sábado, 17 de noviembre de 2018

Debo confesar, no por una suerte de necesidad incontrolable e indecible de charla insulsa, sino por mera superstición de las confesiones, que son remedio taumatúrgico para las agonías del espíritu desconsolado, aquellas escenas veraniegas que, contempladas cada noche cuando apenas tenía dieciséis años con sorna, fascinación e incredulidad, me condujeron irremediablemente hacia el pesimismo, la amargura, el nihilismo… o como apetezcan decir —a mí me resulta indiferente— de aquellos sentimientos de intensa suspicacia en que todo se aparece a nuestra inteligencia como simulado, pecaminoso o abominable, lo que engendra un ánimo neurótico, ciertamente perspicaz aunque infeliz, y un conducirse por la vida con indolencia, desesperanza y sin ambiciones. He dicho antes, sin que estuviera por cierto mal dicho, que contemplaba aquellas escenas con “sorna, fascinación e incredulidad”, pero más bien habría que decir, restando cierta imposición del razonamiento adulto presente sobre la experiencia pura del joven mentecato, que contemplaba aquellas escenas con sorna pueril, fascinación tullida e incredulidad indiferente: no sabía nada y no podía ni emocionarme ni asombrarme, en consecuencia, nada. La reflexión todavía no nacía de mí espontáneamente, siendo honestos, ni siquiera tenía la menor idea de que se pudiesen pensar las cosas, además de observarlas: mi imaginación era corta en entendederas, no podía adivinar que existieran otras cosas aparte de los finales que mis limitaciones imponían. No tenía la noción de un horizonte que mi ignorancia pudiese alejar para empequeñecerse, sino la sensación de vivir enterrado entre cuatro paredes bien delimitadas: lo que conocía era lo único que podía conocerse, y lo que no conocía, simplemente andaría por ahí perdido como un trasto antiguo hasta que lo pisotease por casualidad. Continuemos, en fin, con esta narración ramploncilla, sin más interés que valerme a mí como exorcismo y a vosotros, los desafortunados lectores de esta marabunta de recuerdos mal hilados y de reflexiones banales, como entretenimiento vacío pero gratuito —que no es para despreciar.

La escena es la siguiente: un par de muchachos de mi edad, cada noche de aquel verano, se besuqueaba en el rellano de mi portal mientras un tercero, amigo de ambos, asistía al erótico festín sonriente e impávido.  Fácilmente se adivinaba en su rostro cuán encantado estaría él de ocupar el lugar del otro, y que su voluntad férrea y estática obedecía a la esperanza de ser algún día el escogido para disfrutar de aquellas carantoñas y manoseos que se proporcionaban los otros dos. Una fantasía que concebía a diario con gracia perversa y risueña, al tiempo que me apenaba un poco, consistía en imaginar que un día la muchacha apeteciera de un cambio de pareja y el protagonista intensivo de sus anteriores devaneos, perplejo ante tal decisión insostenible e irracional, tuviera que retirarse a su rincón como un perrito malherido o asistir, estoico, al ejercicio amoroso que sus amigos traidores conjuraban.  —Otra de mis fantasías, fantasías de parásito debo decir, proyectos de parásito, ni siquiera fantasías sexuales, dignas o coherentes, consistía en esperar que ella expresase el deseo de un cambio de pareja y aparecer yo en ese instante, oportunista y depredador, para burlar al pobre muchacho virginal su objeto de anhelo cuando apunto estuviera de saborearlo—.

Era obvio, por lo demás, que este idilio opuesto nunca iba a suceder, pues mientras que la mitad  masculina protagonista de la pasión adolescente era un buen mozo, alto, delgado, ataviado con ropas pijas, carácter indolente y arrogante y un rostro bello lo suficientemente bobo como para incitar ternuras sexuales; el marginado, excluido de la pertenencia dual, era pequeño, enclenque, afeminado, aniñado y melifluo, con ropas mezquinamente mediocres siquiera insólitas o características —desde pequeños sospechábamos que era homosexual, pero esta escena lo desmintió. La muchacha, que no alcanzaba mi edad, era una mercancía inaccesible, en principio, para el afeminado, —pálida, delicada, ojos claros, cabellos castaños y ondulados, rostro felino, cuerpo sin exuberancias pero de igual modo sin carencias...— pero me sorprendía la inercia con la cual convenía a no ceder ni un sólo día a la despedida de sus ambiciones truculentas. Finalmente, la mayoría de las noches se iba él de regreso a casa envuelto en penumbras, con una sonrisa lúgubre, mientras sus compañeros de ocio todavía demoraban los besuqueos unos minutos más, librados al fin de aquel absurdo estorbo tristísimo: si estaban con él, los besos eran más repartidos, no inocentes, sólo un poco menos intensos, de cuando en cuando los interrumpían para darle palique al pobre incordio, que reía de todo cuanto se decía mientras sudores fríos resbalan por su frente; pero en cuanto se alejaba, comenzaban las manos a deslizarse por los cuerpos, la lengua a buscar con desesperación la otra lengua, las cabezas giraban sobre sí mismas, se retorcían los cuellos, ponían los ojos en blanco, mordían todo cuanto pudieran morder… Así fue noche sí noche también. Sin que la compasión de los enamorados decidiera romper su idilio ni la dignidad del marginado le recomendase encerrarse en casa a espiar otras parejas.

