significado mismo del consuelo: búsqueda superficial de satisfacciones baratas cuando algunos buscamos agresiones más fuertes: el que ofrece sus abrazos es un mercachifle. Abrazar por demostrar afecto, tiene un pase; pero abrazar para consolarse es como besar un crucifijo: una mera gracia que no me entusiasma.

martes, 16 de febrero de 2016

Por qué no me da la gana de creer en Dios ni en nada

Pensar en Dios es consumar su asesinato. Pero, no obstante, sólo se puede matar lo vivo, lo palpable; a Dios, como idea, sólo se le puede negar, ni siquiera destruir. Así que de mí, que a menudo pienso en Dios, podría decirse que pertenezco al grupo cada día más numeroso de sus negadores. No negar, tal vez, en un sentido concreto, absoluto, despreciando cada matiz o posibilidad, sino como quien barre papeles del suelo sin eliminar los ácaros microscópicos que lo pueblan; éstos son invisibles al ojo humano, por lo tanto, no los podremos levantar como si fueran polvo, fragmentos diminutos de piel muerta que a la luz directa del sol producen un melancólico efecto devastador: también en el polvo se reproducen los ácaros. Dios, en sus residuos vitales, es como estos ácaros imposibles de extinguir que, sólo con paciencia, disposición y desinfectante, se pueden controlar.

Antes de continuar, debemos definir brevemente a qué nos referimos con Dios. En este artículo trataremos a Dios como la entidad inteligente sobrenatural hacedora del universo; por lo tanto, se tratará indistintamente al Dios intervencionista de los teístas como al dios desinteresado, indiferente o ausente de los deístas. Sé que ambos dioses tienen sus variadas complejidades, pero en tanto esto es un resumen de mi ateísmo, y no pretende resultar un análisis exhaustivo, bastará para los fines propuestos el hacerlo de este modo; pues, además y por eso mismo, a saber, que consiste en un mero resumen, no se entrará a refutar cada atributo o distinción de ambas formas de deidad, sino que se analizará a este dios en un par de argumentos distintos para los cuales no hará falta excesiva minuciosidad; luego, aquél que se interese por estudiar en profundidad lo aquí expuesto, deberá conformarse con hallar él mismo dicha información; y aquél que reniegue en su totalidad del contenido de este artículo, supongo que no necesitará saber mucho más. Quedarán, desde luego, cosas que añadir, subrayar, matizar; por ello pido, con humilde súplica no exenta de gratuidad ni de gratitud, que no se pretenda adivinar lo que pienso sobre aquellos puntos ciegos que deje a la intemperie en este artículo a través de lo que sí se ha expuesto, que se tome este artículo íntegramente en lugar de reducir su coherencia a uno de sus puntos visibles o invisibles; es decir, que se evite la tentación de clasificar a priori mis ideas bajo un sistema coherente de pensamiento para así despreciarla (o alabarla) mejor. Una vez aclarados los términos, qué pretende y qué no pretende ser o decir este artículo, sigamos adelante; con prudencia, pero también con ciertas dosis necesarias de temeridad, pues sólo los hombres que no temen enfrentarse a un poder superior a sí mismos son dignos de admiración; respecto a los demás, que se rindan cuanto quieran, pero que no pretendan hacer del vicio de su debilidad una virtud a imitar.

