miércoles, 12 de mayo de 2021

Cuando a alguien le gusta hablar, es decir, no conversar, pues conversar se conversa hasta con los libros y los muertos, sino conferenciar, es muy difícil distinguir si lo que le alimenta es sentirse escuchado, ergo acompañado, o en cambio lo que le alimenta es escucharse a sí mismo.

A veces la percepción de nuestra inteligencia, o de nuestros conocimientos, nos halagan al oído y endulzan nuestros ánimos, perfeccionando la maquinaria de nuestra autoestima. Cierto que es muy impúdico el ponerse a conferenciar durante una hora entera y que no es precisamente síntoma  de elevadas dotes empáticas o compasivas, pues el otro queda sujeto a tu verborragia, inane en la mayor parte de los casos, sin ofrecerle una escapatoria viable o el consuelo de halagar él su vanidad por el oído durante unos pocos minutos. (Se carece por tanto de piedad, un decir solidario: “habla tú, que yo ya me he halagado el oído muchísimo por hoy”). 

El que habla sin parar, además, no puede hablar solo, ya que utiliza a los otros como útiles, como objetos pasivos (no sordos, como es lógico, pero sí mudos) en beneficio de no sentir que se está volviendo loco.  –Lo que puede llegar a ocurrir si los motivos por los cuales necesita hablar sin parar no son vislumbrados y atajados a tiempo, pues es común que la persona que habla sin parar jamás hable realmente de lo que debería hablar, de su mal de fondo, de lo que le ayudaría hablar, sino que sólo tangencialmente es capaz de expresar sus verdaderos sentimientos a través de enunciados y narraciones que tomen elementos de ese fondo de su carencia sin descubrirlos explícitamente, a no ser, por supuesto, que la persona esté ebria o sumida en los efectos de alguna otra droga perturbadora–.

Es muy extraño, en todo caso, el que una persona pueda hablar y hablar y hablar sin llegar a preguntarse jamás qué tendrá el otro que decir acerca de su discurso, sin exigir una opinión o un juicio, sino a lo sumo añadir alguna ligerísima interpelación autocompasiva ("sé que estoy siendo muy pesado" o "esto te parecerá una locura", etc) que tiene como fin no tanto expresar una inseguridad real acerca de lo que te está diciendo como engancharte al discurso a través de esa apelación falaz, tentando de paso una reafirmación sustentada en la cordialidad, porque si eres cordial (lo que no le recomiendo a nadie) lo más lógico y humanitario será consolarle un poco.

Habrá que decir, por último, que si bien uno debe cuidarse de quienes hablan sin parar, deberá hacer lo mismo con quienes no pueden dejar de escuchar; pues si bien hay una vanidad intransigente e insolidaria notoriamente elevada en quienes desenvainan sus conferencias a la menor ocasión, existe de igual modo un morbo de escuchar, morbo no tanto producto de la vanidad (o no de una vanidad que necesite reafirmarse activamente a través de someter a los otros) como de la depravación pura y dura, pues esto distingue a quien habla de quien escucha, y es que quien habla raramente es un completo depravado, lo que no puede decirse de quien escucha. 

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