A pesar de todo el tiempo que ha pasado, nunca me olvido de aquella lastimosa escena, que ocurrió durante todo el verano y una primera parte insignificante del otoño. La escena atraviesa a menudo mi recuerdo de improvisto, entonces esbozo una sonrisa, me lamento por aquél muchacho marginado, que no valía como mercancía para las cotizaciones en el amor, que seguramente siga solo, virginal, orgulloso, indigno; me lamento también por el héroe, dado que envejecerá, morirá y todos los placeres carnales de que ha gozado quedarán en nada, se resolverán en polvo; y me lamento, por supuesto, por aquella muchacha, que sufrirá la misma desgracia que su pareja de pecados en la adolescencia, con la diferencia de que para una muchacha el envejecimiento es peor, dado que un hombre no deja de ser leído abstractamente como hombre por envejecer, o al menos, no hasta que no envejece tanto que se arruga entero y los médicos le obligan a llevar pañales; pero una mujer sí deja de ser leída abstractamente como mujer si no al poco de pasar la adolescencia, sí al primer asomo sintomático del envejecimiento. 

He vuelto a encontrarme con los dos oponentes en algunas ocasiones, aunque no con ella, que era vecina mía y se mudó quién sabe a dónde un par de años después —razón por la cual escogían aquel portal para sus escarceos amorosos—, y mientras que el joven beneficiario por los dones de la belleza se mantiene estable ya al borde de la de treintena, con el típico deterioro de quien en su juventud ha sido bello sin poseer en ningún caso una notable perfección de las facciones en sus detalles más sustanciales, sino más bien por cierto carácter general —llega a suceder al contrario con algunos de quienes, con sexo indistinto, fueron considerados si no feos, sí mediocres durante su adolescencia, que en cuanto la abandonan los rasgos individuales que antes no destacaban se confabulan para proporcionar una bella imagen general que los vuelve atractivos durante toda su etapa adulta—; el pobre marginado se ha convertido en un treinteañero musculoso, con su antigua corta estatura ahora acentuada por el esfuerzo inútil de construir una imagen de masculinidad insostenible para cualquiera que mida menos de metro sesenta —evidencia en su caso únicamente de un fracaso sin dignidad, de ser caricaturesco, frígida abominación sin conciencia— con un mirar duro de esos que no se apartan ante la mirada del otro por un orgullo que funda una inseguridad espantosa. No por fortaleza espiritual, no por psicopatía, distracción o indolencia, sino por esa inseguridad paranoide que se vuelve simplemente hostil. 

No profundizo en la escena, sin embargo, demasiado, pues es siempre la misma imagen que me atraviesa el cráneo como si fueran aviones de papel que lanzase un crío inocente, que desde hace tiempo ya no me produce la inspiración de ningún pensamiento o reflexión, sólo un dolorcillo timorato y las ganas, quizá exageradas aunque no delirantes, de conseguir una máquina del tiempo, comprarme una pistola y tirotear a la tríada de adolescentes en mi portal. ¿Qué podría conseguir volviendo atrás en el tiempo, provocando una matanza que seguro saldría en el matinal de todos los medios de información visuales y escritos? “Adolescente ermitaño, con claros síntomas de desequilibrio mental precoz, asesina a tiros a trío amoroso”. Quizá conspirar contra mi propia lucidez, aniquilando así la infelicidad perpetua, la suspicacia eterna; pero, siendo honestos, ningún detalle nimio engendra lo que uno es: es uno el que se aferra al detalle para proporcionarse el bálsamo de una explicación que lo justifique, consuele y enorgullezca, haciéndolo creer lúcido por percatarse de un hilo clarísimo que atraviesa un mal clarísimo: el mal de la sociedad mercantilista: el mal del mundo: el mal de la misma existencia.  Si aquel muchacho hubiera sido un santo, sin duda lo habría podido llegar a admirar, pero anhelaba unos frutos que le estaban, por su intelecto mediocre y su fisonomía de nulo atractivo, completamente negados, imposibles. ¿Era un ser, podría decirse, no pensante? Una baratija, una mercancía humana indeseable sí que era. Porque tengo la certeza, o más que la certeza habría que decir la intuición razonable, de que cualquier ser pensante en su situación se habría retirado al celibato indiscutible o habría aniquilado su penosa existencia en un suicidio más que justificado; pero que en ningún caso se habría quedado ahí noche tras noche esperando en vano su turno… Imagino, por ir cerrando esta larguísima y pesadísima confesión amarga, que existen tres tipos de hombres: los caballeros que conquistan —que son en verdad los únicos que respetan el ideal de hombre—, las alimañas, que anhelan ser hombres y conquistar —que no son del todo hombres pero tampoco dejan de serlo— y los que miran de reojo a los otros dos, o los espían tras la mirilla de sus puertas y se ríen o lloran, que son mitad cavernícolas mitad astronautas y que más pronto que tarde llorarán por ser de los que se ríen o lloran, pero ni conquistan ni son capaces siquiera de hacer el esfuerzo por conquistar —no son hombres, sólo aberraciones en el exilio.

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