Una vez Cristo bajó de los Cielos, donde se hallaba mecido entre nubes perfumadas de hierbas silvestres y ángeles cantarines, que tocaban la lira y danzaban al son de sus acordes, llamó de madrugada a la puerta de mi casa, abrí y me dio un sonoro y feroz guantazo que hizo saltar de sus camas a todos mis vecinos.
Aquel día lo comprendí todo: debía ser más intransigente conmigo mismo y menos permisivo con mis inercias, pero más indulgente y generoso con todos los demás. Ahora no hay noche que me acueste sin antes leer la Biblia, rezar unos cuantos avemarías y darme un sonoro y feroz guantazo que haga saltar de sus camas a todos mis vecinos. Cuando Cristo toca tu corazón...
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