sábado, 17 de abril de 2021

Simpatizo más con el pesimismo de un Kafka que con el de un Lovecraft: el universo es tan terroríficamente grave que sólo cabe tomárselo a broma, lo que no significa que la broma tenga por qué hacerle gracia a nadie.

Supongo que existen momentos para las bromas y momentos para el horror, pero es que para mí una broma puede ser horrible y una broma puede no ser ningún consuelo, bromear como consuelo no suele dar resultado nunca, mejor bromear para hacer explícita la insobornabilidad del desconsuelo. 

Las bromas de Kafka son casi todas horribles, su universo da tanto pavor como el universo de Lovecraft. Kafka jamás supo por qué hacía bromas. Si hubiese sido lógicamente consistente durante toda su vida (lo que más precisamente fue incapaz de ser) jamás habría hecho una sola broma. A menudo bromear es traicionarse a uno mismo. A menudo sales a la calle y le sonríes a un desconocido por no ser descortés. Esta mueca puede pasarle desapercibida al desconocido, pero no pasa desapercibida para ti, que la experimentas en toda su futilidad. Lo mismo sucede con las bromas.

La realidad es que Kafka fue más posmoderno que Lovecraft, Kafka fue un protoposmoderno. No se me ocurre por qué nadie querría tomarse ya en serio su tragedia, pero se me ocurren muchas razones por las cuales regodearse frívolamente en ella, ese goce estético es inseparable del posmodernismo. Y si para superar el posmodernismo debemos dejar de leer a Kafka no estoy seguro de que debamos superar el posmodernismo. ¿Qué vale más, Kafka o la verdad? Un deber moral no tiene por qué sernos simpático, pero la moral de la renuncia es una moral de esclavos... 

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