jueves, 19 de septiembre de 2019

Historia y utopía, de Emil Cioran.

«Compadezco a quienes nunca han tenido ningún sueño de dominación desmesurada, ni han sentido en ellos arremolinarse los tiempos. ¡Ah! aquella época cuando Ahriman era mi príncipe y mi dios, cuando, insaciado de barbarie, escuchaba en mí el reventar de las hordas suscitando dulces catástrofes. De nada me vale zozobrar ahora en la modestia; todavía conservo una cierta debilidad por los tiranos, a quienes prefiero siempre, antes que a los redentores y a los profetas. Y los prefiero porque no se esconden tras las fórmulas, porque su prestigio es equívoco y su sed autodestructiva, mientras que los otros, redentores y profetas, poseídos por una ambición sin límites disfrazan los objetivos con preceptos engañosos, se alejan del ciudadano para reinar en las conciencias para apoderarse de ellas, implantarse en ellas y crear estragos durables sin tener que enfrentarse a reproches, merecidos, no obstante, de indiscreción o de sadismo. Junto al poder de un Buda, de un Jesús o de un Mahoma, ¿qué vale el de los conquistadores?¡Renuncia a la idea de la gloria si no tienes la tentación de fundar una religión! Y aunque en este sector los puestos ya estén ocupados, los hombres no se resignan tan pronto: ¿no son acaso los jefes de secta fundadores de religión en segundo grado? Teniendo en cuenta la eficacia Calvino y Lutero, por haber desencadenado conflictos que aún ahora no se resuelven, eclipsan a Carlos V o a Felipe II. El cesarismo espiritual es más refinado y más rico en trastornos que el cesarismo propiamente dicho: si quieres dejar un nombre, antes lígalo a una iglesia que a un imperio. Tendrás así neófitos apegados a tu suerte y a tus chifladuras, fieles que podrás salvar o maltratar a placer».