Realmente no son necesarias muchas páginas para hacer dudar, en los términos antes definidos, de Dios. Una existencia más allá de la física del mundo es una existencia imposible de discernir, es por ello que, cualquier cosa que digamos sobre ésta, podría ser tomada por absurda; esto es lógico, dado que la lógica humana no tiene por qué tener ninguna cabida más allá del curso natural del universo, y supone el primer punto a favor del ateísmo: quien siembra dudas recoge tempestades, y en la desesperación de la duda, aquél que no se encuentra cara a cara con Dios, es como si lo envenenara; es decir, que lo que no podemos entender es en cierto sentido como si no existiera. El protagonista de la película Le Diable Probablement (Robert Bresson, 1977)  le dice a su psicoanalista, en la primera y única sesión que tendrá con él antes de suicidarse: «Creo tanto como puedo en la vida eterna. Pero si me suicidara no creo que sea condenado por no comprender lo incomprensible». Nuestro cerebro no ha sido «diseñado», sino que es (aunque aquí asoma una petición de principio, supongo que estaremos de acuerdo en que la evidencia marcha hacia esta propuesta) el producto de un larguísimo proceso evolutivo; y su finalidad no es hallar ninguna verdad, sino meramente servirnos de arma para sobrevivir. En este sentido, todo lo que no nos sirve para sobrevivir puede estar fuera de nuestro alcance. ¿Pueden existir entidades, cosas, fenómenos, etc, que somos incapaces de percibir? Claro que pueden, afirmar lo contrario sería precipitado, obstinado, obtuso, fanático; pero por la misma razón que no podemos negarlo, tampoco se puede hacer como si uno fuera capaz de creer en ellas apoyándose en cualquier pobre evidencia. Pienso, por ejemplo, en el espectro electromagnético, del cual sólo una pequeña parte consiste en luz visible. Hasta que se descubrió en mil ochocientos el infrarrojo mediante prueba científica (aunque ya en el siglo anterior se había predicho su existencia), otras radiaciones además de las visibles era como si no existieran; ésta fue la primera ocasión en que pudo comprobarse que la luz podía propagarse en frecuencias invisibles. Bien es cierto que estas radiaciones sí que tenían un efecto directo sobre nosotros en forma de calor, pero no fue a través de los sentidos, sino de la razón y de la prueba, como pudo llegarse a esta conclusión; así fue que pudimos aprender sobre ellas y de igual manera el principio de la experiencia de frecuencias de radio distintas a la luz visible.

En el caso de Dios es un poco diferente, porque parece un tipo de radiación (por seguir con la analogía anterior) sin ningún efecto perceptible en nuestras vidas, no al menos en el sentido en que lo son las diferentes radiaciones electromagnéticas (o cualquier otro fenómeno físico posible); esto es, que no puede accederse a su comprensión a través de métodos razonables (aunque esto les chirríe a los modernos escolásticos o a aquellos que crean haber adquirido individualmente experiencia de su existencia –en cualquier caso, este punto es aceptable: ¿pero qué se le puede decir a alguien encerrado en un experiencia que no puede compartir con nadie más, sino que no nos dé mucho la tabarra hasta que nosotros experimentemos lo mismo y quedemos para celebrarlo?–); si no fuera este caso, dicho dios supuesto podría ser perfectamente objeto de estudio científico, mas no puede. Pero es precisamente porque no puede ser objeto de estudio científico que la realidad de su problema es tan compleja (o tan sencilla como formar de ella un mero deshecho sin relevancia). Este punto, deberíamos especificar, no se refiere al Dios teísta: pues aunque al mismo Dios no se le pueda probar o refutar, sí se pueden probar o refutar sus intervenciones milagrosas; esto es, si mecanismos naturales pueden explicar mejor el fenómeno investigado o no. Y no existe, por ahora, en el sentido explícito de su definición, ningún ejemplo de fenómeno fuera del alcance del entendimiento humano; en el caso de existir, esto tampoco probaría a Dios. Sólo podríamos aceptar la idea de Dios como explicación verosímil en unos  pocos casos de los que por el momento no tenemos noticias: una verdadera virgen llorando sangre sería un milagro que haría verosímil a Dios como hipótesis (aunque en ningún caso Dios puede ser una hipótesis), pero no nos lo probaría: porque si  puede suceder el milagro de una virgen  llorando sangre puede suceder cualquier milagro, incluido que no se obra de ningún Dios. Veremos más adelante algo sobre esto.

Llegados a este punto, me veo obligado a exponer con claridad los dos argumentos principales de los que les hablado al principio de este artículo. Con ellos no pretendo negar a Dios, sino, primero, demostrar que por su misma definición Dios es imposible de probar con los métodos científicos que exigimos a menudo; y segundo, realizar una breve arqueología de su conocimiento.

