Al sentirme arrinconado, en la perdición absoluta, sólo pude pensar en gritar; pero con aquella cosa horrible sentada en mi lengua parecía imposible: temía tragármela o que me mordiera. ¿Cómo había llegado una tarántula a mi boca? Repentinamente: acaso esto fuera lo más espeluznante del asunto.
Sólo que realmente no era, ni por asomo, lo más espeluznante: existían factores más terribles todavía, como por ejemplo, que la tarántula comenzara a pensar por mí. “Cómete esa fruta”, “escóndete bajo aquella escalera”, “acecha a ese ratón”, "desnúdate", “vota a este partido político”, etc. Imposible no, sino más bien impensable: la tarántula deshacía todas mis rutinas, costumbres y fidelidades a su antojo. Y lo hacía con tanta arrogancia, autoritarismo e indecencia como le era posible.
Debo explicar, en este punto, que yo soy una persona profundamente rutinaria, motivo por el cual que una tarántula se sentase encima de mi lengua y controlase mis pensamientos me suponía tanta angustia, pánico e histeria: nunca había imaginado que una cosa así me pudiera ocurrir precisamente a mí, que procuraba tenerlo todo tan controlado. No sólo porque, además, las arañas y más específicamente las tarántulas me diesen tanto miedo, sino sobre todo porque no podía vivir mi vida con cierta cotidianidad. Mientras tuviera una tarántula dentro de la boca estaba condenado a ser siempre el mismo: un hombre que no había decidido ser, un hombre, digámoslo así, circunstancial. Yo prefiero estar muerto a ser circunstancial. Cualquier cosa me parece mejor que ser circunstancial: no tener el control ni de tus propios pensamientos.
Pensamientos, he dicho bien, pues podía hacer lo que quisiera, dentro de lo que cabe la posibilidad de hacer cosas naturales teniendo una tarántula en la boca –no poder comer, ni charlar, ni besarte con nadie… Podía decidir, por ejemplo, no obedecer a ninguna tarántula, por mucho que estuviera dentro de mi boca: seguía siendo mi boca. Pero tenía mucho miedo, me hallaba aterrorizado: podía tragármela o que me mordiera, como he dicho. Si decidía tragármela, nada podría convencerme de que la tarántula no iba a sobrevivir en mi estómago, dándome órdenes desde allí, más cabreada que antes; y si por el contrario me mordía, perdería la vida o peor, se me hincharía la lengua: para el caso me parecía indiferente tener una tarántula en la lengua o una lengua hinchada: ¿quién sabe si no podía suceder que la hinchazón controlase mis pensamientos igualmente? Y puestos a elegir, la tarántula al menos es un ser vivo, a un ser vivo se le puede convencer de lo que sea, siempre cabe el diálogo entre seres vivos; al menos, esa es mi fe.
También tenía cosas buenas, aunque pocas, el tener una tarántula en la boca. Desde que tenía una tarántula en la boca, por ejemplo, decía muchas menos idioteces. El tener una tarántula en la boca es asunto de tanta gravedad que es imposible decir idioteces. Y, además, ¿a quién iba a decírselas? Me asustaba que alguien supiera que tenía una tarántula en la boca: poco a poco comencé a alejarme de todas mis amistades. No podía obrarse de otro modo: no era una simple contingencia, sino una auténtica necesidad. Me quedé tan solo como una rana en el desierto, tan solo que a menudo me preguntaba si no habría incluso dejado de existir: si no era yo como una de esas almas en pena que atraviesan paredes y proporcionan unos pocos sustos pasajeros. Claro que, si pudiera atravesar paredes, no tendría una tarántula dentro de la boca.
Más allá de eso, tenía fe en que la tarántula decidiera irse un día, al convencerse por fin ella sola o con el auxilio de algún pensamiento mío esclarecedor, de que nada podía ganarse controlando a una persona tan rutinaria, tan pasmada, tan mediocre –que la tarántula controlase mis pensamientos no significaba que no tuviera yo pensamientos propios a parte, pero los tenía a su antojo, tenía los pensamientos propios que ella me dejaba tener, como cuando tenía migraña, había bebido demasiado vino o se echaba una siesta–.
Cuando la tarántula, al fin, se fuera, cuando, pongamos por caso, consiguiera lo que había venido a buscar dentro de mi boca, ¿qué sería de mí? Para entonces ya lo habré perdido todo, lo único que me quedará para hacerme compañía será el peso de la tarántula como un miembro fantasma sobre la lengua, impidiéndome hasta razonar, sumiéndome en un estado de apoplejía absoluta. De tener una tarántula en la lengua pasaré a ser un simple vegetal, una criatura ridícula y catatónica sin nada por lo que vivir ni fuerzas para matarse. Antes de dormir, le dije todas estas cosas a la tarántula, se lo razoné sensatamente, aunque no respondió: “ay, qué será de mí cuando ya no estés”, le dije discretamente. Ni un triste consuelo. Sólo silencio, además de una orden repentina: ponte a dormir. Y me puse a dormir.
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