martes, 4 de mayo de 2021

CABEZA EN EL CONGELADOR

Al abrir el congelador me encontré mi propia cabeza dentro. Me pregunté cómo podía haber pasado esto. Ni siquiera me había dolido, no llegué a percibir ni el menor escozor en el pescuezo.

Lo primero que se me ocurrió fue rascarme la coronilla en señal de incomprensión, pero naturalmente no pude hacerlo; tampoco pude llevarme las manos a la boca para enmudecer mi sorpresa; ni llevarme los dedos a la barbilla con la intención de reflexionar y encontrar una explicación racional a la pérdida de mi cabeza. 

Yo nunca había estimado demasiado mi cabeza, pero ahora me daba perfecta cuenta que la mayoría de los gestos humanos necesitaban una cabeza para darles significado. 

Centrado simplemente en comprender, saqué mi cabeza del congelador, la sujeté entre las manos, me la acerqué al vacío que quedaba sobre el cuello y ambos, cabeza decapitada y vacío, se miraron fijamente unos instantes, contemplándose las múltiples diferencias y, sin embargo, el perfecto y gemelo parecido que existía entre los dos.

Puede que, en apariencia, todas las cosas de la tierra parezcan diferentes, pero en el fondo todas tienen un parecido, pues todas las cosas nacen de la misma fuente y corren hacia el mismo sumidero. 

Cabeza y vacío, vacío y cabeza… no importa lo que uno tenga encima del cuello, sino lo que tenga dentro de su pecho: un gran corazón capaz de amar y con el que entregar amor al universo.

Inmediatamente aterrorizado por las espantosas posibilidades que se sucedían amenazantes tras este pensamiento, abrí la nevera y arranqué todos los cajones. Di un brinco hacia atrás. Puede que, en el fondo, todas las cosas de la tierra tengan idéntico destino y por lo tanto sean lo mismo, pero aparentemente un corazón no se parece en nada a un cogollo de lechuga.


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