Primero tenemos la experiencia siguiente: que Dios es un tipo de existencia fuera, por definición, del orden natural de las cosas; y que en tanto fuera de este orden, está además por encima de nuestra capacidad cognitiva. Así es que no podremos decir nada inteligible sobre él. La escuela neopositivista consideró a Dios un absurdo del lenguaje, al igual que a toda proposición de índole metafísica, en el sentido en que el lenguaje sólo puede valer para decir cosas empíricamente demostrables, no entidades sobrenaturales. Por lo tanto, la proposición «Dios existe» no puede ser tomada en cuenta como verdadera o como falsa, sino simplemente como absurda. En el Tractatus escribe Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar, mejor es callarse». Pero Wittgenstein no era un ateo, sino un agnóstico, un agnóstico (o un místico, más bien) en el sentido en que no puede demostrarse a Dios, de modo que añade: «Cómo sea el mundo, es completamente indiferente para lo que está más alto. Dios no se revela en el mundo». Se permite «creer» en Dios en la medida en que la fe es asunto personal, pero se prohíbe hablar con propiedad de él, puesto que todo lo que puede decirse de aquello que se encuentra por encima de los límites humanos es, citando a Sade «quimera o inutilidad». Sé que el argumento no es exactamente el mismo en su apariencia que el mencionado de la cognición, también que tiene sus contradicciones, pero sí lo es en su esencia. Ahora bien, creo que una definición de este tipo es altamente insatisfactoria, pues al final todo se reduce a la fe, es decir, a creer sin evidencia; no se puede refutar, pero tampoco demostrar. De este modo, sólo queda, o hacer como si éste no existiera, dado que no se tienen pruebas y todo se pone en tu contra a la hora de encontrarlas, o tener fe en su existencia (fe solitaria, incomprendida, y quizá, una fe así, sea hasta heroica en algún punto, pero también síntoma de alguna recóndita debilidad). Yo, en tanto que rechazo la fe, sólo puedo escurrirme a través de la primera opción: marginar a Dios de mi vida (o alejar mi vida de Dios). 

El segundo argumento es el que sigue: que Dios, como idea, es una creación histórica y filosóficamente exhumable; es decir, que se puede destejer su historia hasta el comienzo de su origen, edificando una biografía coherente de su experiencia.  Un ejemplo de sobra conocido: hasta la llegada del faraón Akenaton y su manera de promover el culto al dios Atón no existían indicios de religiones monoteístas; luego, filósofos griegos aún politeístas, lograron las primeras incursiones en el concepto puro de una figura absoluta, ideando algunas de las propiedades de este dios moderno que llegó a nuestros días; el más importante, aunque no el primero (en cierto sentido, recibe de Anaximandro la necesidad de una causa infinita de la realidad) fue Aristóteles, quien con su «primer motor inmóvil» motivó el argumento más manido por la teología medieval (pero, por ejemplo, la necesidad de un mundo superior, –mundo de las ideas– viene de Platón, no de éste); se puede decir, perfectamente y sin miedo a sonar demasiado cínico, que Dios es una boutade de Aristóteles. Este es, quizá, el argumento más fuerte que tengo para no creer en él: que resulta la suerte o el invento de una serie de reflexiones arbitrarias que, debido al azar histórico, fue creciendo y empapando toda nuestra cultura, como una serie de malentendidos heredados que solo un pensamiento posterior libre de dogmas pudo refrenar. Por ello, si uno es capaz de mirar a Dios desde esta perspectiva tan mundana, y teniendo en cuenta lo que se decía en el punto anterior, coincidiendo ambos argumentos en una coherencia propia común, entonces comprende porque es más realista no creer en Dios que hacerlo.

Estos son, en resumen, y con perdón del prologo anterior, dos de los puntos principales por los cuales no puedo creer en Dios, viviendo, en esencia, fuera de los márgenes de su dictadura. Desde luego que me he reservado argumentos, algunos por encontrarlos temerarios y otros por hallarlos banales, innecesarios u obvios para el caso. En cierto sentido, me gustaría que existiera; precisamente, en el sentido de Unamuno: porque Dios es, ante todo, aquél que nos otorga nuestra inmortalidad, y si Dios, cualquier dios, existe, nos ha creado y no nos ofrece esta inmortalidad, entonces ese dios impotente es un inútil al que mejor le valdría desaparecer: no nos habría obsequiado sino con nuestra muerte. (Un pequeño inciso: puestos a desear, empero,  la inmortalidad del «alma», podemos aferrarnos a cualquier creencia conveniente sin necesidad de tal dios supuesto, sino que nos servirán para dicho propósito multitud de falsedades; y aunque, por otra parte, desmantelar la existencia hasta el punto de convencerse de tener un alma no sea una muestra exacta de inteligencia, sí puede serlo de capacidad de supervivencia para esquivar la depresión por la podredumbre de la carne). Por lo demás, creo que cualquiera podría apiadarse de un Dios inútil; yo, al menos, no podría juzgarlo más que en la medida en que pudo pero no le dio la gana hacerme inmortal. No obstante, suponemos demasiado rápido no ser la creación accidental de un dios torpe, o pedazos a la deriva de un dios roto, como poéticamente refería el filósofo Mainländer. La idea tiene su belleza, y si uno se angustia a menudo ante la perspectiva de un tiempo sin futuro, se verá tentado a creer en ella, tan solo sea por una comprensión profunda de su mutuo anquilosamiento.