jueves, 22 de abril de 2021

Soy una persona débil y autista, aunque muy orgulloso, como todo gran humillado, como todo gran ofendido por la vida y el estado natural del cosmos, cuyas leyes lo rebajan a uno a la altura de una marioneta, o peor, de una mota de polvo que se cree marionetista...

Mi orgullo es casi tan grande como el universo, pues cuando no se puede poner al nivel del universo ningún talento, ningún mérito ni ninguna auténtica valía, uno engrandece su orgullo, lo engorda hasta límites inimaginables. Hay orgullos que no caben en el universo.

El orgullo es un ego herido, continuamente exasperado, defendiendo ciertos límites de supuesta integridad intocable, por eso los orgullosos somos tan susceptibles, porque ni nosotros sabemos dónde están esos límites, y cualquier cosa puede ser interpretada en términos de agresión simbólica. Cuantas más ofensas recibimos los orgullosos, más grande es nuestro orgullo, aunque a condición de que esas ofensas sean imaginarias, pues las ofensas reales nos acobardan, nos desmoralizan, ya que no es lo mismo elucubrar que vivir, por muy turbadora o sensual que sea la elucubración.

Los orgullosos sólo alcanzamos el grado de genialidad cuando logramos ignorar todas las ofensas reales, cuando nos hacemos ciegos y sordos a ellas, mientras que aumentamos y exasperamos todas las ofensas imaginarias, de manera que nuestro orgullo engorda, engorda y engorda sin freno ni control.  De lo que estamos orgullosos, en definitiva, es de no tener nada propio que glorificar, y cuanto menos tengamos que glorificar mayor será nuestro orgullo, pues el orgullo se habrá tomado definitivamente como fin en sí mismo e inflado hasta dimensiones astronómicas.

En materia literaria, Dostoievski, el noruego Knut Hamsun o Fante crearon grandes orgullosos, seguramente sondeando sus propias almas, y legaron a la humanidad el conocimiento exacto de la materia espiritual que da forma al carácter esencial de los orgullosos. 

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